Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 13-12-2014
Fraternidad de Laicos Cistercienses
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El objetivo de esta charla y de la siguiente es muy sencillo que cada uno de nosotros descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la autentica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar en nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundirnos ni agobiarnos del todo. ¡Que ojalá el Espíritu del Adviento nos ilumine para no volver a vivir encerrados en nuestro corazón!
A menudo se considera que el único ejercicio de libertad auténtico consiste en elegir de entre diferentes posibilidades la que más nos conviene; de forma que, cuanto mayor sea el abanico de posibilidades, más libres seremos. La medida de nuestra libertad sería proporcional a la cantidad de opciones posibles. En todas las circunstancias de nuestra vida nos gustaría contar con la “facultad de elegir”. Soñamos con la vida como si ésta fuese un inmenso supermercado en el que cada estante despliega un amplio surtido de posibilidades del que poder tomar, a placer y sin coacción, lo que nos gusta, y dejar lo demás.
Es un hecho bien cierto que el uso de nuestra libertad con frecuencia nos conduce a optar entre distintas posibilidades… y, además, un hecho bueno. Pero pecaríamos de falta de realismo si lo contempláramos sólo desde este ángulo. En nuestra vida hay multitud de aspectos fundamentales que no elegimos: nuestro sexo, nuestros padres, el color de los ojos, el carácter o nuestra lengua materna. Y los elementos de nuestra existencia que sí elegimos son de una importancia bastante menor que los que no escogemos.
De hecho, si en la etapa de la adolescencia la vida se presenta ante nosotros como un gran abanico de posibilidades entre las que elegir, no podemos dejar de admitir que, con los años, el abanico se va cerrando… Son muchas las elecciones que hacer y, una vez hechas, las posibilidades restantes se reducen de manera proporcional. Casarse implica escoger a una mujer, con lo cual quedan excluidas todas las demás. (Entre paréntesis, nos podríamos preguntar si uno elige verdaderamente la mujer con la que se casa; lo más habitual es casarse con la mujer de la que has caído rendidamente enamorado y, como la expresión “caer rendidamente” indica, no se trata precisamente de una elección).
Cuantos más años vamos cumpliendo, menos son nuestras posibilidades de elegir: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando hayas envejecido, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras” (Jn. 21,18).
Si el ejercicio de la libertad como elección entre diferentes opciones tiene sin duda su importancia, no obstante es fundamental -so pena de quedar expuesto a dolorosas desilusiones- comprender que existe otro modo de ejercer la libertad; un modo a primera vista menos celebrado y más pobre y humilde, pero a fin de cuentas más corriente, y de una fecundidad humana y espiritual inmensa: la libertad no es solamente elegir, sino aceptar lo que no hemos elegido.
Me gustaría resaltar la importancia de este modo de ejercer la libertad. El acto más elevado y fecundo de libertad humana reside antes en la aceptación que en el dominio. El hombre manifiesta la grandeza de su libertad cuando transforma la realidad, pero más aún cuando acoge confiadamente la realidad que le viene dada día tras día.
Resulta natural y fácil aceptar las situaciones que, sin haber sido elegidas, se presentan en nuestra vida bajo un aspecto agradable y placentero. Evidentemente, el problema se plantea a la hora de enfrentarnos con lo que nos desagrada, nos contraría o nos hace sufrir. Y, sin embargo, es precisamente en estos casos cuando, para ser realmente libres, se nos pide “elegir” lo que no hemos querido e incluso lo que no hubiéramos querido a ningún precio. He aquí una ley paradójica de nuestra existencia: ¡no podemos ser verdaderamente libres si no aceptamos no serlo siempre!
Quien desea acceder a una verdadera libertad interior, debe entrenarse en la serena y gustosa aceptación de multitud de cosas que parecen ir en contra de su libertad. Aceptar sus limitaciones personales, su fragilidad, su impotencia, esta o aquella situación que la vida le impone, etc.: algo que cuesta mucho hacer, porque sentimos un rechazo espontáneo hacia las situaciones sobre las que no ejercemos nuestro control. Pero la verdad es ésta: las situaciones que nos hacen crecer de verdad son precisamente aquellas que no dominamos (Jean-Claude Sagne).
