Te doy gracias, Padre…

Iglesia de la Abadía de la Fille-Dieu, en Suiza

Jesús de Nazaret era un gran orante. ¡Qué digo! Era -para nosotros sus seguidores- el Gran Orante: Identificado con el Padre, buscaba siempre la voluntad de Dios y su Reino. Sus palabras y sus obras proclamaban que el ¨dedo de Dios¨ estaba actuando. Y nada se explicaba en él sin que guardara relación con el Padre y la misión encomendada.

Los evangelios nos lo presentan como el que equilibra bien su jornada y sabe buscar tiempo de oración -a solas, en descampado-, por más entregado que esté a recorrer aldeas y ciudades, a frecuentar las sinagogas y acudir al Templo: no sólo para orar, sino para comunicar y enseñar lo rumiado y vivido en su vida de oración y unión con el Padre. Nada de extraño, pues, que ante esa actitud permanente, los discípulos quieran saber cómo orar en cuanto discípulos de tal Maestro (¿No lo había hecho Juan con los suyos?). Sabemos que la formulación recibida es la célebre del  padrenuestro.

Los evangelios nos señalan explícitamente cuatro momentos críticos, en oración: ante la polémica y contundente resurrección de Lázaro; en la Última Cena; en el Huerto de los Olivos; y en tres de sus siete palabras particularmente expresivas de cómo se veía y sentía en la Cruz. Señalan también la noche pasada en oración antes de la elección de los Doce.

Fuera de esas situaciones “cumbres”, tenemos ahora -en un momento “llano“- la oración del Te doy gracias, Padre (Mt 11, 25-30).

Se ha dicho que destaca como el Tabor en la llanura de Esdrelón: El Tabor no es llamativamente alto, (588 m.), como lo llama el evangelista con optimismo esplendente de transfiguración, pero es cierto que la llanura lo destaca y lo hace  más alto, por contraste. Ciertamente es arduo arribar a su cumbre, por el continuo zigzag en su ladera.

Pues bien, esta oración solitaria, con su propio relieve, refleja la rica interioridad de Jesús ante cómo está viendo a sus destinarios oyentes.

Ya había echado antes una mirada a cómo iba la acogida de su mensaje.

  • De ahí salió la “parábola” del sembrador o, mejor, “alegoría” porque describe cada elemento de la misma que adquiere significado y refleja el fruto de la siembra a boleo…: fruto desigual según fuera acogida la Palabra de Dios: en situación de camino, pedregal, espinas y -¡felizmente!- de terreno apto, que da un porcentaje bueno y consolador en los campos de Palestina.
  • En esta oración del Te doy gracias, Padre, se pone de relieve cómo la mirada de Jesús constata que los misterios del Reino quedan ocultos, en general, a la gente sabia y entendida y, en cambio, son revelados a la gente llana y sencilla. Lejos de lamentarse por aquellos a quienes les quedan ocultas “estas cosas”, asume la realidad de la situación, con humildad y serenidad desde su relación con el Padre: Gracias, porque así te ha parecido bien.

Mira que le dolió la ceguera de los que “veían” pero no aceptaban lo que veían… y, en cambio, le agradó tanto:

  • la sencillez y naturalidad del centurión, cuyo siervo curaría Él gustosamente: a distancia y al instante, por más señas;
  • la del ciego de nacimiento, que llegó, agradecido e iluminado, hasta la aceptación y adoración confesante del Mesías, como Luz del mundo, a quien tenía delante mismo, según le acababa de decir Jesús, el sanador;
  • la de los niños: alborotadores, sí, pero abiertos y sin barreras ni vericuetos personales complicados;
  • y, cómo no, la de la cananea ante la demora de Él mismo en  agraciarla: Cierto, no es de casa, como los hijos de Israel, pero en la casa hay cachorrillos que comen a gusto las migajas que dejan caer los niños. Ante esta sencillez, Jesús exclamó: Mujer, grande es tu fe; que se haga como crees: Y a los “hijos de casa” les dirá a propósito de la fe llanamente expresada por el centurión: Os aseguro que no he visto fe tan grande en el mismo Israel. Y, afirmando rotundamente la necesidad de la sencillez, llegará a decir: Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos.

Sencillez:

  • que acoge la verdad, venga de donde venga, aunque sea de un adversario o un analfabeto;
  • que sabe reconocer los propios errores, y los aprovecha agradecido, adquiriendo así la sabiduría de los años.
  • que habla de la limpieza del corazón (corazón de niño) no “tocado” por el propio nivel de cultura y de experiencia de la vida, ni por los propios mecanismos de defensa.
  • sencillez, totalmente libre en apertura cordial a la acogida de la verdad y de las situaciones y el consiguiente compromiso.

Jesús ama la sencillez, tan ausente en general en los “sabios y entendidos”, prisioneros como están en su nivel de superioridad religiosa.

Jesús ama la sencillez: como su propio espacio. En ella se presenta y se nos ofrece para nuestra propia experiencia existencial:

Venid a mí los que estáis cansados y agobiados: Yo os aliviaré. Mi yugo es suave, ajusta perfectamente su curva a vuestro cuello como hecho a la propia medida. La carga es ligera, proporcional a vuestra situación. Las dificultades no superan el alcance de nuestras posibilidades, aunque la propia fragilidad sea propensa a no admitirlo. Así comprobaréis que soy manso y humilde de corazón: es decir, con la fuerza en la debilidad, y la sabiduría de quien muestra su omnipotencia en la misericordia que nunca se cansa. Abierta siempre a ser experimentada en nuestras vidas, porque su amor no tiene fin.

Como Jesús, agradezcamos -con sencillez y humildad de corazón- el aprendizaje que nos posibilita ser como Él desde la experiencia personal en las propias circunstancias de la vida. En ellas, mirémosle a Él y comprobaremos su bondad y suavidad y, de paso, lo llevadera que es siempre su carga.

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