Refundación de Sobrado – 50 años

En el próximo día 25 de julio (o más exactamente, en la tarde del día 24, con la celebración de las primeras vísperas de la Solemnidad del Apóstol Santiago) se cumplirán 50 años de la vuelta de los monjes cistercienses a Sobrado – procedentes de la Abadía de Viaceli, en Cantabria – después de una ausencia de más de 130 años, a causa de vicisitudes históricas conocidas de todos. El texto que sigue, de Carlos Gutiérrez Cuartango, Prior de la comunidad, nos da el enfoque que queremos poner en la celebración del cincuentenario.

Comunidad de fundadores con el Abad de Viaceli (casa fundadora) – 1966.07.25

El Monasterio de Santa María de Sobrado cumple 50 años de su refundación. Mediante la celebración festiva de este medio siglo de incardinación en la diócesis de Compostela, en pleno corazón de Galicia, pretendemos sacar a la luz aquello que habitualmente está oculto, eso que pertenece a nuestra esencia, pero que casi siempre perma­nece en la sombra. Queremos poner luz, colorido y calor, ambiente de gozo y de paz a la monótona realidad de cada día, para agradecer que la Vida misma de Dios ha impregnado nuestra historia, transformándola en Historia de Salvación. Celebrar festivamente nuestra cotidiana vida comunitaria es, en primer lugar, asumir en su totalidad la propia realidad de nuestra frágil pero bendecida andadura, conscientes de que es sólo en esa realidad en la que se ha propiciado y sigue dándose el verdadero encuen­tro con Dios. Todo es gracia.

Con esta conmemoración queremos expresar nuestro agradecimiento al Señor Jesús por este milagro cotidiano de ser reunidos, congregados, alentados y sostenidos por Él en nuestra aspiración de ser una escuela viva de amor. Y también, nuestra profunda gratitud por todos los que a lo largo de estos años han hecho posible que hayamos llegado a este momento significativo de nuestro recorrido comunitario.

El renacimiento de Santa María de Sobrado acontece recién terminado el Vaticano II, por el cual nos sentimos urgidos a volver a los orígenes y a beber en las fuentes y hemos podido redescubrir el talante eminentemente profético de nuestra vida. En este contexto, hace 50 años, es refundado el Monasterio de Santa María de Sobrado. Este panorama supuso crisis, momentos de oscuridad propios de tiempos de gestación y creatividad, en orden a mantener la tensión necesaria, nunca resuelta, entre identidad y relevancia. Por estar afianzados en una larga tradición, esta búsqueda ha requerido de nosotros una apertura arriesgada para dejar a Dios ser Dios. Lógicamente, todo ello ha exigido de nosotros mucho coraje para no sucumbir a la eterna tentación de la idolatría, por esa compulsiva necesidad que tenemos de domesticar a Dios. La historia, que es maestra de vida, nos enseña cómo, una y otra vez, los hombres caemos en la tentación de hipotecarnos a la seguridad y a lo conocido, resistiéndonos a la aventura del Espíritu, recortándole las alas y haciendo de Dios un diosecillo de juguete a merced de nuestras necesidades, deseos y proyecciones.

Deseando permanecer a la escucha del Santo Espíritu de Dios, hemos intentado apostar por la experiencia del Dios de Jesús, encarnado y transcendente a un tiempo, a la hora de relacionarnos con Dios, con el mundo, con los hombres, y con nosotros mismos. Se podría decir que, en el marco constitucional de los valores monásticos, hemos avanzado en la dirección de ir haciendo reajustes en el modo de enfocarlo, y consiguientemente en la jerarquía de los valores, en su ordenación y acentuación. Pero, a pesar de este titánico esfuerzo, aún no está todo hecho, ni mucho menos. Nuestra época se caracteriza por correr, y además a un ritmo vertiginoso, y viene etiquetado con fechas de caducidad inminentes. Verbos como moverse, caminar, buscar, explorar, que implican un alto nivel de riesgo e inestabilidad con la consiguiente propensión a los errores y a las equivocaciones, son expresión de la dinámica a la que nos urge el futuro, que nos gusta contemplar como signos inequívocos de que hay profusión de vida.

Somos conscientes de que el monacato suscita en mucha gente un interrogante sobre la vida, y esto tanto en creyentes como en no creyentes. Son muchas las personas que sienten curiosidad sobre nuestra peculiar forma de vida. La experiencia de Dios a la que está llamado el ser humano se traduce en nuestras sociedades, en muchos casos, en experiencia del vacío, del sin sentido, sin un punto de referencia estable. Y en la Iglesia puede que exista demasiado miedo a vivir en la marginación social que produce el pluralismo relativista que inunda nuestras sociedades, y que exige una profundización en la universalidad de la salvación como promesa para todo ser humano. El monacato puede poner una nueva luz en la medida en que vivamos una auténtica novedad evangélica en nuestro modo de ser y estar en medio del desierto de tantas vidas.

En la Iglesia la voz del monacato es recibida, me parece, entre admiración, incomprensión, e indiferencia. A pesar de la autonomía que tenemos los monasterios, es posible que en la mentalidad de algunos sectores de la vida monástica exista una sumisión incuestionada o al menos acomodaticia a lo institucional. En nuestros orígenes no era así, sino más bien todo lo contrario. Muchas de las personas que se acercan a nuestros monasterios buscan el rostro del Dios vivo en un estilo de vida asequible, más comprensible al ser humano y al evangelio, sin el aparato mediático, dogmático y ortodoxo que aleja a muchos de la vida eclesial oficial.

