Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 28-6-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses
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Cuando hacemos una meditación más profunda –un trabajo de “silla”- encontramos el espacio para sentir el dolor o el miedo interior en lugar de reaccionar de forma automática con una estrategia. Sólo la meditación nos ayuda a distanciarnos.
Los miedos de supervivencia que llevamos dentro son demasiado grandes y convincentes. Tiene que existir un espacio interior en desarrollo que solo se obtiene con la quietud de la meditación. La práctica de la meditación nos puede conectar con la armonía de la existencia y nos enseña gradualmente a dejarnos ir, volver a confiar y ser simplemente lo que somos sin tener que ajustarnos a ningún ideal.
Gran parte de nuestro condicionamiento está basado en evitar el miedo y el dolor. Como resultado, nos hemos procurado un estilo de vida basado en evitar estos sentimientos. En nuestra cultura hay muy poco apoyo al trabajo interior. Es difícil entrar a algún supermercado y oír por los altavoces alguna canción sobre el gozo de penetrar en tu interior, de sentir el dolor y entrar en meditación profunda. Al contrario, probablemente oiríamos algo como: “Mi chica acaba de dejarme y me siento tan triste. ¿Por qué la vida siempre me trata tan mal?”.
Se nos ha condicionado a escapar de nosotros mismos a través del encuentro con el “amor”. Dada la profundidad de nuestro miedo y nuestro dolor, existen motivos importantes para querer escapar de ellos, y una de las grandes decepciones con las que nos enfrentamos viene cuando creemos que encontraremos alguna persona que nos hará felices y los eliminará. Rara vez nos damos cuenta de que nuestra búsqueda y nuestros dramas “amorosos” son una forma muy eficaz de evitarnos a nosotros mismos, así que gran parte de nuestra huida del miedo proviene de nuestras relaciones amorosas como formas habituales e inconscientes de escapar.
Enfrentarnos a nuestros engaños sobre el amor.
¿Cuál es el tópico más íntimo que compartimos a menudo con un amigo o amiga cuando estamos tomando un café? Nuestras historias de amor, nuestras relaciones interpersonales. Son nuestra principal preocupación. No podemos vivir sin amor, pero encontrarlo y mantenerlo es muy difícil. ¿Por qué es que el amor que empieza con tantas esperanzas y promesas se convierte con el tiempo en una verdadera pesadilla? ¿Por qué es que el amor tan a menudo parece deteriorarse hasta convertirse en una lucha de poder o en fría indiferencia? ¿Y por qué es que repetimos los mismos patrones dolorosos una y otra vez?
Es imposible encontrar y mantener el amor hasta que no nos hemos enfrentado a nuestros miedos y hemos empezado a trabajar con ellos. Hasta entonces, nuestras relaciones amorosas sólo son una forma de intentar evitar enfrentarnos con el miedo.
A continuación vamos a hablar de tres estrategias que habitualmente usamos para evitar el miedo:
– Nos aferramos al convencimiento de que encontraremos a alguien que nos librará del miedo y del dolor, especialmente del miedo a nuestra soledad.
– Nos engañamos creyendo que somos autosuficientes, que básicamente podemos arreglárnoslas solos.
– Creemos que cuando surge el miedo o el dolor es por culpa de algo o alguien del exterior.
Estos son los tres engaños sobre el amor, que podríamos formular así:
1. Encontré a la persona perfecta
2. Puedo arreglármelas solo
3. Todo es culpa suya
Éstos son grandes engaños que hay que superar. Muy grandes. Mucho más de lo que a primera vista podamos imaginar. Llevan capas y capas de engaño. Traspasamos una capa sólo para darnos cuenta de que luego hay otra más. Las creencias erróneas y los comportamientos que les siguen quedan al descubierto en cuanto nos abrimos a otra persona. A menos que les dejemos al descubierto y nos hagamos conscientes de ellos, sabotearán continuamente nuestros esfuerzos por encontrar el amor.
1. El sueño romántico
Quizás nunca nos hayamos dado cuenta de lo fuertes que pueden ser nuestras adicciones y nuestro condicionamiento a creer en el sueño romántico. Puede que pensemos que como somos personas adultas y maduras, esto no se nos aplica a nosotros… ¡Nosotros buscar al príncipe o a la princesa encantada! Pero, posiblemente, a medida que vayamos adentrándonos en este trabajo interior vayamos cayendo en la cuenta de que algo o mucho podemos estar engañándonos.