Rebelión, resignación, aceptación
Antes de seguir avanzando, convendría hacer alguna precisión lingüística. Existen tres actitudes posibles frente a aquello de nuestra vida, de nuestra persona o de nuestras circunstancias, que nos desagrada o que consideramos negativo.
La primera es la rebelión; es el caso de quien no se acepta a sí mismo y se rebela: contra Dios que lo ha hecho así, contra la vida que permite tal o cual acontecimiento, contra la sociedad, etc. La rebelión suele ser la primera reacción espontánea frente al sufrimiento. El problema está en que no resuelve nada; por el contrario, no hace sino añadir un mal a otro mal y es fuente de desesperación, de violencia y de resentimiento. Quizá cierto romanticismo literario haya hecho apología de la rebelión, pero basta un mínimo de sentido común para darse cuenta de que jamás se ha construido nada importante ni positivo a partir de la rebelión; ésta solamente aumenta y propaga más aún el mal que pretende remediar.
A la rebelión tal vez le suceda la resignación: como me doy cuenta de que soy incapaz de cambiar tal situación o de cambiarme a mí mismo, termino por resignarme. Al lado de la rebelión, la resignación puede representar cierto progreso, en la medida en que conduce a una actitud menos agresiva y más realista. Sin embargo, es insuficiente; quizá sea una virtud filosófica, pero nunca cristiana, porque carece de esperanza. La resignación constituye una declaración de impotencia, sin más. Aunque puede ser una etapa necesaria, resulta estéril si se permanece en ella.
La actitud a la que conviene aspirar es la aceptación. Con respecto a la resignación, la aceptación implica una disposición interior muy diferente. La aceptación me lleva a decir “sí” a una realidad percibida en un primer momento como negativa, porque dentro de mí se alza el presentimiento de que algo positivo acabará brotando de ella. En este caso existe, pues, una perspectiva esperanzadora. Así, por ejemplo, puedo decir sí a lo que soy a pesar de mis fallos, porque me sé amado por Dios; porque confío en que el Señor es capaz de hacer cosas espléndidas con mis miserias.
Puedo decir sí a la realidad más ruin y más frustrante en el plano humano, porque -empleando la forma de expresarse de Santa Teresa de Lisieux- creo que el amor es tan poderoso que sabe sacar provecho de todo, del bien y del mal que halla en mí. La diferencia decisiva entre la resignación y la aceptación radica en que en esta última -incluso si la realidad objetiva en la que me encuentro no varía- la actitud del corazón es muy distinta, pues en el anidan ya -podríamos decir que en estado embrionario- las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad.
Aceptar mis miserias, por ejemplo, es confiar en Dios, que me ha creado tal y como soy. Este acto de aceptación implica la existencia de fe en Dios, de confianza en Él y también de amor, pues confiar en alguien ya es amarle. A causa de esta presencia de la fe, la esperanza y la caridad, la aceptación cobra un valor, un alcance y una fecundidad muy grandes. Porque (no nos cansaremos de decirlo), en cuanto hay algo de fe, de esperanza y de caridad, automáticamente hay también disponibilidad a la gracia divina, hay acogida de esta gracia y, más pronto o más tarde, hay efectos positivos. La gracia de Dios nunca se da en vano a quien la recibe, sino que resulta siempre extraordinariamente fecunda.
Dios es realista
Vamos a recordar ahora algunos campos de nuestra vida en los que debemos vivir ese avance, a veces difícil, que desde la rebelión o la resignación nos conduce a la aceptación, haciéndonos llegar finalmente a “elegir lo que no hemos elegido”.
Lógicamente, empezaremos por nosotros mismos y diremos algunas palabras sobre el lento aprendizaje del amor a uno mismo: una tarea necesaria si queremos aceptarnos plenamente tal y como somos.
Primera observación: en la vida lo más importante no es tanto lo que nosotros podemos hacer, como dar cabida a la acción de Dios. El gran secreto de toda fecundidad y crecimiento espiritual es aprender a dejar hacer a Dios: Sin mí no podéis hacer nada, dice Jesús. Y es que el amor divino es infinitamente más poderoso que cualquier cosa que hagamos nosotros ayudados de nuestro buen juicio o nuestras propias fuerzas. Así pues, una de las condiciones más necesarias para permitir que la gracia de Dios obre en nuestra vida es decir “sí” a lo que somos y a nuestras circunstancias.
