Autoconocimiento y Amor de Dios V

 

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 11-1-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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Acabábamos la última charla diciendo cómo el viaje de regreso a casa nos lleva a través de nuestra capa de sentimientos, reconectándonos con nuestra vulnerabilidad, nuestra confianza y nuestra inocencia. Este viaje incluye un peregrinaje a través de los miedos y el dolor del niño interior. Y añadíamos –al terminar- cómo las crisis en la vida pueden ser oportunidades que se me ofrecen para crecer en sencillez y amor por la vida. Antes de meternos a conocer a este niño temeroso y asustado que habita en nuestro interior, vamos a avanzar un poco más donde lo dejamos el último día.

Adoptar un enfoque sin presión ni juicio

En este enfoque no es importante saber desde qué espacio venimos, sólo es importante aprender a reconocer lo que sucede. No importa si nos estamos protegiendo o estamos sintiendo; si estamos actuando o nos encontramos en nuestra energía; si estamos centrados o reactivos, cerrados o reactivos, cerrados o abiertos. Lo importante es que empecemos a intimar con nosotros mismos, pues cada estado, cada reacción, tiene una razón. El enfoque aquí es el de validar el paquete entero, dándonos espacio y aceptación. En esta atmósfera sin presión ni juicio conseguimos sanar, y todos los sentimientos enterrados afloran a la superficie de manera natural.

Por eso es preciso que las aspiraciones, sentimientos y necesidades sean analizados previamente si se quiere llegar a la verdad de Dios. De no hacerlo así lo que se encuentra no es Dios sino una subjetiva proyección de Dios. La vía espiritual de la contemplación y unión con Dios pasa por el análisis de nuestros pensamientos y deseos. La conciencia de la propia vulnerabilidad es un método muy útil para llegar a la conclusión de la propia incapacidad para mejorarnos a nosotros mismos.

Las lágrimas por los pecados eran para los antiguos monjes expresión de una profunda experiencia de Dios. En este sentido escribe Isaac, el Sirio:

El que es capaz de reconocer sus pecados es más grande que el que por su oración resucita a un muerto; el que durante una hora es capaz de lamentarse y llorar los errores de su vida es más grande que el que imparte sabias lecciones sobre el universo; el que reconoce sus debilidades es mayor que el que tiene visiones de ángeles; el que sigue a Jesús en soledad y compunción es más admirable que el que provoca incendios de entusiasmo con su palabra en las iglesias.

Cada uno tiene su propio proceso individual de curación. Esta curación implica dejar al descubierto material reprimido en nuestro inconsciente para redescubrir nuestra perdida vitalidad. Implica ponernos en contacto con nuestro perdido amor por nosotros mismos y nuestro anhelo de Dios o la unidad, nuestro anhelo de reconectar con el todo una vez más. Es importante que le permitamos a nuestro proceso individual desarrollarse en su propia manera especial.

El pecado entendido como vivir desde el personaje

Entiendo que el hablar de pecado es algo que a algunos puede resultarles un poco fuera de lugar. Sin embargo -quizás en otro registro-todo esto de lo que venimos hablando tiene que ver con el asunto de lo que llamamos pecado, que en definitiva me conduce a “hacer lo que no quiero, y lo que quiero no lo hago”. El pecado es la compensación de los sentimientos de indignidad que se encuentran en la capa de la vulnerabilidad, y que se orientan hacia la capa de protección, hacia el personaje, haciéndonos vivir en la falsedad. La experiencia de la salvación es la rendición, la entrega de dicha vulnerabilidad al Amor Incondicional de Dios. Por eso, podríamos hablar de la ambivalencia de la vulnerabilidad: Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia. Es decir, lo mismo que es causa de pecado, es causa de salvación al conocer el Amor Incondicional que Dios nos tiene.

El verdadero querer, por lo tanto, es el que nace del núcleo del ser y no de la capa de protección, y entronca precisamente con nuestro deseo fundamental, que es la Voluntad de Dios.

No existen atajos en los recorridos del espíritu. Intentar aplicar técnicas espirituales para eliminar o superar rápidamente las exigencias elementales de la naturaleza humana, sus sentimientos o naturales procesos de desarrollo, está destinado al fracaso. La espiritualidad exige ante todo situarse en el propio camino espiritual partiendo siempre de la propia realidad; incluyendo necesariamente en ella la vitalidad, la sexualidad, la vulnerabilidad, el ser de necesidades. Lo contrario significaría saltar por encima de lo negativo en el sujeto, utilizando un bypassing espiritual para llegar más rápidamente a Dios. Pero lo que se encuentra entonces no es el verdadero Dios sino una mera proyección de Dios. Desde la capa de protección nunca vamos a poder encontrarnos con Dios.