A lo mejor lo hemos espiritualizado tanto que hemos creído que lo único que hemos hecho era creer que buscamos nuestra “media naranja” ó a nuestra “alma gemela”. No sé si realmente existen las almas gemelas, pero este concepto es simplemente romanticismo glorificado.
Seguramente que no pocas veces habré comenzado cada nueva relación lleno de expectativas de que por fin había encontrado a la pareja perfecta que me había estado esperando. Y al principio ciertamente parecía así, pero con el tiempo, al aparecer el conflicto y la frustración, llegaban la decepción y la desilusión. Entonces, en lugar de darme cuenta de que algo había dentro de mí que tenía que trabajar, culpaba a la otra persona por no satisfacer mis expectativas.
Este sueño nos ha seducido desde la niñez como los cuentos de hadas: “Existe un príncipe o una princesa maravillosos esperándote por allí y cuando le encuentres todos tus sueños se harán realidad.” A un nivel más profundo, lo que la voz decía era: “Cuando encuentres la persona correcta se habrán acabado el dolor y la soledad. La persona correcta te comprenderá y te amará profundamente y te dará todo su apoyo, respeto y sensibilidad”.
En otra versión, igualmente dañina, la voz dice: “En cuanto aparece el conflicto, es el momento de separarse. Los problemas significan que no eres compatible con tu pareja y, por tanto, no estás con la persona adecuada. Discutir, pelearse o intentar solucionarlo es una pérdida de tiempo y energía. No hay nada que se pueda solucionar, es hora de encontrar a otra persona. Las relaciones no deben ser nunca difíciles o convertirse en una lucha”.
Un cuento: Tras una acalorada discusión con su mujer, el hombre acabó diciendo: ”¿Por qué no podemos vivir en paz como nuestros dos perros, que nunca se pelean?”.
“Claro que no se pelean”, reconoció la mujer. “¡Pero átalos juntos, y verás lo que ocurre!”.
Mirando hacia atrás, algunos de nosotros, a lo mejor podamos caer en la cuenta de que uno de los refugios más comunes que hemos usado para llenar nuestro vacío interior han sido los engaños románticos. Al fin y al cabo, gran parte de nuestros condicionamientos están basados en perpetuar el mito de la relación amorosa ideal. La persona perfecta va a satisfacer todas nuestras necesidades. Desde la niñez se nos ha inculcado esta fantasía a través de libros, canciones de amor, la televisión y las películas.
Podemos mantener el sueño romántico durante el período de la luna de miel, cuando las cosas son lo suficientemente frescas y nosotros somos lo suficientemente inocentes como para mantener todas nuestras proyecciones en la otra persona. Entonces aún podemos creer que esto es el ideal y, además, la fantasía se mantiene por la gran ayuda que nos proporciona nuestra función hormonal.
Pero cuando eso se gasta y el tiempo empieza a revelarnos que nuestro/a amado/a no es tan perfecto/a como pensábamos, entonces comienzan los problemas. Es entonces cuando, o nos conformamos con algún arreglo codependiente, o nos largamos. Eso es lo que muchos hacen o hacemos durante años… pero ninguna de las dos opciones aportan gran cosa.
Un cuento: Una princesa árabe se había empeñado en casarse con uno de sus esclavos. Todos los esfuerzos del rey por disuadirla de su propósito resultaban inútiles, y ninguno de sus consejeros era capaz de darle una solución.
Al fin, se presentó en la corte un sabio y anciano médico que, al enterarse del apuro del rey, le dijo: “Su Majestad está mal aconsejado, porque, si prohíbe casarse a la princesa, lo que ocurrirá es que ella se enojará con Su Majestad y se sentirá aún más atraída por el esclavo”.
«¡Entonces dime lo que debo hacer!”, gritó el rey.
Y el médico sugirió un plan de acción.El rey se sentía un tanto escéptico acerca del plan, pero decidió intentarlo. Mandó que llevaran a la joven a su presencia y le dijo: “Voy a someter a prueba tu amor por ese hombre: vas a ser encerrada con él durante treinta días y treinta noches en una celda. Si al final sigues queriendo casarte con él, tendrás mi consentimiento”.