Dios, en efecto, es “realista”. Su gracia no actúa sobre lo imaginario, lo ideal o lo soñado, sino sobre lo real y lo concreto de nuestra existencia. Aunque la trama de mi vida cotidiana no me parezca demasiado gloriosa, no existe ningún otro lugar en el que poder dejarme tocar por la gracia de Dios. La persona a la que Dios ama con el cariño de un Padre que quiere salir a su encuentro y transformar por amor, no es la que a mí “me gustaría ser” o la que “debería ser”; es, sencillamente, “la que soy”. Dios no ama personas “ideales” o seres “virtuales”; el amor sólo se da hacia seres reales y concretos. A Él no le interesan santos de pasta flora, sino nosotros, pecadores como somos.
En la vida espiritual a veces perdemos tontamente el tiempo quejándonos de no ser de tal o cual manera, lamentándonos por tener este defecto o aquella limitación, imaginando todo el bien que podríamos hacer si, en lugar de ser como somos, estuviéramos un poco menos lisiados o más dotados de una u otra cualidad o virtud; y así interminablemente. Todo eso no es más que tiempo y energía perdidos y sólo consigue retrasar la obra del Espíritu Santo en nuestros corazones.
Muy a menudo, lo que impide la acción de la gracia divina en nuestra vida no son tanto nuestros pecados o errores como esa falta de aceptación de nuestra debilidad, todos esos rechazos más o menos conscientes de lo que somos o de nuestra situación concreta. Para “liberar” la gracia en nuestra vida y permitir esas transformaciones profundas y espectaculares, bastaría a veces con decir “sí” (un sí inspirado por la confianza en Dios) a aquellos aspectos de nuestra vida hacia los cuales mantenemos una postura de rechazo interior.
Si no admito que tengo tal falta o debilidad, si no admito que estoy marcado por ese acontecimiento pasado o por haber caído en este o aquel pecado, sin darme cuenta hago estéril la acción del Espíritu Santo. Éste sólo influye en mi realidad en la medida en que yo lo acepte: el Espíritu Santo nunca obra sin la colaboración de mi libertad. Y, si no me acepto como soy, impido que el Espíritu Santo me haga mejor.
De forma análoga, si no acepto a los otros tal y como son (y, por ejemplo, me paso la vida exigiéndoles que correspondan a mis esperanzas), tampoco permito al Espíritu Santo que actúe de modo positivo en mi relación con ellos o que convierta esta relación en una oportunidad para el cambio.
Las actitudes descritas son estériles porque se encuentran marcadas por un “rechazo de lo real” que hunde sus raíces en la falta de fe y esperanza en Dios, que a su vez engendra una falta de amor. Todo ello nos cierra a la gracia y paraliza la acción divina.
Deseo de cambio y aceptación de lo que somos
Acabamos de recordar la necesidad de “aceptarnos como somos”, con nuestras miserias y nuestras limitaciones. Y quizá podríamos objetar: ¿no es esto fruto de la pasividad o de la pereza? ¿Qué ocurre entonces con el deseo de progresar, de cambiar, de vencerse para mejorar? ¿Acaso no nos invita el Evangelio a la conversión: ¡Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto! (Mt. 5,48).
El deseo de mejorar, de tender sin descanso al propio vencimiento para crecer en perfección, es evidentemente indispensable: dejar de progresar es dejar de vivir. Quien no quiere ser santo, no conseguirá serlo. A fin de cuentas, Dios nos da lo que nosotros deseamos, ni más ni menos. Pero para ser santos tenemos que aceptarnos como somos. Estas dos actitudes sólo son contradictorias en apariencia: debemos vivir la aceptación de nuestras limitaciones, pero sin consentir resignarnos a la mediocridad; debemos albergar deseos de cambio, pero sin que éstos impliquen un rechazo más o menos consciente de nuestras debilidades o una no aceptación de nosotros mismos.
El secreto es muy sencillo: se trata de comprender que no se puede transformar de un modo fecundo lo real si no se comienza por aceptarlo; y se trata también de tener la humildad de reconocer que no podemos cambiar por nuestras propias fuerzas, sino que todo progreso, toda victoria sobre nosotros mismos, es un don de la gracia divina. Esta gracia para cambiar no la obtendré si no la deseo, pero para recibir la gracia que me ha de transformar es preciso que me acoja y me acepte tal como soy.
