Tú has deseado el amor de mi corazón

El grito de la discípula | Enrique Mirones, monje de Sobrado | 1999

¡Oh gran Dios, Padre de todas las cosas, cuya luz infinita es oscuridad para mí, cuya inmensidad es para mí como vacío! Tú me has llamado por tu propia iniciativa porque Tú me amas en ti mismo y yo soy la transitoria expresión de tu inagotable y eterna realidad. No te conocería, estaría perdido en esta oscuridad, caería desde ti hacia el vacío, si no me retuvieras en ti mismo, en el corazón de tu único Hijo engendrado.

Padre, te amo aunque no te conozco, Te abrazo aunque no te veo, y me abandono a ti a quien he ofendido, porque Tú me amas en tu único Hijo engendrado. Lo ves en mí, lo abrazas en mí, porque Él  ha querido identificarse completamente conmigo mediante el amor que lo condujo a la muerte, por mí, en la Cruz.

Vengo a Ti como Jacob en los ropajes de Esaú, o sea, en el mérito y en la preciosa sangre de Jesucristo. Y Tú, Padre, que has querido ser como un ciego en la oscuridad de este gran misterio que es la revelación de tu amor, pon tus manos sobre mi cabeza, y bendíceme como a tu único Hijo. Has querido verme sólo en él, pero al querer eso has querido verme como soy en realidad. Pues el ser pecador no es mi ser real, no es el ser que has querido para mí, y apenas si es el ser que yo mismo quise. Y ya no quiero más este falso ser.

Pero ahora, Padre, vengo a ti en el ser mismo de tu Hijo, pues su Sagrado Corazón es el que ha tomado posesión de mí y ha destruido mis pecados y es él quien me presenta ante ti. ¿Y dónde? En el santuario de su propio Corazón, que es su palacio y templo donde los santos te adoran en el cielo.

Permite que éste sea mi único consuelo: que tú, mi Señor, seas siempre amado y alabado dondequiera que yo esté.

Los árboles te aman sin conocerte. Las azucenas y las flores del maíz, con su sola presencia, proclaman que te aman, sin ser conscientes de tu presencia. Las nubes oscuras y bellas se mueven lentamente a través del cielo, meditando en ti como niños que ignoran sus sueños mientras juegan.

En medio de todas estas cosas, yo te conozco, y sé que estás presente en todo. En ellas y en mí, conozco el amor que ellas no conocen y, lo que resulta más conmovedor, me avergüenza la presencia de tu amor en mí. ¡Oh generoso y terrible amor que tú me has dado, y que nunca existiría en mi corazón si no me amaras! Pues, en medio de esos seres que nunca te han ofendido, soy amado por ti aunque aparezca como alguien que te ha ofendido. Bajo los cielos me ves y perdonas mis ofensas  pero soy  yo quien no las he olvidado.

En la soledad descubrí al fin que Tú has deseado el amor de mi corazón, ¡oh Dios mío!, el amor de mi corazón tal cual es: el amor del corazón de un hombre.

Encontré y he conocido, gracias a tu gran misericordia, que el amor del corazón de un hombre abandonado, quebrado y empobrecido, es, por ello,  más amable para ti, atrae la mirada de tu piedad, y que ése es tu deseo y tu consuelo, ¡oh Señor mío! para estar más cerca de quienes te aman y te llaman Padre. Tal vez no tengas un consuelo mayor (si así puedo expresarme) que consolar a tus afligidos hijos y a quienes vienen a ti, pobres y con las manos vacías, sin otra cosa que su humanidad, sus limitaciones y una gran confianza en tu misericordia.

Padre mío: sé que me has llamado para vivir a solas contigo, y para aprender que si no fuera un simple hombre, un sencillo ser humano capaz de todos los errores y de todo el mal – también capaz de un frágil y errático afecto por ti – no sería capaz de ser tu hijo. Deseas el amor del corazón de un hombre porque tu divino Hijo también te ama en el interior del corazón humano y él se volvió hombre a fin de que mi corazón y su Corazón pudieran amarte en un solo amor, que es amor humano nacido y movido por tu Santo Espíritu.

Así, pues, si no te amo con amor de hombre, con simplicidad de hombre y con la humildad de ser yo mismo, nunca gustaré la plena dulzura de tu misericordia paternal. Y tu Hijo –  en cuanto a mí respecta y a mi vida – habría muerto en vano.

¡Señor, ten piedad!

Ten piedad de mis tinieblas, de mi debilidad, de mi confusión.

Ten piedad de mis infidelidades, de mis cobardías, de mi ir y venir dándole vueltas a las cosas; de mis evasiones, de mis claudicaciones.

No pido otra cosa sino ésta: tu misericordia, siempre, en todo. Señor, ten piedad.

Mi vida aquí, en Getsemaní es esto: un poquitín de soledad y muchas cenizas.

Casi todo son cenizas. Lo que más he apreciado son cenizas. Lo que he dejado para el final, es, quizá, un poco más sólido.

Señor, ten piedad. Guíame. Haz que otra vez quiera ser santo, que sea un hombre de Dios, incluso en medio de esta desesperación y confusión.

No estoy pidiendo necesariamente claridad, un camino llano, sino solamente caminar según tu amor; seguir las sendas de tu piedad, confiar en tu misericordia.

Thomas Merton (1915-1968), monje del monasterio cisterciense de Gethsemani (USA)

6 comentarios en “Tú has deseado el amor de mi corazón

  1. Luis Vázquez dijo:

    ¡Señor, ten piedad!

    Ten piedad de mis tinieblas, de mi debilidad, de mi confusión.

    Ten piedad de mis infidelidades, de mis cobardías, de mi ir y venir dándole vueltas a las cosas; de mis evasiones, de mis claudicaciones.

  2. Ma.Dolores Taboada dijo:

    ¡Señor, ten piedad!
    Ten piedad de mis infidelidades, de mis cobardías, de mi ir y venir dándole vueltas a las cosas; de mis evasiones, de mis claudicaciones.

  3. mari dijo:

    (…) si no te amo con amor de hombre, con simplicidad de hombre y con la humildad de ser yo mismo, nunca gustaré la plena dulzura de tu misericordia paternal. Y tu Hijo – en cuanto a mí respecta y a mi vida – habría muerto en vano.

    ¡Oh, feliz culpa!

  4. vicenta rúa lage dijo:

    Gracias. Merton tenía esas cualidades, tan cistercienses de la humilde sencillez y la profundidad esencial.

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