La princesa, loca de alegría, le dio un abrazo a su padre y aceptó encantada someterse a la prueba. Todo marchó perfectamente durante unos días, pero no tardó en presentarse el aburrimiento. Antes de que pasara una semana, ya estaba la princesa suspirando por otro tipo de compañía y la exasperaba todo cuanto dijera o hiciera su amante. Al cabo de dos semanas estaba tan harta de aquel hombre que se puso a chillar y a aporrear la puerta de la celda. Cuando, al fin, consiguió salir, se echó en brazos de su padre, agradecida de que la hubiera librado de aquel hombre, al que había llegado a aborrecer.
“La separación facilita la vida en común. Cuando no hay distancia, no es posible establecer relación”.
Rendirse al sueño romántico es fácil, pero eso no tiene nada que ver con rendirse al amor, pero la vida nos enseña por activa y por pasiva, y en ocasiones de forma muy dura, que lo romántico no tiene ninguna relación con la realidad. Mientras nos aferremos a la fantasía nunca tendremos la oportunidad de enfrentarnos a nuestra falta de confianza, a nuestros miedos o a nuestro dolor por no ser amados. Podemos buscar refugio en la esperanza de que algún día, alguien, de alguna forma… La fantasía romántica nos sirve de escudo contra el miedo porque nos impide ver y experimentar la vida tal como es. Con ella, proyectamos en la vida una idea de cómo creemos que debería ser. Vivimos esperanzados.
Cuento: “¿Cree usted que podrá darle a mi hija todo cuanto desee?”, le preguntó un hombre a un pretendiente.
“Estoy seguro de que sí, señor. Ella dice que todo lo que desea es a mí”.“Nadie lo llamaría amor si todo lo que ella deseara fuera dinero. ¿Por qué es amor si todo lo que ella desea eres tú?”.
2. Negación y falsa autodependencia.
Por educación y formación, parece ser que los varones nos identificamos más con este engaño que las mujeres.
Cuando éramos pequeños y mirábamos a nuestro alrededor lo que veíamos era gente que nos parecía muy autónoma y autosuficiente. No era ése un entorno que nos animara a sentir ni a expresar los sentimientos. Y esto puede haberse retrasado mucho tiempo antes de que pudiéramos descubrir ni tan siquiera lo que era una necesidad. Las enseñanzas que algunos de nosotros recibimos, nos inculcaron que la manera correcta de ir por la vida era desarrollando el potencial personal, trabajando duramente y ayudando a los demás con lo que haces y haciéndolo de la mejor manera posible. Son éstas lecciones valiosas, pero lamentablemente en ellas había un total falta de reconocimiento de mi vulnerabilidad. Posiblemente las aprendimos muy bien y nos volvimos muy autónomos y autosuficientes, muy buenos en conseguir resultados, pero negando totalmente la parte femenina.
Naturalmente, cuando por fin nos permitíamos acercarnos a una mujer, o a un hombre, antes o después la juzgábamos por ser demasiado insegura o necesitada.
Ésta es una manera muy engañosa de enmascarar el miedo porque cubría todos los miedos que teníamos sobre el acercamiento y el abandono. Quizás nunca habíamos sospechado que tuviéramos esos miedos dentro. La voz interior que escuchamos podía decir algo así como: “Tú puedes cuidarte a ti mismo, acepta tu soledad porque así son las cosas. Olvídate de intentar encontrar a alguien que te ame y te comprenda. De todas formas nunca lo conseguirás. Tú puedes ocuparte sólo de tus propias necesidades mucho mejor que ninguna otra persona. De hecho, no hay nada que no puedas proporcionarte a ti mismo y así te ahorrarás muchos problemas. Si empiezas una relación amorosa, acabarás, de todas formas, solo y decepcionado una vez más.”
Negando tener ninguna necesidad conseguíamos evitar el miedo a abrirnos a las mismas. Evitábamos sentirnos vulnerables o arriesgarnos a perder el control viviendo envueltos en una imagen de fortaleza propia, actividad, importancia, retos e independencia. Más tarde descubrimos que en la codependencia existe un nombre para este tipo de personas: se les llama “antidependientes”.
Alimentamos esa fantasía de autodependencia con adicciones; con compulsiones como el trabajo, el alcohol, las drogas, el sexo, etc. Para superar la negación no queda más remedio que salir del “trance de poder con todo”. Hacemos lo indecible -inconscientemente casi siempre- y hasta quedamos como hipnotizados para mantenernos fuera de nuestra vulnerabilidad y para “seguir adelante”, simulando que todo va bien y que nuestras necesidades están cubiertas. De esta manera lo único que tenemos en realidad es una vida privada sin intimidad ni profundidad.
