EL SILENCIO – I

Jesús en el desierto, de Macha Chmakoff

Jesús en el desierto, de Macha Chmakoff

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Vivir el silencio como un valor orientado a la escucha del Silencioso, requiere empezar a construir la casa desde abajo, y no desde el tejado. Por eso es imprescindible poner unos medios, de lo más externo a lo más interno, que nos ayuden a cimentar la casa sobre roca.

Publicamos hoy la primera parte de una reflexión sobre el silencio, de Carlos Gutiérrez Cuartango, Prior del Monasterio de Sobrado.

(Para leer en PDF, pincha aquí)

Silencio y relación con uno mismo y con Dios

El silencio es una observancia fundamental en la vida monástica. Cuando hablamos de observancia, enseguida lo asociamos a una norma o a una disciplina impuesta que se debe cumplir. Si nos quedamos sólo en que es una norma, en su cumplimiento, entenderemos el silencio de una manera muy superficial y raquítica. Tampoco vamos a hablar solamente de un silencio interior que no está sostenido por un ambiente externo de silencio, porque eso sería caer, igualmente, en una visión dualista del valor del silencio monástico.

Trataremos de hablar del silencio como un valor esencial de la vida monástica, que supone obligatoriamente una observancia externa. El silencio es un valor, un instrumento que necesitamos y del que nos valemos para aquello que venimos buscando al monasterio: la búsqueda sincera del rostro del Dios vivo.

Tenemos, pues, que enfocar la vivencia del silencio de un modo diferente y desde la perspectiva correcta: desde el lado en el que se sitúa aquel que ha recibido un don al ser llamado por pura gracia a vivir el carisma cisterciense. Y todo don lleva implícita una tarea; don y tarea son inseparables, van juntos siempre de la mano.

El monje, la monja, buscan siempre el silencio, necesitan del silencio, desean el silencio, porque saben que en el silencio habita el Silencioso, el Absoluto, el Inefable. Y creo que con lo dicho no estoy descubriendo la pólvora, no os descubro nada nuevo que no sepáis ya.

Para sanar la memoria necesitamos del silencio. Lo necesitamos y expresamente lo buscamos, porque hay tantos ruidos en nosotros que nos impiden la memoria Dei, buscar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas, con todo el ser.

Ruidos que son pensamientos de toda clase, sentimientos, emociones, imaginaciones, fantasías, recuerdos, etc. Ruidos que refuerzan los prejuicios, las comparaciones, los resentimientos de la memoria enferma. Ruidos que interfieren la comunicación verdadera con los hermanos, porque impiden reflexionar, dejándonos a merced de nuestras compulsiones. Ruidos que nos impiden vivir con atención y vigilancia, a la escucha de las mociones del Espíritu Santo.

Vivir el silencio como un valor orientado a la escucha del Silencioso, requiere empezar a construir la casa desde abajo, y no desde el tejado. Por eso es imprescindible poner unos medios, de lo más externo a lo más interno, que nos ayuden a cimentar la casa sobre roca.

  1. Comenzar por lo más exterior: callarse

Hay que empezar callándose. Es la forma más externa de abordar el problema de la verborrea, de las palabras superficiales y de tantas reacciones descontroladas y compulsivas como tenemos por falta de silencio y reflexión. Estamos  acostumbrados a ser irreflexivos, a no pararnos un momento antes de decir una palabra.

Pero no hagamos del callarse un absoluto; callarse es solamente un medio. Sería una pena quedarnos en que el silencio es solamente mutismo, cerrar la boca. Si cerramos la boca no es por misantropía, sino para dar paso a la propia escucha, a la reflexión; para ayudar a poner en orden nuestros ruidos. Pero por algo es necesario comenzar. Es prácticamente imposible empezar a intuir lo que es el silencio interior sin antes saber callarse.

2. El recogimiento de los sentidos

Los sentidos son los receptores corporales a través de los cuales percibimos el mundo que nos rodea: aquello que se puede captar por la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Los estímulos que recibimos del exterior y que son captados por los sentidos, generan unas sensaciones agradables, desagradables, placenteras, dolorosas, etc., que van a ser filtradas por el cúmulo de nuestras grabaciones, de nuestra memoria. Las sensaciones no caen en una tábula rasa, sino que van a ser seleccionadas y manipuladas por el filtro de nuestra memoria enferma, desde la que vamos a repetir más de lo mismo, es decir, las interpretaciones insanas de una manera, además, automática: juicios condenatorios, prejuicios, etc.

Por eso, si lo que pretendemos es modificar el filtro, tendremos que comenzar por no darle combustible para que no trabaje, porque, si se lo damos, va a producir lo único que sabe, lo que ha hecho durante toda la vida.

