Jesús, al despedirse de sus amigos antes de retornar a su Padre, les deja sus últimas voluntades, lo único que quiere y lo único que desea para ellos: que os améis unos a otros como yo os he amado. Es lo mismo que nos dice a nosotros: que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. Y nos dice que permanezcamos en su amor porque sin él no podemos amarnos de verdad. Y todo esto nos lo dice antes de despedirse. ¿Y cómo vamos a poder permanecer en su amor si se va, si vamos a dejar de palpar y saborear su amor, quedando nuestro amor encogido y apagado?
Jesús se despide de nosotros, quedando nuestro amor encogido, apagado y triste, siempre que nos encontramos en situación de perder a alguien querido. En situaciones así nos sentimos descolocados, como a la intemperie. Siempre que la vida nos pone en trance de despedida, sufrimos por ello, incluso aunque no sea la muerte física misma. Quedamos huérfanos. El dolor y la tristeza aparecen con toda su majestad y hondura. El reto que nos presenta la vida ante las despedidas nos puede conducir o bien a elaborar ese duelo por la pérdida hasta dar frutos de vida y de verdad o bien a enquistarnos en la tristeza.
La tristeza es un huésped que no te avisa; aparece por sorpresa, y además le gusta permanecer. Tiene su atractivo porque proporciona seguridad. Evita el cambio y el riesgo. Nunca mira hacia el norte. Sirviéndose de tu imaginación, actualiza y desmesura lo perdido o lo nunca poseído. Se instala en la nostalgia y gusta de la frustración.
Y aunque Jesús, al despedirse, nos haya dicho que su alegría estará en nosotros y nuestra alegría llegará a plenitud, a la tristeza no le gustan las despedidas, no sabe decir adiós. Por eso se aferra a lo vivido como a un clavo ardiendo. Vive en la noche, provoca desolación y deforma las percepciones. No sabe imaginarse sin aquello soñado, poseído o deseado. La tristeza seca la vida, mata el crecimiento y marchita el Espíritu.
Pero, gracias a Dios, en las dificultades y pérdidas no se acaba la vida. Más bien, es todo lo contrario: ahí avanza verdaderamente. Si deseas avanzar por el sendero del amor y de la concordia, permaneciendo en el amor de Jesús, necesitas abrirte a las realidades que decepcionan, encarar las culpas y saber vivir las pérdidas. Es preciso que aguantes el tirón de la desolación, que aprendas a llorar tierna y sencillamente hasta que puedas despedirte, hasta que asumas los cambios y descubras la savia de vida nueva que encierra cada pérdida. ¿Por qué resulta tan difícil comunicar sencillamente lo que nos hace sufrir, más allá del lamento? ¿Por qué evitamos tanto la confrontación con la dureza de la vida?
Es impresionante descubrir lo que cuesta contactar con lo que verdaderamente duele. ¡Si supieras que es siempre una oportunidad de revelación del verdadero Dios! Una cosa es que te lamentes estérilmente y otra muy distinta que te abras a la Gracia con sencillez, sin retórica de sabios y entendidos, desde esa paradójica riqueza de la pobreza y de la debilidad del momento, que te recuerda que ¡estás ante el Misterio!
Lo que pasa es que en situaciones así, no sólo te resulta difícil comunicarte, sino encontrar a alguien que te escuche y acoja serenamente tu llanto, tu decepción, y tenga olfato para anunciarte la presencia del Espíritu Consolador.
Te asusta tanto ver llorar a otro que enseguida tratas de distraerle de lo que está viviendo. Lo que ocurre es que los falsos consuelos dejan al otro más hundido en su aislamiento, y, si no, enajenado para hacer frente al mensaje que le trae la vida con esa pérdida.
¡Ojalá aprendiésemos alguna vez lo importante que es acompañar los duelos, compartir el dolor de la decepción, de la pérdida, de la ausencia…, hasta que de nuevo renazca la esperanza! ¡La Gracia está en el fondo de la pena! ¡Y mi alegría estará en vosotros!
El Dios de la Vida, de toda vida, a través de los fracasos y frustraciones te estimula para que despiertes del sueño; más allá del doloroso sentimiento de orfandad te invita a esperar confiadamente el alumbramiento de lo nuevo que viene tras las crisis y las pérdidas; en medio de la desgarradora fragilidad, suscita en ti una increíble fuerza para que no cedas ante el acoso de la desesperación y la tristeza. Él te enseña a ser agradecido, a tener confianza, a no tener miedo al riesgo, a reconocer el temor que produce lo nuevo y atreverte con él. ¡Y se alegrará vuestro corazón, se alegrará tu corazón!
Jesús, el Resucitado-Crucificado, con el inmenso poder de su cercanía amorosa no quiere que permanezcas anclado en la tristeza, paralizado por un sentimiento de orfandad y atrapado en el círculo vicioso de la autocompasión. Él quiere que tu alegría llegue a plenitud, que celebres, que celebremos en todo momento el regalo divino de nuestra vida humana, una vida para vivirla despiertos y alegres, y para que ayudemos a vivirla así a todos los seres humanos.
Imagen: Fotografía de Sebastião Salgado. Colección: Éxodos