Un cuento: En cierta ocasión, se hallaban reunidos en Escete algunos de los ancianos, entre ellos el Abad Juan el Enano.
Mientras estaban cenando, un ancianísimo sacerdote se levantó e intentó servirles. Pero nadie, a excepción de Juan el Enano, quiso aceptar de él ni siquiera un vaso de agua.
A los otros les extrañó bastante la actitud de Juan, y más tarde le dijeron: “¿Cómo es que te has considerado digno de aceptar ser servido por ese santo varón?”.
Y él respondió: “Bueno, veréis, cuando yo ofrezco a la gente un trago de agua, me siento dichoso si aceptan. ¿Acaso me consideráis capaz de entristecer a ese anciano privándole del gozo de darme algo?”.
La ilusión de la autodependencia nos sirve de escudo para nuestros miedos tanto como el sueño romántico. Lo hace escondiéndonos en el aislamiento en donde nunca nos vemos obligados a reconocer o enfrentar el miedo. No es hasta que no salimos de nuestro aislamiento y nos atrevemos a acercarnos a alguien que aparecen los miedos. El precio que pagamos por esto es no sentir nuestra vulnerabilidad y si no nos podemos sentir vulnerables, simplemente no podemos sentir el amor.
Quiero traer a colación una cita de la Dra. África Sendino, una gran mujer con verdadera vocación de médico que, ante la dramática aparición de un cáncer que la condujo a un desenlace final, dice en sus notas autobiográficas: He dedicado mi vida a ayudar a los demás, pero no he podido marcharme de este mundo sin dejarme ayudar por ellos. Dejarse ayudar supone un nivel espiritual muy superior al del simple ayudar. Porque si ayudar a los demás es bueno, mejor es ser ocasión para que los demás nos ayuden. Sí, lo más difícil de este mundo es aprender a ser necesitado.
3. Ser conscientes de la acusación
Con este engaño, todo lo que está mal siempre es culpa de la otra persona o es su problema, o puede ser culpa del entorno o de la situación. De alguna forma no podemos o no queremos ver que nosotros somos los responsables. La otra persona o la situación es sólo nuestro espejo. Para muchos, este engaño es el más difícil de superar. Darme cuenta de que mi culpa cubre un espacio interior donde me encuentro profundamente enfadado sin saber siquiera cuál es el motivo, es ya todo un paso adelante. Y desde ahí podremos descubrir que gran parte de esto proviene de traumas de la niñez y otra parte proviene de mi enfado con la existencia por haberme proporcionado dolor y decepción. Sin saberlo, he proyectado esa ira y dolor en mis parejas, amigos, en situaciones en las que me he sentido frustrado y negado.
En el calor de la decepción o la frustración, para muchos de nosotros ha sido casi instintivo moverse hacia la acusación en lugar de mantenernos en el dolor. ¿Y por qué no? Es mucho más cómodo acusar a alguien que sentir el dolor.
Un cuento: Un monje que siempre tenía problemas con los hermanos, pide a su abad irse a vivir solo. El abad le dijo que no era ése el remedio, pero insistió tanto, que le dejó ir.
Cuando llegó a la ermita, allá lejos, encontró la puerta cerrada, intentó abrirla de muchas maneras y, como no podía, empezó a patadas con la puerta, se enfadó, tiró la puerta… y cayó en la cuenta de que estaba solo, de que no había allí ningún hermano.
Acusar a alguien es bastante común. La acusación traslada la energía, de forma conveniente, a la otra persona y así no tenemos que mirarnos a nosotros mismos. Todos lo hacemos. En ese momento puede que ni se nos ocurra que hay algo en nosotros que deberíamos observar.
Cuando alguien me dice que debo tomar más responsabilidad estoy totalmente de acuerdo, pero luego agrego: “Pero es que estoy harta de que él pase siempre de mí, y estoy harta de que él no sea capaz de ver sus propios defectos.” Intelectualmente aprendemos con mucha rapidez, pero cuando nos enfrentamos con el dolor inmediatamente sale la acusación. Para volver a enfocar nuestra atención hacia dentro y darnos cuenta de que la otra persona es para nosotros sólo un espejo para aprender más sobre nosotros mismos, hace falta estar en constante estado de conciencia. Eso, realmente no es nada fácil de digerir.
Un cuento: Estaba un día Diógenes plantado en la esquina de una calle y riendo como un loco.