La mediación de la mirada de Otro
La tarea de aceptarse a uno mismo es bastante más difícil de lo que parece. El orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de nuestra poca valía están firmemente enraizados en nosotros. Basta con constatar lo mal que llevamos nuestras caídas, nuestros errores y nuestras debilidades; cuánto nos pueden desmoralizar y crear en nosotros sentimientos de culpa o inquietud.
Creo que no somos realmente capaces de aceptarnos a nosotros mismos si no es bajo la mirada de Dios. Para amarnos necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que, como el Señor por boca de Isaías, nos diga: Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo (Is.43,4).
En este sentido, existe una experiencia humana muy común: el joven o la joven que se ven y perciben feos, hasta que comienzan a pensar que no son tan horrorosos el día que una o un joven se fija en ellos y posa sobre su rostro su tierna mirada de enamorado.
Para amarnos y aceptarnos como somos tenemos una necesidad vital de la mediación de la mirada de otro. Esa mirada puede ser la de un padre, un amigo o un acompañante espiritual, pero por encima de todas ellas se encuentra la mirada de nuestro Padre Dios: la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo. Creo que el mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la perseverancia en la oración es que, un día u otro, percibirá posada sobre él esa mirada y se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptarse plenamente a sí mismo.
Todo lo dicho trae consigo una importante consecuencia: cuando el hombre se aparta de Dios, desgraciadamente se priva al mismo tiempo de toda posibilidad real de amarse a sí mismo. Y a la inversa: quien no se ama a sí mismo, se aparta de Dios, como hemos explicado un poco antes.
En el Diálogo de carmelitas, de Bernanos, la anciana priora dirige estas palabras a la joven Blanche de la Forcé: Ante todo no te desprecies nunca. Es muy difícil despreciarse sin ofender a Dios en nosotros.
Me gustaría concluir este punto citando un breve pasaje del hermoso libro de Henri Nouwen, “El regreso del hijo pródigo”:
Durante mucho tiempo consideré la imagen negativa que tenía de mí como una virtud. Me habían prevenido tantas veces contra el orgullo y la vanidad que llegué a pensar que era bueno despreciarme a mí mismo. Ahora me doy cuenta de que el verdadero pecado consiste en negar el amor primero de Dios por mí, en ignorar mi bondad original. Porque, si no me apoyo en ese amor primero y en esa bondad original, pierdo el contacto con mi auténtico yo y me destruyo.
La libertad de ser pecadores, la libertad de ser santos
Cuando nos descubrimos a nosotros mismos a la luz de la mirada de Dios -un descubrimiento maravilloso-, experimentamos una gran libertad; una doble libertad, podríamos decir: la de ser pecadores y la de ser santos.
En cuanto a la primera, evidentemente no significa que seamos libres de pecar tranquilamente y sin consecuencias (eso no sería libertad, sino irresponsabilidad); me refiero más bien a que nuestra condición de pecadores no nos aniquila, que de alguna manera “tenemos derecho” a ser miserables, derecho a ser lo que somos.
Dios conoce nuestras debilidades y nuestras flaquezas, pero no nos condena ni se escandaliza de ellas. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos barro (Sal. 102,13).
Con la mirada que posa sobre nosotros, Dios nos invita a la santidad y nos estimula a la conversión y al progreso espiritual, pero sin provocar nunca la angustia de no llegar, esa “presión” que sentimos a veces bajo la mirada de los demás o en el modo en que nos juzgamos a nosotros mismos: nunca estamos del todo bien, nunca suficientemente de tal manera o de tal otra; el descontento de nosotros mismos es permanente y nos consideramos culpables de no haber respondido a esa expectativa o a aquella norma. No debemos sentirnos culpables de existir (como les ocurre a muchos, a menudo de una manera inconsciente) porque seamos unos pobres pecadores.
La mirada que Dios nos dirige nos autoriza plenamente a ser nosotros mismos, con nuestras limitaciones y nuestra incapacidad; nos otorga el “derecho al error” y nos libera de esa especie de angustia u obligación, que no tiene su origen en la voluntad divina, sino en nuestra psicología enferma, y que con frecuencia hace presa en nosotros: la obligación de ser, al fin y al cabo, otra cosa distinta de la que somos.