Quizás, por ello, sentimos que los monjes deberíamos ser hombres de fe y no de religión. Nuestro origen nos marca. La vida monástica nació como una contestación al momento en que la vida de los cristianos pasó, de la fe descubierta, asumida y personalizada, a la pertenencia sociológica a una religión organizada, jerarquizada políticamente y cada vez más anónima. A partir de ese momento, una gran mayoría de cristianos se empiezan a preocupar más de la ideología que de la vida, y de ejercer el poder sobre los otros más que de vivir los valores evangélicos en la comunidad de los creyentes. Esta contestación creo que tiene que seguir presente en nuestra relación con la Iglesia.

Me parece que a todos los monasterios llegan personas que por diversos motivos se sienten marginados, juzgados, acallados, no respetados, excluidos de la vida eclesial por diversas pobrezas, ignorancias, opciones, dudas, visiones, condiciones o incomprensiones. Personas que se sienten ahogadas por el dogmatismo y que, con razón o sin ella, buscan un espacio donde poder sentirse acogidos, respetados, redimidos, miembros del Pueblo de Dios. Los monasterios tendrían que ser lugares donde se haga visible la oferta de salvación gratuita de Dios, que visibilicen que el Don de Dios antecede cualquier visión o carencia (en todo orden de cosas) que tenga la persona. Que la condición de Hijo de Dios la posee por el hecho de ser humano, y como tal, heredero de la vida eterna.

En la Iglesia aún no es suficientemente diáfana una apuesta valiente por la universalidad de la salvación, sino más bien una posición defensiva en la que nos encontramos actitudes auto-protectoras, barreras ante el progresivo pluralismo cultural y religioso, miedo ante la ciencia, ante el pensamiento, ante el arte; una sospecha persistente ante lo nuevo, ante la falta de relevancia social, hacia las ideas que proceden de otros. Los monasterios podríamos ser el lugar donde se encontraran y reconciliaran los sueños y esperanzas de gran número de personas, el impulso del Espíritu que anida en cada ser humano, en su actividad, en su creatividad, en su afán de saber, en su búsqueda de sabiduría y sentido, como un signo de que el Amor de Dios antecede, enciende y alimenta el deseo de todo ser humano por hallar la verdad, por sentirse digno y ser respetado. Mostrar un rostro de Iglesia sin miedo al hombre, a su vida; una Iglesia que escucha, acoge, impulsa, no para sí, sino para el bien de cada uno. Un rostro de Iglesia que no condena a las personas sino que hace de espejo para que se miren tal y como son, con sus miserias y grandezas, pero siempre envueltas en el Amor de Dios. Una Iglesia que se deja interrogar y convertir por los impulsos de vida que vienen de todos los lugares donde habita el ser humano. Un rostro de Iglesia que sabe que el Espíritu es libre y no se ajusta a nuestros cauces oficiales, sino que sopla donde quiere y como quiere. Una Iglesia que se hace humilde ante el desbordamiento del Espíritu en toda la tierra y que sólo aspira a oír su voz de manera cada vez más nítida.

Nos gustaría ser hombres de fe, con la lucidez suficiente para saber que ninguna institución, edificio o persona puede contener y acaparar en sí la verdad y la novedad del Evangelio. Y que sólo desde la fe podemos leer la debilidad humana como lugar donde se despliega la fuerza de Dios. Jesús no eligió morir fuera de las murallas de Jerusalén, no quiso ser expulsado como un blasfemo de la religión que profesaba, fue llevado allí sin contar con su voluntad, pero asumió y así redimió también el destino de los derrotados del mundo. Así nos reveló la cara más humana de Dios: el Dios que se deja crucificar y muere para que el mundo tenga Vida.

Todo es gracia. ¡Qué buena idea cerrar los ojos para ver claro! Cuando se ha aprendido a servirse de ellos para mirar adentro, no hay nada que no se vea por fuera mucho mejor (Paul Claudel). La experiencia que el monje tiene de Dios, va haciendo de él una persona cada vez menos prejuiciada, menos dogmática, más humanizada, con un talante comprensivo y tolerante y, por lo tanto, con una visión más católica (en el sentido de universal) de la realidad. Desde esta perspectiva, deseamos que nuestro monasterio sea un espacio vivo de silencio y de oración, en el cual, creyentes y no creyentes, pueden hacer una parada para hallar aguas vivas en el desierto de su existencia, o para reconfortar y reavivar su fe. La palabra que emerge de un auténtico silencio contemplativo, tiene una fuerza comunicativa capaz de sintonizar, universalmen­te, con el corazón humano. Queremos acoger a las personas por el simple hecho de ser personas, por ser hijos de Dios, independientemente de su raza, clase social, lengua, sexo, cultura o religión; que puedan hallar un lugar en el que se manifieste el sentido de la gratuidad, donde encuentren una parábola de comunión fraterna, un testimonio vivo de plenitud festiva en la monotonía, de presencia silenciosa y orante, en el que rezume una sensibilidad solidaria con todos y con todo. Un hogar en el que los que se acercan puedan encontrar una acogida incondicional y un acompañamiento integral, en el que se palpe el cuidado de la dimensión estética, de la revitalización litúrgica y del cultivo de la espiritualidad. Quien no encuentra a Dios en sí mismo, no lo encuentra jamás fuera. Pero el hombre que ha visto a Dios en el templo de su propia alma, lo verá también en el templo del universo (Ramakrisna).