Es tal la inseguridad psicológica que tenemos, que ello nos obliga a estar continuamente pendientes del exterior, algo así como si tuviéramos un radar encendido a la búsqueda del alimento cotidiano, como si tuviéramos las antenas listas a la caza de cualquier movimiento. Es como si fuéramos esponjas que lo absorbemos todo, porque necesitamos, por inseguridad, estar al corriente de todo lo que ocurre en nuestro entorno. Y lo cierto es que esta extraversión nos hace más mal que bien, por lo que acabo de explicar acerca del filtro impuro, de la memoria enferma.

Por lo tanto, es necesario no darle trabajo a nuestro reproductor enfermo. Es necesario el ayuno de los sentidos: no ver, no oír, no oler, no gustar y no tocar. No buscar ocasiones de provocar un agravamiento y una postración de la memoria enferma. Es imprescindible un ayuno de los sentidos radical; es una terapia de choque necesaria.

Recogimiento de los sentidos que se hace desde la perspectiva de lo que venimos buscando, y esto es esencial no perderlo nunca de vista; ayuno de los sentidos como medio imprescindible que nos ayude a conseguir el fin que anhelamos: el silencio interior como alimento necesario para la sanación de la memoria, para ser menos dependientes, para curar los prejuicios, los juicios, etc.

Decía Sta. Teresa de Jesús que el molino muele aquello que le echas. Si a mi molino, a mi cabeza, a mi memoria le doy a comer demasiadas sensaciones externas, entonces lo que va a moler es disipación, distracción y dependencia externa. Como además la memoria está enferma, va a producir negatividad y mentalidad vieja: más de lo mismo, repitiendo incansablemente los mismos patrones. Por otra parte, éste sería el momento adecuado para discernir las lecturas, relaciones, etc., que convienen a cada una en su proceso de sanación.

Recordar una vez más, que no deberíamos entender esto como una norma, sino como un medio ascético que el monje utiliza desde su opción fundamental, desde la libertad, desde la decisión a conseguir lo que realmente quiere y desea, que es la sanación de su memoria.

3. Atención a lo interior

Cuando pongamos por obra el callar y el recogimiento de los sentidos, facilitaremos entonces el estar atentos a lo interior y seremos más conscientes de los ruidos que nos habitan. Es muy probable que al estar volcados hacia el exterior, ignoremos qué es lo que nos ocurre por dentro.

Contrariamente a lo que pudiéramos suponer, cuando prestamos atención a lo interior, nos encontramos con la desagradable sorpresa de que hay muchos más ruidos de los que esperábamos. Da la impresión de que éstos se multiplican, pudiendo, incluso, provocarnos un enorme rechazo por lo insoportable que puede llegar a ser la situación.

Es la hora de la verdad, la oportunidad para tomar conciencia de lo que hay en nosotros. Es el momento de recibir el don de la oración porque la necesitamos y anhelamos de verdad. Y no de una meditación cualquiera, sino el don de una oración profunda y continua, en la que vamos a ver qué es lo que tenemos dentro de casa, y vamos a descubrir muchísimas cosas que no van a gustarnos absolutamente nada.

En definitiva, el silencio nos pone en una disposición de escucha para saber qué ruidos nos habitan y qué es lo que hay en nuestro interior. Nos ayuda a dar un giro fundamental en la orientación de nuestra mirada que ahora se dirige hacia uno mismo, lo cual, por una parte, nos predispone a no depender del exterior y, por la otra, motiva una fuerte pasión por lo interior.

Con la atención a lo interior, nos adentramos en un mundo nuevo y desconocido, un mundo verdaderamente apasionante; pero nos metemos de lleno en la misma boca del lobo.

Con la memoria Dei y con la atención a lo interior el monje inicia la peregrinación al corazón, al lugar íntimo donde reside su verdad más auténtica, donde habita el Espíritu Santo. Es un camino áspero y duro, como el camino del desierto. Se apoya en la Palabra de Dios y en el recuerdo de Dios como en dos muletas que le conducen al combate espiritual del desierto.

