Bernardo de Claraval, bandera discutida, ‘quimera de su siglo’, fue un hombre audaz, apasionado, que supo armonizar el vigor y la ternura, la fragilidad con el coraje, la amistad con la soledad. Entra en la trama sinuosa y complicada de la historia de su tiempo, rompe con el estándar monástico, siendo un monje atípico que vive el recogimiento en el bullicio, la austeridad en los palacios, la pobreza en la abundancia, el silencio en la predicación. Leyendo algunos de sus textos, se tiene la impresión de estar ante un profeta, un místico, ante un innovador y, al mismo tiempo, ante un hombre sencillo y humilde, enamorado de la humanidad de Cristo, ante un hombre tímido que quiere desaparecer.
San Bernardo es un hombre de su tiempo. Los acontecimientos eclesiales y las transformaciones socioculturales de la época le influyen y él se deja influenciar por ellas. Dios habla en la historia de los hombres, Bernardo escucha esta voz, la presta atención, la discierne y la transmite. Su temperamento, no siempre ecuánime, da a la recién fundada Orden del Císter, su impronta singular, siempre en proceso de reforma, de renovación y de adaptación.
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