“¿De qué te ríes?”, le preguntó un transeúnte.“¿Ves esa piedra que hay en medio de la calle? Desde que llegué aquí esta mañana, diez personas han tropezado en ella y han maldecido, pero ninguna de ellas se ha tomado la molestia de retirarla para que no tropezaran otros”.
Por supuesto, no acusar a nadie no significa que no debamos establecer límites cuando sea necesario. Una de las cosas más difíciles en nuestro trabajo interior (“la silla”) es aprender a distinguir la diferencia. Acusar a alguien no es lo mismo que establecer un límite. Cuando establezco un límite, la energía se queda conmigo, no se la lanzo a la otra persona para hacerla ver que está equivocada. Establecer un límite aumenta mi autorrespeto y dignidad; la condena no lo hace.
La decisión de penetrar dentro
Cuando huimos de la soledad como quien huye de la octava plaga de Egipto, lo que solemos intentar es alejarnos de un escenario interior que nos inquieta, que nos provoca dolor, tristeza, ira, ansiedad, insatisfacción o confusión. El resultado de esa acción es que trasladamos el paisaje con nosotros, pero, más allá de la ilusión, no nos alejamos de él. Somos ese escenario. Al olvidarlo o al ignorarlo, creemos que bastará la presencia de otro, de alguien, para disipar la sensación que rechazamos. Creemos que otro llenará el vacío de nuestras querellas interiores, que nos hará sentir menos disconformes con lo que nos enoja o con lo que no nos gusta de nosotros mismos.
Si ese otro no aparece, o si su presencia no provoca el efecto esperado, quedamos de cara a la peor de las soledades. Es aquella que nos deja encerrados con nuestros desacuerdos, con nuestras discusiones, con nuestros reproches, con nuestras quejas, con nuestros disgustos, con nuestros lamentos íntimos. Es una soledad incómoda e hiriente. Buscar a otro para escapar de ella significa valerse de ese otro como quien usa un salvavidas, una muleta o un salvoconducto. No es la mejor base para compartir un espacio con alguien. Además, a menudo hace que terminemos por ver en el otro al culpable de nuestra infelicidad. Entonces, a las luchas internas se les suma una disputa interpersonal. Los príncipes azules, que nunca lo fueron, son acusados de haberse desteñido. Las diosas inmaculadas y deslumbrantes se convierten, y así son tratadas, en culpables del error de quien las eligió. Unas y unos tratan a otros y otras como se tratan a sí mismos: a veces con enfado, a veces con desprecio, a veces con resignación, a veces con reproches, a veces con indiferencia o con incredulidad. Pero el otro es sólo otro. Nada más. Y nada menos. De ninguna manera es un relleno hecho a imagen y semejanza de nuestros vacíos.
Todo esto es propio de una soledad rechazada, pero existe otra diferente. Es aquel espacio fértil en el que nuestros distintos aspectos interiores producen interacciones de encuentro y armonización. Es ese tiempo y compás en el que fluyen nuestras voces internas, reflejándonos como diamantes de facetas sutiles y únicas.
El romance, la autodependencia y la culpa son estados de conciencia que penetran en nuestra psique de forma muy profunda. Nos justifican y le dan un significado a nuestra vida. Nuestras ideas románticas, nuestra autodependencia o nuestra convicción de que nuestro dolor está causado por el exterior son algunos de los pilares sobre los que descansa nuestra comprensión de la vida y cómo la vivimos. Al renunciar a ellos no sumergimos en lo desconocido. Además, los usamos inconscientemente para mantenernos escondidos, protegidos y a salvo; sin ellos estamos desnudos. En el proceso de aprender a abrirnos tenemos que enfrentarnos a ellos constantemente, viendo formas más profundas en las que se manifiestan.
Es aterrador enfrentarnos a nuestras heridas y hay pocas situaciones que las provoquen de forma más poderosa que nuestras relaciones íntimas. Desencadenan nuestros sentimientos de celos, abandono y rechazo; nuestras heridas de incomprensión, falta de amor o de apoyo. Pero creo, que cuando llevamos la energía dentro y empezamos sinceramente a observarnos a nosotros mismos sucede la transformación. Ni siquiera tenemos que preocuparnos de desenterrar recuerdos del pasado o de la niñez, pues nuestras relaciones importantes traen consigo todos los patrones, todas la heridas, todo el material que necesitamos trabajar.