Una historieta para estar al menos prevenidos, no nos vaya a pasar lo mismo:

Cierto día, Dios estaba cansado de las personas. Ellas estaban siempre molestándolo, pidiéndole cosas. Entonces dijo: “Voy a irme y a esconderme por un tiempo”.
Entonces reunió a sus consejeros y dijo: ¿Dónde debo esconderme?
Algunos dijeron: “Escóndase en la cima de la montaña más alta de la tierra”. Otros: “No, escóndase en el fondo del mar. No van a hallarlo nunca allí”. Otros: “No, escóndase en el otro lado de la Luna, ése es el mejor lugar. ¿Cómo lo hallarían allí?”.
Entonces Dios se volvió hacia el más inteligente de sus ángeles y le inquirió: “¿Dónde me aconsejas que me esconda?”.
El ángel inteligente, sonriendo, respondió: “¡Escóndase en el corazón humano! ¡Es el único lugar adonde ellos no van nunca!”
¡Bella historia! Sencilla, sabia y muy actual.

Es francamente duro tomar contacto con los ruidos que nos aturden: pensamientos, sentimientos, actitudes, miedos, juicios, complejos…todo lo que constituye nuestra sombra, todo lo que no nos gusta de nosotros mismos y que rechazamos de plano. No podríamos adentrarnos por el desierto, si no es porque somos llevados por el Espíritu Santo. Los signos que certifican que es Él quien nos conduce y guía son la necesidad y el deseo de purificar la memoria; esta memoria que tanto nos hace sufrir por estar enferma y, que, de una vez por todas, queremos sanar.

La atención a lo interior requiere unas condiciones sin las cuales la empresa en la que nos introducimos estaría abocada al fracaso:

a) Para empezar, la atención a lo interior requiere una actitud básica por la que se está totalmente dispuesto y abierto para ver y observar todo lo que acontezca. Para lo cual, necesariamente la atención debe estar marcada por la cruz, en el sentido de estar disponible a encontrarse con muchísimas cosas que no me gusten. Sólo puede comprenderse semejante actitud como un don de la gracia de Dios, si no, ¿por qué habría de estar dispuesto a contemplar cosas tan feas y desagradables?

Si solamente pretendo con el ejercicio de la atención buscar consuelo, entonces ésta se haría aún más insoportable. Sin embargo, si estoy dispuesto a ver lo feo, lo desagradable, lo que me desagrada, posiblemente descubriré en mí una capacidad desconocida: que la sombra tiene menos fuerza de lo que a primera vista me pensaba. Habitualmente sufrimos porque no queremos sufrir, de tal manera, que cuando nos organizamos para no sufrir, sufrimos por el miedo a sufrir. O sea, que hay que abrazarse a la cruz de Cristo, vencedora del mal y de la muerte.

b) Son necesarios también tiempos y lugares exclusivamente dedicados a la escucha y a la observación de los ruidos. Es preciso prestar atención en todo momento: conocerse en el silencio, en el trabajo, en la oración, en las relaciones fraternas, familiares y sociales, etc. Pero será muy difícil adquirir esta destreza en todos los momentos a lo largo de la jornada, si antes no cultivamos la atención en momentos especiales en los que solamente nos ocupemos de esto.

Esos momentos dedicados expresamente al ejercicio de la atención, nos ayudarán a ser conscientes de que todos los ruidos que tenemos pertenecen al pasado o al futuro. Veremos cómo nunca vivimos lo que tenemos que vivir, el aquí y el ahora, porque los pensamientos pertenecen siempre al pasado o al futuro. Los recuerdos y la imaginación nos apartan del momento presente, del discurrir de la vida, de la manifestación de Dios que es de instante a instante.

El pasado y el futuro nos atascan, nos paralizan, nos impiden caminar ligeros de equipaje, volar, atender al Señor que hace nuevas todas las cosas. Se trata de estar presentes a lo que, en cada momento, pensamos, sentimos o hacemos. Una breve historia:

Un famoso gurú se iluminó. Sus discípulos le preguntaban: “maestro, ¿qué consiguió como resultado de su iluminación? ¿Qué le dio la iluminación?”.
El hombre respondió: “bien, voy a contarles lo que ella me dio: cuando como, como; cuando miro, miro; cuando escucho, escucho. Eso fue lo que ella me dio”.
Los discípulos replicaron: “¡pero todo el mundo hace eso!”.
Y el maestro se rio a carcajadas: “¿todo el mundo hace eso? ¡Entonces todo el mundo debe estar iluminado!”
La cuestión es que casi nadie hace eso, casi nadie está aquí, vivo. La persona que es constantemente consciente, la persona que está totalmente presente en cada momento: ésa es el Maestro.

c) Escuchar y observar los ruidos. Inquirir sobre el origen de los pensamientos, de los sentimientos, de las emociones, de los celos, de los miedos, etc. Ver cómo se generan y cómo van tomando consistencia. Observar: sin rechazarlos, sin enjuiciarlos, sin condenarlos, sin seleccionarlos, porque, de no hacerlo así, estamos manifestando que no deseamos saber lo que nos habita, la enfermedad que tanto nos duele.

