Nos movemos, a diario, entre realidades conocidas: los lugares que habitamos, las personas con quien convivimos, los trabajos que hacemos… ¿Por qué, para tanta gente, la realidad cotidiana agota rápidamente cualquier posibilidad de novedad, transformándose en una carga pesada y, para otras personas, la misma realidad es como una fuente inagotable que invita a la contemplación y a la celebración? ¿Dónde está el secreto de la novedad en la monotonía? Habitualmente asociamos la monotonía a algo negativo, sin vitalidad y alegría. Es verdad que todos vivimos días que nos parecen más grises. Lo que hace lo cotidiano pesado es proyectar sobre ello las expectativas generadas por la no aceptación de la propia vida. Al revés, lo que lo hace experimentar como tiempo de salvación y de celebración es vivir en actitud de receptividad. Quien vive reconciliado con la propia vida, sabe que nada le faltará y que todo le será dado como un regalo inesperado. La pesadez de lo cotidiano la sentimos cuando asumimos el papel del conquistador – aquel que tiene que realizar el plan que tiene en su mente para ser feliz. Éste nunca se dará cuenta de los muchos regalos que la vida ordinaria le proporciona.
Para nosotros, los monjes, la monotonía es una de las características importantes de nuestro estilo de vida, porque, entre otras cosas, favorece una pedagogía de la mirada. El hecho de vivir siempre en el mismo espacio y con las mismas personas es una invitación para cultivar una mirada que se acerque a la realidad como don, reconociendo a cada día, que la alegría que buscamos nos es dada bajo formas y en circunstancias completamente imprevisibles. La realidad, por más monótona que sea, no es estática. Solo un corazón confiado puede descubrir un movimiento amoroso en todo lo que ocurre. Y más, reconocer que ese movimiento amoroso le está dirigido como un regalo. La monotonía favorece una relación de amor con el entorno, con los demás, consigo mismo, profundizando en la aceptación y en el sentido de pertenencia. En una cultura que nos apela constantemente a la distracción, multiplicando la comunicación, la información, las sensaciones nuevas, el riesgo es la superficialidad afectiva e intelectual, dispersándonos por todos los lugares del mundo y por una infinidad de relaciones sin crear vínculos significativos con algún lugar o persona. El Mesías vive seguramente en lo más conocido de cada día; verlo o no verlo solo depende del enfoque de la mirada.
Nuestros cotidianos tan iguales son una llamada a explorar la infinita y más original riqueza que cada uno lleva dentro. Sin habitar nuestra casa interior el mundo entero no nos bastará para compensar nuestra sed de vida y de amor. Sin experiencia de interioridad nos transformamos en cazadores insaciables de nuevas sensaciones, que siempre nos conducirán a la frustración. La monotonía sin interioridad es insoportable. Pero ésta requiere el crecimiento de la intimidad con nosotros mismos, con todo lo que somos y sentimos. Dejar de volcar nuestra mirada hacia fuera, buscando continuamente nuevas sensaciones, es un primer paso para encontrarnos con nuestra memoria enferma, con la desconfianza y el miedo que llevamos dentro y que tanto condicionan y entorpecen la relación con nosotros mismos y con los demás. Este proceso, que no es fácil, nos conducirá a la amistad con nuestra propia historia y, en definitiva, a la gratitud por todo lo que somos y que hemos vivido.
San Pablo, en la segunda carta a los Corintios, nos confiesa que lleva un aguijón en la carne. Lo lleva Pablo y lo llevamos cada uno de nosotros. Bien que nos gustaría sacar de un tirón lo que nos duele, lo que no nos gusta en nosotros. Pero el Señor no se lo quita a Pablo ni a nosotros, solo nos dice: Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. Quitar ese aguijón sería anular una potente energía vital. Paradójicamente, en lo que nos duele, justamente en lo que nos duele, está la fuente de nuestra creatividad, está nuestra aportación más original para la vida común, porque esa brecha en nuestra carne es la morada del Espíritu de Dios en nosotros. Donde está nuestra herida está nuestro carisma. Lo que sentimos como carencia o como dolor es fundamental para encontrar nuestra creatividad original. Los muchos dones en nuestra vida personal y comunitaria tienen una relación directa con los aguijones que llevamos clavados en nuestra carne.
Hay una falsa creencia que nos dice que nuestra felicidad habita donde no hay dolor. La monotonía de cada día es una escuela de humanización, cuya pedagogía pasa necesariamente por afrontar nuestra realidad – camino duro, pero que, día tras día, va ampliando nuestra morada interior, donde reencontraremos la energía primera, y la más creativa, del niño que seguimos siendo.
Imagen: Mantra, de Enrique Mirones
La monotonía , la rutina está en el vivir cada día…donde te encuentres. No existe una situación idealizada donde la variedad de circunstancias sea la tónica. No obstante, para mí, la monotonía es enriquecedora. Depende cómo afrontes las cosas que haces o piensas. Lo difícil es ser consciente de tu realidad. Si vives en la inconsciencia de los momentos dejando pasar el jugo de la vida y siendo una pieza más del engranaje de una sociedad de lo superfluo…entonces, pasarás por la vida sin desarrollarte. Si por el contrario tu conciencia afronta los momentos, aunque sean rutinarios, y sacas lo adecuado y eres presente creo que puedes llegar a ser persona. Tanto en la oración como en el trabajo y relaciones humanas no puedo caer en el tedio y en lo gris por muy monótonas que parezcan todas.