Los niños suelen aceptar intuitivamente Lo-Que-Es. A este respecto os cuento la siguiente historia verídica:
Mi nieta Laura a los cuatro años era una niña muy inquieta y al final del día su madre terminaba rendida. Una noche, Paula, su madre, le dijo:
Laura, mira, me has agotado. Ahora te daré un baño. Después te irás a tu habitación, te quedarás allí en silencio durante unos minutos y rezarás a Dios para que haga de ti una niña más buena.
Laura aceptó de buen grado y se fue a su habitación, pero volvió a salir a los dos minutos. Su madre le preguntó:
¿Has rezado a Dios?
Sí, mamá, le he rezado de verdad, porque no quiero fatigarte, así que me he esforzado mucho –respondió la niña.
¿Qué le has pedido?He hecho lo que me has dicho. Le he pedido que me hiciera más buena, para no cansar tanto a mi mamá. De verdad que he rezado.
Su madre estaba contenta. Pero al día siguiente, Laura fue Laura, y volvió a hacer las mismas cosas. Al final de otro largo día, su madre le dijo:Laura, me dijiste anoche que habías rezado.
Mamá, es verdad que recé. Me esforcé mucho. De modo que si Él no me ha hecho más buena, significa que o no puede hacer nada o quiere que yo sea así. (R. Balsekar, Habla la Consciencia, Kairós, p. 318)
En nuestra vida social sufrimos frecuentemente la tensión constante de responder a lo que los demás esperan de nosotros (o a lo que nos imaginamos que esperan de nosotros), lo cual puede acabar resultando agotador. Nuestro mundo ha desechado el cristianismo, sus dogmas y sus mandamientos bajo el pretexto de que es una religión culpabilizadora, cuando nunca hemos estado más culpabilizados que hoy en día: todas las jóvenes se sienten más o menos culpables de no ser tan atractivas como la última “top-model” del momento, y los hombres de no tener tanto éxito como el dueño de Microsoft…
Los modelos propuestos por la cultura contemporánea son mucho más gravosos de imitar que la llamada a la perfección que nos dirige Jesús en el Evangelio: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso; pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt. 11, 28-30).
Bajo la mirada de Dios nos sentimos liberados del apremio de ser “los mejores”, los perpetuos “ganadores”; y podemos vivir con el ánimo tranquilo, sin hacer continuos esfuerzos por mostrarnos como en nuestro mejor día, ni gastar increíbles energías en aparentar lo que no somos; podemos -sencillamente- ser como somos. No existe mejor técnica de relajación que ésta: apoyarnos como niños pequeños en la ternura de un Padre que nos quiere como somos.
Vemos tanta dificultad en aceptar nuestras flaquezas porque pensamos que éstas nos incapacitan para el amor: como fallamos en tal punto y en tal otro, no merecemos ser amados. Vivir bajo la mirada de Dios nos hace percibir la falsedad de esta idea: el amor es gratuito y no se merece, y nuestras debilidades no impiden que Dios nos ame, sino al contrario. Nos hemos liberado de una obligación desesperante y terrible: la de ser personas de bien para poder ser amadas.
Sin embargo, la mirada de Dios, al tiempo que nos autoriza a ser nosotros mismos, pobres pecadores, nos permite también toda clase de audacias en nuestra lucha hacia la santidad: tenemos derecho a aspirar a la cima, a desear la más alta santidad, porque Dios puede y quiere concedérnosla. Él jamás nos encierra dentro de nuestra mediocridad, ni nos condena a una triste resignación; siempre conservamos la esperanza de progresar en el amor.
Dios es capaz de hacer del pecador un santo: su gracia puede hacer realidad ese milagro y hay que tener una fe sin límites en el poder de su amor. La persona que todos los días cae y, a pesar de ello, se levanta diciendo: “Señor, te doy gracias porque estoy seguro de que harás de mí un santo”, se encuentra en la misma sintonía del Señor y, más pronto o más tarde, recibirá lo que espera de El.
Por lo tanto, nuestra actitud ante Dios ha de ser ésta: una sosegada y distendida aceptación de nosotros mismos y de nuestras debilidades, unida -a un tiempo- a un inmenso deseo de santidad, a una firme determinación de progresar, apoyados en una ilimitada confianza en el poder de la gracia divina.