Atrevernos a ver que la enfermedad está ahí, ponerla nombre con valentía, e invocar el nombre redentor de Jesús implorando su misericordia, para que Él acuda en ayuda de nuestra debilidad. Confiar absolutamente en aquel pasaje tan bello de la carta a los Romanos: ¿quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Dificultades, angustias, persecuciones, hambre, desnudez, peligros, espada? Dice la Escritura: “Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza” (Sal.43, 23). Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni soberanías, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes, ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom.8, 35-39). Jesús es el que vino a sanar a los enfermos; el Señor de la gloria que descendió a los infiernos: dice la escritura: “Subió a lo alto llevando cautivos, dio dones a los hombres” (Sal.67, 19) ¿Qué significa ese ‘subió’ sino que también ha bajado a esa tierra inferior? (Ef.4, 8-9). Pero el Señor solamente puede curar aquello que le presentemos para ser curado.

d) Atención en todo momento, especialmente en las relaciones interpersonales. Aprender a conocernos en la relación con los demás es un privilegio de la vida comunitaria del monje. Es una de las asignaturas de la Escuela de la Caridad. Los otros son muchas veces como espejos en los cuales puedo verme reflejado. Aprender por qué reacciono de esta o aquella manera, cómo surge este problema, de dónde arranca este ataque de cólera, por qué estoy contristado, por qué siento celos, etc. Es principio de sabiduría conocerse a uno mismo. Conocerse a sí mismo bajo la mirada del amor incondicional de Dios; por eso es tan importante no dejar de invocar el nombre del Señor en todo momento y circunstancia.

El objeto de la atención es uno mismo. No interesan los demás, sus defectos o faltas. Lo que nos interesa es conocernos a nosotros mismos. En este sentido, sí que me interesa saber por qué yo hago problema de que esta o aquella persona tenga esta reacción, o esa actitud, o aquel comportamiento. Por qué fulanito tiene tanto poder sobre mí, a qué se debe que permita a menganito colarse tan dentro de mí, que pueda entrar hasta la cocina. Cómo me llama siempre poderosamente la atención esa sentencia que dice: Es más fácil calzarse unas zapatillas, que alfombrar toda la tierra. Para una oración profunda, para una atención productiva es necesaria la actitud de calzarse las zapatillas.

12 comentarios en “EL SILENCIO – I

  1. alfredo prette dijo:

    Magnífica reflexión, muy actual y transparente, sabia, tranquiliza el alma leer sus líneas en estos tiempos ruidosos y de gritos, gracias P. Carlos!!!

  2. Gonzalo dijo:

    Enseñanza directa, sin tapujos ni adornos, sencilla, asequible y al alcance de cualquiera que esté dispuesto a caminar hacia dentro. Muchas gracias .

  3. José de María Auxiliadora. dijo:

    Buenas noches en el Nombre del Señor.
    He leido este texto en presencia del Santísimo, en la Capilla de Adoración Eucarística Perpetua de mi ciudad.
    En Su presencia. Rodeado de silencio.
    Quiero buscarLe y encontrrarLe en mi corazón.
    Gracias por escribirlo.

  4. María Dolores dijo:

    En el silencio de la madrugada encuentro y leo este camino de la búsqueda del silencio ,sencillo,entendible y luminoso. Deseo y añoranza del silencio. Gracias!Mar

  5. Mane dijo:

    Magnífica reflexión,muy clara pero muy difícil. Parece solo acta para personas tocadas especialmente por el Espíritu. Produce tristeza pensar que no es para todos.
    Carlos. Gracias por esta exposición magnífica sobre la oración contemplativa

  6. Mane dijo:

    Es un don de Dios se da o no. Alguien me dijo que no vasta la voluntad. Aunque el deseo y el anhelo son cosa de Dios,quizás la constancia y ese deseo sean camino para que se de esa oración de corazón.

  7. Fernando dijo:

    Querido hermano, para aquietar la mente, los ruidos, entrar en el silencio ¿Es bueno seguir la respiracion?, es parecido al meditar por ejemplo con la oracion del corazon?

    Oraciones

    Un abrazo

  8. H. Pilar Menéndez de la Vega Abajo dijo:

    ya hace un tiempo, que me preocupa ese alcanzar el silencio, y haciendo el retiro «sanación de la memoria I, he dado con su escrito sobre el silencio, me he encontrado muy a gusto y centrada, espero trabajar todo lo que pueda para conseguirlo, pero lo primero es comprar unos auriculares a una hermana, para que escuche la radio ella sola. ¿ No se si es un medio egoísta ?.

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