Se atribuye a Isaac de Nínive este consejo:

Esfuérzate por penetrar en la sala de los tesoros de tu interior y te encontrarás en los salones del cielo. Aquélla y éstos son una misma cosa. Una sola entrada permite ver la una y los otros. La escala del cielo está oculta en el interior de tu alma. Salta desde el pecado para bucear en lo más profundo de tu alma y encontrarás una escalera para ascender. El camino hacia Dios es aquí bajada a la propia realidad. El salto para bucear en las profundidades se da desde el trampolín del pecado. Es él precisamente el que me puede lanzar al abandono de los ideales del espíritu forjados por mí mismo y lanzar me a las profundidades del alma. Allí están juntos mi corazón y Dios. Allí está también la escalera para ascender a él.

(Un breve inciso: al escuchar estos textos de monjes antiguos o de los padres, sería bueno que tuviéramos en mente el esquema antropológico que venimos manejando de las tres capas: la capa de protección, la capa de la vulnerabilidad y el núcleo del ser).

Y el abad Doroteo de Gaza dice en la misma línea: Tu caída, dice el profeta, (Jer 2, 19) se convertirá en tu educador. Exactamente la caída, la falta, el pecado, puede convertirse en pedagogo que enseña el camino hacia Dios. Doroteo cree que todas las dificultades con que tropezamos e incluso las mismas faltas y fracasos están siempre llenos de sentido. Como dice un autor anónimo: Algún día todo tendrá sentido. Así que, por ahora, ríete ante la confusión, sonríe a través de las lágrimas y síguete recordando que todo pasa por una razón.

Es decir, es como si Dios supiera que todo eso podía ser positivo para mi alma. Por eso sucedió así. Nada de lo que Dios permite carece de sentido. Al contrario, todo tiene necesariamente un sentido y está ordenado a un fin. Por lo tanto, no hay razón alguna para dejarse deprimir y hundirse ante los graves errores cometidos porque todo sucede bajo la mirada providente de Dios como elemento cooperante de sus santos proyectos. Cuando suceden cosas adversas que no esperamos ni deseamos, siempre nos preguntamos: ¿por qué? ¿por qué a mi? Y digo, y ¿por qué no?

Nuestro ejercicio ascético, nuestro tiempo de “silla”, no confronta con la fortaleza sino con la debilidad, con la experiencia de que no podemos mejorar sin la gracia de Dios de la que dependemos en todo. Debo, por tanto, desconfiar de mí y de mis posibilidades para contar sólo con las posibilidades de Dios en cuyas manos me pongo.

A pesar de todos los fracasos, toda la tradición espiritual habla y llama a la práctica de la ascética. Porque sin el esfuerzo de la ascética o entrenamiento espiritual, la gracia vendría a ser entendida como un tapa agujeros muy cómodo, como la define Bonhoeffer. Cuando llego a la convicción de que, a pesar de mis esfuerzos, no logro mejorar en la vida espiritual, estoy en disposición de comprender mejor el significado de la gracia y lo que el cura rural escribía en su diario en la novela de Bernanos: Todo es gracia.

La ascética no consiste en hacer pruebas de fortaleza sino en conocer los propios límites para fiarse del que es Infinito. A veces no le queda a Dios otro remedio para llevar al hombre al conocimiento de su debilidad que permitir su pecado. Dice Isaac de Nínive:

Cuando a Dios ya no le queda otro remedio, permite el pecado, y lo permite para llevar al hombre al conocimiento profundo de su debilidad y flaqueza. Es el último remedio, y a veces se sirve Dios de él porque su fuerza se manifiesta mejor en la debilidad.

En mi pecado –cuando tomo conciencia de él- se desvanecen todas las vanas ilusiones que me había formado sobre mí y sobre mi camino espiritual. En él compruebo que toda mi ascética no me ha servido de nada para evitar el pecado y llego a la conclusión de que no puedo darme a mí mismo garantías de no pecar más. Seguiré cayendo si Dios no me sostiene. Puedo ensayar todos los métodos posibles, pero sin la ayuda de Dios seguiré siendo y sintiéndome siempre débil. Si soy capaz de llegar a esta sincera conclusión, ya no me queda otro remedio que el de entregarme a Dios. Esta entrega hace caer por tierra todos los muros de separación que yo había levantado entre mí y Dios. Me quedaré con las manos vacías pero es mejor así porque me ayudará a capitular ante Dios. La culpa será entonces una “feliz culpa” que me convencerá de mi propia nada. No puedo darme garantías fiables. El pecado me remite con fuerza a Dios, único capaz de cambiarme.