Crecemos en la medida en que vamos reconociendo nuestros aspectos internos, los vamos aceptando y vamos compenetrándonos con ellos. Maduramos cuando podemos aplicar nuestros recursos emocionales a generar modelos de relación armoniosa y equilibrada entre esos interlocutores interiores. Entonces, cuando el silencio circundante nos permite aguzar el oído hacia nuestra interioridad, escuchamos diálogos en lugar de peleas y discusiones, un sonido inteligible en lugar de mero barullo. Para apreciarlo y disfrutarlo, se necesita discreción, intimidad, soledad. Se trata, en este caso, de una soledad provechosa, reparadora, en la que se reafirma la autovaloración, la certeza de nuestro ser y el sentido de nuestro estar en el mundo.
Esta soledad nos prepara y nos dispone para el encuentro con otro. Tras haber construido en nuestro interior modelos de consenso, de acuerdo y de integración, después de haber verificado nuestros recursos e instrumentos existenciales, nos presentamos ante los demás y actuamos entre ellos como individuos reconciliados con nuestro niño interior. Esto no significa ser autosuficientes, ya que la autosuficiencia se erige sobre la creencia de que los otros son prescindibles y de que se puede vivir sin ellos. El autosuficiente cree que no necesita nada.
El que está reconciliado con su niño interior se siente amado por Dios, valioso y válido por lo que es, responde a las situaciones de la existencia a partir de sus capacidades y habilidades, sabe que los otros son complementos imprescindibles en la vida –no enemigos, ni obstáculos, ni conspiradores contra su felicidad, ni objetos para su manipulación-, los asiste cuando le piden algo que está a su alance y acude a ellos cuando lo necesita. Ni se siente salvador ni los toma como salvavidas. Es imperfecto e incompleto, pero ha desarrollado su capacidad de autorregulación, de autoescucha, de autocompasión. Por eso puede escuchar y acompañar. Ha necesitado de una soledad fértil para ese proceso y la reconoce, la valora y se nutre de ella cuando lo necesita. Está afianzado en el Amor Incondicional de Dios.
Al aprender a vivir conmigo asimilo cuáles son los aspectos que me conforman y los modelos de convivencia entre ellos; conozco mis tiempos, ritmos y necesidades; adquiero destreza en el empleo de mis capacidades y habilidades físicas y emocionales; penetro en los confines de mi universo íntimo. Incompleto, sí, porque sólo me completo cuando me integro a la totalidad de la que formo parte y de la cual soy una expresión. Pero con capacidad de convivir con mi niño interior.
Es importante puntualizar que la soledad –como el miedo, la alegría, la vergüenza, la ira, la satisfacción- es un estado, no una condición. Se está solo -y hay, como hemos visto, diferentes maneras de estarlo-, no se es solo. Hay quien puede vivir ese estado como marginación y hay quien puede vivirlo como integración. La soledad fértil -que cultivamos en “la silla”- es el territorio que debemos atravesar para ir desde la unión indiscriminada al encuentro integrador.
Un cuento para acabar: Un hombre, muy sencillo y analfabeto, llamó a las puertas de un monasterio. Tenía deseos verdaderos de purificarse, de hallar un sentido a la existencia. Pidió que lo aceptasen como novicio, pero los monjes pensaron que el hombre era tan simple e iletrado que no podría entender las más básicas escrituras ni efectuar los más elementales estudios. Como le vieron muy interesado en permanecer en el monasterio, le proporcionaron una escoba y le dijeron que se ocupara diariamente de barrer el jardín.
Así, durante años, el hombre barría muy minuciosamente el jardín sin faltar ni un solo día a su deber. Paulatinamente, los monjes empezaron a ver cambios en la actitud del hombre. Se le vela tan tranquilo, gozoso y equilibrado que emanaba de él una atmósfera de paz sublime. Y tanto llamaba la atención su inspiradora presencia, que los monjes, al hablar con él, se dieron cuenta de que había obtenido un considerable grado de evolución espiritual y una excepcional pureza de corazón.
Extrañados, le preguntaron si había seguido alguna práctica o método especial, pero el hombre, muy sencillamente, repuso:–No. No he hecho nada, creedme. Me he dedicado diariamente y con amor, a limpiar el jardín. Cada vez que barro la basura, pienso que estoy también barriendo mi corazón y limpiándome de todo veneno.
Preguntas para la reflexión:
1.- ¿Con cuál de los tres engaños sobre el amor te identificas más? Comparte abiertamente con el grupo
2.- ¿Qué experiencia tienes de esa soledad fértil que permite integrar a nuestro niño interior?