Autoconocimiento y Amor de Dios I

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 14-9-2013
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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Introducción

Quisiera empezar aclarando la elección del título del tema que vamos a tratar en este curso. La verdad es que no me satisface totalmente, porque lo que me hubiera gustado poder haber expresado en él, es la íntima conexión que existe entre la revelación del Amor de Dios y la revelación del propio conocimiento. Es decir, ambas revelaciones corren parejas: en la medida que nos adentramos en el conocimiento amoroso de Dios, vamos, también, conociéndonos a nosotros mismos, y penetramos de lleno en el corazón de la humanidad. Y esta es la aventurada pretensión del tema propuesto, contestar a esta doble y, al mismo tiempo, única cuestión: Señor, ¿Quién eres Tú? (pregunta teológica) y ¿quién soy yo? (pregunta antropológica).

La espiritualidad, es decir, la vida en el Espíritu es la respuesta viva y vital a estos dos grandes interrogantes del ser humano, y que sólo van a ser satisfechos en el laboratorio experiencial de la propia existencia.

El dilema de san Pablo, es también nuestro propio dilema, el que nos impulsa a buscar una respuesta que de sentido a este aparente contrasentido en nuestra vida: ¿Por qué no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero? (Rm. 7, 19). Por cierto, no se trata de una pregunta de poca importancia. En su respuesta se juega nuestra postura íntima y decisiva ante Dios. ¿Quién es para mi, qué represento para Él, qué espera de mi y qué no espera…, cómo es mi respuesta ante él, cómo entiende mi debilidad?

En la homilía que Carlos Maria tuvo el pasado domingo, se nos adelantan ya algunas pistas que iremos desarrollando a lo largo de la exposición de este año: 

El Maestro Eckhart dice: “La gente que busca la paz en las cosas exteriores, sea en lugares o en modos o en personas o en obras, o en el extranjero o en la pobreza o en la humillación, por grandes que sean o lo que sean, todo esto, sin embargo, no es nada y no da la paz. Quienes buscan así, lo hacen en forma completamente equivocada: cuanto más lejos vayan, tanto menos encontrarán lo que buscan. Caminan como alguien que pierde el camino: cuanto más lejos va, tanto más se extravía. Pero entonces ¿qué debe hacer? En primer término debe renunciar a sí mismo, con lo cual ha renunciado a todas las cosas. En verdad, si un hombre dejara un reino o todo el mundo, y se quedara consigo mismo, no habría renunciado a nada. En cambio, cuando el hombre renuncia a sí mismo —no importa la cosa que retenga, riquezas, honores o lo que sea— entonces ha renunciado a todo”.

…Jesús es el umbral que nos coloca ante el Misterio. Sabe que la paz, que tanto anhelamos, solo la encontramos renunciando a nosotros mismos. El camino es perderse en el seno de Dios; para esto estamos hechos. Él lo tiene muy claro: Mi alimento es hacer la voluntad del Padre.

Hay un drama que acompaña cada ser humano: es el miedo de desaparecer, de no contar, de no ser reconocido, en definitiva, es el miedo de morir. Aunque sepamos que cuando nuestro pequeño yo pierde el protagonismo, todo se aligera y la vida gana otro sabor, hay en nosotros un núcleo de resistencia que obstinadamente nos aprisiona.

Hay un paso importante en nuestro itinerario espiritual: dejarse llevar. Es otra forma de hablar de la experiencia del Espíritu: ese Soplo que nos lleva. Curiosamente hay gestos que brotaban en nosotros espontáneamente cuando éramos niños, que hoy reconocemos como herramientas fundamentales en el arte espiritual. Posiblemente aún habitan en nuestras memorias la alegría suscitada por ser llevado de la mano. Una mano firme y, a la vez, tierna que nos enseñó a caminar por la vida, sin miedo, con el gozo de ser amados. Ahora, adultos, nos cuestan tanto los gestos simples de la confianza. Medimos, calculamos y nos quedamos tantas veces atrapados en la argumentación de nuestra resistencia. ¿Por qué es así? Probablemente porque a lo largo de la vida, empezando por nuestra más tierna edad, fuimos heridos en nuestra confianza. Y porque el pasado nos persigue, la tentación es protegernos. Vivir a la defensiva, cultivando en nosotros un espacio donde nadie entra, como si fuera nuestra pequeña fortaleza, donde miramos a todo y a todos como potencial amenaza, no es más que esclavitud disimulada de seguridad. Renunciar a sí mismo o, lo que es lo mismo, ser discípulo de Jesús, es la mejor forma de amarse uno mismo. Cuanto más nos encerramos en nosotros mismos, más se nos escapa la paz; solo la encontraremos en la confianza de quien se abandona como niño en brazos de su madre.

Dicho de otra manera, vamos a intentar acercarnos al misterio de la vida humana contemplado a la luz de la fe en el Dios de Jesús, el Dios de la Gracia y de la Misericordia, el Dios que se reveló a San Pablo:

“Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mi la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, es cuando soy fuerte (2 Cor 12, 7-10).

Si bien, como dije antes, todo lo vamos a ir viendo en el laboratorio experimental de la vida, es necesario irlo elaborando día a día, sin pausa, en el silencio. Y aquí traigo a colación algo muy bello de Moratiel que titula “La silla”, esa silla en la que nos sentamos y nos paramos, esa silla de la meditación:

El silencio no se vive en función de una lectura erudita. El silencio es quedarse sosegado en el asiento, en una silla. Es dejar que todo, sobre todo nuestro ego, se detenga, se pare, se asiente de modo que todo se aquiete: las frustraciones, las inseguridades, las dudas, la soledad del aislamiento, los temores, los miedos, las cobardías, todo sobresalto, toda agitación.