Todo depende de la manera de interpretar mis experiencias y de reaccionar ante ellas. Porque puedo interpretar mi experiencia de pecado como una traición y reaccionar con violentos autorreproches. Esta reacción me llevaría fácilmente a una situación de depresión interior y de resignación. Puedo reaccionar restando importancia al pecado y entonces mi vida espiritual quedará aburguesada. Puedo también desplazar el pecado, ciego para reconocerlo, y entonces me convierto en fariseo. La espiritualidad verdadera me invita a intentar descubrir en el pecado la oportunidad ofrecida de abrirme totalmente a Dios. Por supuesto, con esto no se invita a nadie a pecar conscientemente (la mística del pecado de la que hablaba Rahner). Debemos luchar sin descanso para ser trasformados por Dios y, a pesar de todo, nos volveremos a ver sorprendidos en pecado. Pero si nos reconciliamos con esta situación, si confesamos nuestra insuficiencia en la lucha por la perfección, en esa confesión encontraremos la gran oportunidad de entregarnos a Dios. Por el pecado hace Dios que caiga toda máscara de nuestro rostro y se derrumben los muros de esquematismos artificiales que habíamos levantado. Entonces podemos presentarnos sin máscaras y pobres ante Dios para que su bondad nos dé forma y nos guíe.

En el Diario de un cura rural insiste constantemente Bernanos en la idea de que todo cuanto puede sucedemos termina por desembocar en Dios, lo mismo la decepción que la propia maldad e incluso el mismo pecado. Diario de un cura rural no es -o, al menos, no sólo- una novela sobre el sacerdocio, sino una obra sobre la fe y sobre la Iglesia. Encerrado en su “mediocridad”, el joven cura de Ambricourt no se siente capaz de oponerse al mal que ve en sí mismo y en los demás. Pero descubrirá que la grandeza de la Iglesia no depende de la brillantez de sus miembros, sino del triunfo del Resucitado que se refleja en los suyos, los más débiles, los pequeños como él, y que sólo quienes tienen la sencillez que da el espíritu de infancia pueden reconocer. En ésta una novela sobre la Gracia, que se impone al estupor y el rechazo del protagonista y que convierte su miseria y su incapacidad en camino para una salvación que es de otro mundo. Y es una novela sobre la Iglesia, cuyo rostro resplandece a la luz de la Gracia.

Por ejemplo, a las réplicas de la hija del conde que dice: Si la vida me decepciona, me da lo mismo. Me vengaré y pagaré mal por mal…, responde el cura: A Dios se lo encontrará usted a cada instante. Láncese siempre adelante cuanto quiera. Llegará un día en que se resquebrajará el muro y por todas sus brechas se abrirán puertas hacia el cielo. También sus fracasos personales y los de su parroquia llevan al cura a un amor más depurado de Dios. Ya próximo a la muerte se trasforma en amor toda la anterior desconfianza ante sí y ante sus fracasos:

La peculiar desconfianza de mi persona comienza a esfumarse y esta vez para siempre. La lucha toca su fin. Ahora ya no puedo comprenderla. Me he reconciliado conmigo, con esta pobre envoltura mortal. Odiarse es mucho más fácil de lo que se piensa. La gracia consiste en olvidarse. Pero si muriera toda clase de orgullo, la gracia de las gracias consistiría en aprender humildemente a amarse como parte que somos, aunque insignificante, del doliente cuerpo de Cristo.

El fracaso personal suele generar desconfianza. Pero hasta esa misma desesperación puede abrirnos a la gracia de Dios que nos sostiene.

El staretz Silvano del Monte Athos, donde vivió con fama de santo según la tradición del monacato antiguo y donde murió en 1938, cuenta que una noche, mientras luchaba en vano contra los demonios, oraba así a Dios: Los orgullosos sufren constante acoso de los demonios. Señor, tú eres misericordioso; dime qué debo hacer para conseguir la humildad del alma. Y el Señor respondió: piensa constantemente en el infierno sin desesperar.

Con esta respuesta quedó Silvano purificado en el espíritu y con el alma en paz. ¿Pero qué puede significar este pensar constantemente en el infierno sin desesperar? El infierno es la absoluta separación de Dios, significa desgarramiento interior, endurecimiento, vacío. Ese infierno existe en nuestro interior. Si no nos evadimos de él con el pensamiento, si no borramos del pensamiento la imagen de este abismo del alma y lo hacemos sin desesperar, podemos comprender que solamente Dios puede librarnos de ese infierno, que la conversión tiene lugar en las profundidades interiores y que la salvación de Cristo nos llega en los momentos que nos parece de mayor necesidad y abandono. Olivier Clément vivió en su propio cuerpo la experiencia de Silvano. Vio claro que la salvación de Cristo llega hasta el infierno, tal como lo celebra la liturgia pascual: A partir de hoy todo se llena de luz, el cielo, la tierra y el mismo infierno.