Una doble actitud magníficamente expresada en el siguiente pasaje, tomado del diario espiritual de Santa Faustina Kowalska:
Deseo amarte más de lo que nadie te haya amado nunca. A pesar de mi miseria y mi pequeñez, he anclado firmemente mi alma en el abismo de tu misericordia, ¡Dios mío y Creador mío! A pesar de mis grandes miserias, no temo nada y albergo la esperanza de cantar eternamente mi canto de alabanza. Que ningún alma -ni siquiera la más miserable- dude, mientras siga con vida, de poder ser muy santa. Porque grande es el poder de la gracia divina.
“Creencias limitadoras” y prohibiciones
Todo cuanto venimos diciendo permite evitar un concepto erróneo de la aceptación de sí y de las flaquezas. Ésta no consiste en dejarnos encerrar por las limitaciones que consideramos tales y que, como ocurre con frecuencia, no lo son en realidad. A consecuencia de nuestras caídas y de la educación recibida (esa persona que nos ha repetido mil veces: “tú no llegarás”, o “nunca harás nada bueno”, etc.); a causa de los reveses sufridos y de nuestra falta de confianza en Dios, tenemos una fuerte tendencia a llevar inscrita en nosotros toda una serie de “creencias limitadoras” y de convicciones, que no se corresponden con la realidad, de acuerdo con las cuales nos hemos persuadido de que jamás seremos capaces de hacer esto o aquello, de afrontar tal o cual situación. Los ejemplos son innumerables: “no llegaré”, “jamás saldré de esto”, “no puedo”, “siempre será así”…
Afirmaciones de este tipo nada tienen que ver con la aceptación de nuestras limitaciones tal como venimos diciendo; son, por el contrario, el fruto de la historia de nuestras heridas, de nuestros temores y de nuestras faltas de confianza en nosotros mismos y en Dios, a las que conviene dar salida y de las cuales es preciso desembarazarse. Aceptarse a uno mismo significa acoger las miserias propias, pero también las riquezas, permitiendo que se desarrollen todas nuestras legítimas posibilidades y nuestra auténtica capacidad. Así pues, antes de expresarnos en términos tales como “soy incapaz de hacer tal cosa o tal otra”, resulta conveniente discernir si esta afirmación procede de un sano realismo espiritual, o es una convicción de naturaleza puramente psicológica que deberíamos desechar.
A veces podemos sentir también la tendencia a prohibirnos determinadas sanas aspiraciones, o bien ciertos modos de realizarnos a nosotros mismos, e incluso algunas formas legítimas de felicidad, a través de una serie de mecanismos psicológicos inconscientes que nos inclinan a considerarnos culpables o a prohibirnos la felicidad. Este hecho también puede tener su origen en una falsa representación de la voluntad divina, como si Dios quisiera privarnos sistemáticamente de todo lo bueno de la vida. Esto, desde luego, no tiene nada que ver con el realismo espiritual y la aceptación de nuestras limitaciones. Es cierto que Dios nos pide a veces sacrificios y renuncias, pero también lo es que nos libera de los miedos y las falsas culpabilidades que nos aprisionan, devolviéndonos la libertad de aceptar plenamente todo cuanto de bueno y grato, El, en su sabiduría, quiere otorgarnos, animándonos y manifestándonos su amor.
Si en todo caso existiera un terreno en el que nada se nos prohibirá jamás, es en el de la santidad. Siempre, claro está, que no confundamos la santidad con lo que no es, es decir, la perfección externa, el heroísmo o la impecabilidad. Pero, si entendemos la santidad en el sentido correcto (la posibilidad de crecer indefinidamente en el amor a Dios y a nuestros hermanos), convenzámonos de que en ese campo nada nos resultará inaccesible. Basta con no desanimarnos nunca y no ofrecer resistencia a la acción de la gracia divina, confiando enteramente en ella.
No todos poseemos madera de héroe; pero, por la gracia divina, sí tenemos todos madera de santo: es la ropa bautismal de la que nos revestimos al recibir el sacramento que nos hace hijos de Dios.
Preguntas para la reflexión:
1.- ¿He entendido la distinción entre rebelión, resignación y aceptación? ¿Puedo compartir cuál de ellas es mi actitud habitual?
2.- ¿Qué es lo que más me ha llegado al corazón? ¿Puedo compartirlo?