¡Qué manera tan sencilla de sumergirse en el fecundo silencio, en la gratuidad de la vida! Sentarse es abandonar, despojarse, vaciarse, menguarse, empequeñecerse.

La silla, un mueble para aprender a vivir.

El ego es inhóspito; el silencio es hospitalario, acogedor y receptivo.

La silla, una pausa iluminadora como un amanecer. El ego es lo que de enemistad y de hostilidad tiene la vida.

La silla tiene alma de serenidad, de calma, de silencio. El ego es lo que de sobresalto tiene la vida, el gesto hosco que nos distancia.

La silla separa del ajetreo, del crujir, de las idas y venidas, de las vueltas y revueltas, del ir y venir.

Hacia la paz se va en una silla a lo largo de los años, y una hoguera íntima nos alienta.

Si la silla sustituye a la prisa, viene la calma. Si el ego sustituye al amor, viene el conflicto.

Cuando el ego se instala y se fija y se calcina definitivamente nos volvemos ego, sólo ego, ambición, desamor. Es el reino del ego helador y congelador.

La silla nos devuelve la única verdad íntima que se halla adentro. La silla, un espacio para estar con el infinito, con el amor, con la paz que nos inunda y fluye en calma.

En la silla nos volvemos presa del adentro. Volverse silla es volverse quietud y paz.

La silla nos guía al adentro; el ego al afuera, es un estorbo, es distanciamiento, es separación, es un callejón sin salida.

La silla nos invita a dar un paseo por el alma. Es la silla nos habita el silencio, nos volvemos habitantes del silencio. Nadie nos cuida, nos pastorea tan amorosamente como la sobriedad de una silla.

De un silencio peatonal, viajero, volvemos a un silencio más sosegado y de asiento.

Todo lo que os voy a decir no es original mío. Me apropio de la sabiduría de personas a las que admiro con la única intención de que la Vida del Espíritu se nos comunique a través de estas palabras.

Y para finalizar esta introducción os leo una cita que nuestras hermanas de la comunidad de Siria introducen en una carta dirigida a la Orden en pleno conflicto bélico y que ellas asumen como vocación; las palabras son de Isaac el Sirio:

«No se te ha establecido para llamar a la venganza contra los acciones y contra los que las cometen, sino para invocar sobre el mundo la misericordia, para cuidar de que todos sean salvados y para unirte al sufrimiento de cada hombre, tanto justo como pecador»

Comienzo del tema

Tenemos un peligro en la espiritualidad que consiste en hacerse a la idea de que se puede llegar a Dios por el propio esfuerzo. Lafrance define este falso concepto de perfección con estas palabras:

Los hombres han imaginado en general la perfección como un continuo crecimiento o como un proceso de ascensión con más o menos dificultades, pero como un logro del esfuerzo humano. En consecuencia elaboran una determinada ascética o técnicas de oración que luego ofrecen a la magnanimidad espiritual de los otros como medio para ayudar los a escalar los peldaños de la perfección. Si un dirigido habla con su director espiritual de la imposibilidad de lograr ese objetivo recibe muchas veces esta respuesta: basta con intentarlo. En el último peldaño de esta subida se trasforma automáticamente este intento en flor de libertad.

Pero no. No podemos llegar a Dios por el propio esfuerzo. Lo paradójico consiste en que todo esfuerzo nos lleva a constatar que con él solo, nadie puede ni hacerse mejor ni llegar a Dios. No podemos lograr solos el ideal que amamos. En un momento dado llegamos a tocar techo en nuestras posibilidades y a comprobar allí que solos fracasaremos irremediablemente y que únicamente la gracia de Dios puede cambiarnos.

Si Jesús se dirige intencionadamente a los pecadores y publicanos es por la sencilla razón de que los encuentra abiertos al amor de Dios. Por el contrario, los que se tienen por justos, reducen frecuentemente sus intentos de perfección a un monorrítmico girar en torno a sí mismos. Vemos a un Jesús tierno y misericordioso con los débiles y pecadores pero aceradamente duro en su crítica contra los fariseos. Tienen indudablemente aspectos buenos y quieren agradar a Dios en todo lo que hacen: pero no caen en la cuenta de que en su intento por observar todos los preceptos se están buscando en realidad a sí mismos y no a Dios. Son voluntaristas, creen poder hacerlo todo y solos. Les importa mucho menos encontrarse con el amor de Dios que con el cumplimiento literal de la ley. Quieren hacerlo todo por Dios pero piensan que no necesitan de Dios. Lo único verdaderamente importante es el cumplimiento de los ideales y normas que se han prefijado. De tanto mirar a la letra de los preceptos se olvidan de la voluntad de Dios que en ellos se contiene. Dos veces se lo echa en cara Jesús en el evangelio de san Mateo: Misericordia quiero y no sacrificios (9, 13).

Preguntas para la reflexión:

1.- ¿Qué experiencia tengo de la Misericordia de Dios en mi vida?
2.- ¿Qué experiencia tengo de las palabras del Maestro Eckhart, de que cuando el hombre renuncia a sí mismo, entonces ha renunciado a todo?
3.- ¿Cuál es mi silla, la que me guía al adentro y me invita a dar un paseo por el alma?

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5 comentarios en “Autoconocimiento y Amor de Dios I

  1. silencio dijo:

    Buenos días, perdón por no formular bien la pregunta, es si en caso de alguna duda sobre algo del tema propuesto puede uno preguntar aquí, y poder expresar la riqueza de lo que uno puede ir descubriendo con la gracia de Dios, muchas, gracias, por su atención, y gracias, por brindarnos este pequeño curso de ayuda, un buen día para toda la comunidad.

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