Recordemos las palabras de san Pablo: Te basta mi gracia. Porque mi fuerza se manifiesta principalmente en la debilidad ( 2 Cor 12, 9). Lo paradójico en la vida espiritual consiste en la posibilidad de experimentar la fuerza de Dios en nuestra flaqueza. En nuestra ascética tenemos a veces el sentimiento y auto-convicción de poder seguir solos adelante en la conquista de las virtudes. Llega el fracaso y entonces nos damos cuenta de la inutilidad de nuestros esfuerzos y de la absoluta necesidad de la gracia de Dios. La gracia se instala en nuestra flaqueza y se trasforma allí en fuerza del Espíritu. (No podemos olvidarnos una vez más del modelo que hemos tomado de las tres capas).

El Espíritu sólo puede trasformamos cuando le dejamos abrir brechas y penetrar por ellas. Antes tiene que derribar murallas, fortalezas y castillos. La gracia no es una especie de cobertor que se extiende y lo tapa todo. Dice Louf:

La gracia llega más al fondo que nuestro propio subconsciente, es lo más profundo en nuestro castillo interior y necesita desarrollarse a través de la psique y del cuerpo. Normalmente turbará toda la psique, la desarticulará y la ensamblará de nuevo, la herirá y la curará, la llevará por rectas y por curvas.

La gracia no destruye la naturaleza sino que edifica sobre ella y la perfecciona. Puede ser también operativa sobre el yo llevándole al punto cero de sus profundidades. La decisiva prueba espiritual de su vida lleva al buscador al borde de la desesperación, al límite de las posibilidades de perder el control mental de sí mismo. A tal extremo puede llegar si la gracia no le saca de los abismos de su debilidad. Nada hay de extraño. Cuando caen los muros de una falsa humildad y de una falsa perfección todo comienza a ser otra vez posible. Cuando se le vienen abajo al buscador todos los ideales en los que había puesto su ilusión y confianza no le queda otra solución posible que la de entregarse totalmente a Dios.

Y quizás, ahora hayamos entendido un poco mejor lo que os decía antes, que el pecado es la compensación de los sentimientos de indignidad de la vulnerabilidad que se orienta hacia la capa de protección, el personaje. La experiencia de la salvación es la rendición, la entrega de dicha vulnerabilidad al Amor Incondicional de Dios. Por eso de la ambivalencia de la vulnerabilidad: Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia.

Quiero acabar, a propósito de lo dicho, con un cuento lleno de sabiduría:

Cada mes  el discípulo mandaba religiosamente a su Maestro un informe que detallaba su progreso.
En el primer mes escribió: “Siento una expansión de la conciencia y experimento mi unidad con el universo”. El Maestro echó una ojeada a la nota y la tiró al bote de basura.
Al mes siguiente, escribió: “Finalmente he descubierto que lo Divino está presente en todas las cosas”. El Maestro pareció decepcionado.
El tercer mes las palabras entusiastas del discípulo exclamaron: “El misterio del Uno y de la multiplicidad ha sido revelado ante mi mirada de asombro”. El Maestro sacudió su cabeza y volvió a tirar la carta al bote de basura.
La siguiente carta decía: “Nadie nace, nadie vive y nadie muere, porque el yo egoico no existe”. El Maestro alzó sus manos al cielo en total desesperación.
Después de esto pasó un mes, luego dos, luego cinco, y finalmente un año entero sin recibir noticia. El Maestro decidió que era hora de recordarle al discípulo su deber de mantenerlo informado acerca de su progreso espiritual.
Entonces el discípulo respondió: “¡A quién le importa!”.
Al leer esto, una mirada de gran satisfacción cruzó la cara del Maestro.

Es decir, cuando nos rendimos ante el Amor Incondicional de Dios, cuando hacemos entrega de lo que hay y somos, con nuestra capa de protección y nuestra vulnerabilidad vividas desde el núcleo del ser, entonces uno vive en Dios, sigue siendo el mismo pero ya no vive identificándose con el personaje y todo lo que ello conlleva, de tal manera que vive con una armonía y una serenidad inviolables. 

Preguntas para la reflexión:

1.- ¿Puedo compartir algo sobre mi proceso de sanación interior?
2.- ¿Qué puedo compartir de esa “ambivalencia” de la vulnerabilidad que puede ser fuente de pecado o de salvación?

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