En aquella casa de puertas cerradas, en el ambiente asfixiante del miedo, el Resucitado, Aquel que había sido abandonado por los suyos, se hace presente con su paz y con su aliento de vida. (Jn 20,19-23) Es impresionante ese humanísimo paso de quien busca los que lo habían abandonado. Que los busca y les comunica, con un soplo, su secreto más íntimo: el Espíritu que da vida. Son los humanísimos pasos de Jesús que rompen nuestro corazón de piedra y lo van convirtiendo en un corazón de carne, sensible, permeable a la vida y al amor, transformándonos en sacramento de perdón y de reconciliación.
Experimentamos, muchas veces, que somos polvo, polvo solidificado, con forma y carácter, rígido, seguridad hecha de tanta inseguridad y miedo, incapaces de relación auténtica, de comunión, de complicidad gozosa, de entrega confiada. Anclados a una “verdad” que no permite el amor, mirando a los otros desde arriba. Aparentemente humanos, pero no humanizados. Respiramos un aire contaminado porque gira en un circuito cerrado. Nos vamos asfixiando en una autosuficiencia imaginaria y ni siquiera nos damos cuenta.
Llevamos dentro, inscrito en la memoria de nuestro cuerpo, el aliento primordial que nos dio vida. Nos gusta respirar el aire fresco en medio de la naturaleza. Nos da placer respirar profundamente, nos serena y nos ensancha el corazón. Cuando respiramos conscientemente sentimos que estamos en casa. Es que somos don y del don estamos llamados a vivir. En la apertura al otro, en la receptividad, en la vida compartida, encontramos la alegría. No por casualidad muchos métodos de meditación se sirven de la respiración como camino hacia la amplitud interior. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va, así es todo el que ha nacido del Espíritu. (Jn 3,8)
Solo sin controlar nos es dado lo que más anhelamos. No nos podemos detener en posturas inflexibles, en el terreno de lo ya conocido y dominado. Vivir de la receptividad es abrirse a un movimiento, no generado por nosotros, pero del cual somos hechos partícipes, y dejarse llevar. Quien no se deja llevar de la mano, como un niño, nunca llegará a su propio corazón, al templo del Espíritu, donde la vida brota incesantemente como un manantial. O bien nos dejamos llevar, aunque nos dé pánico perder el control, o nos quedamos en la periferia dando vueltas estériles sobre nosotros mismos.
Los amantes, en su entrega recíproca y confiada, en la vulnerabilidad compartida, en la pérdida de los límites de la identidad individual y en el éxtasis del placer, nos enseñan más sobre la experiencia del Espíritu que muchos tratados de teología. Los místicos, a su modo, por vía de la sublimación, nos atestiguan que el deseo de la pasión nos lleva al corazón del Misterio – pérdida de las fronteras del yo como epifanía del divino.
Señor, tú me sondeas y me conoces. Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y me descanso, todas mis sendas te son familiares. (Sal 138) También mis preguntas no respondidas, mis deseos asumidos y mis resistencias. Que tu Espíritu me lleve de la mano, con tu ternura, por donde no sé caminar.
Imagen: Pentecostés
La Fiesta de Pentecostés es una manifestación del misterio de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Un misterio que desde nuestra limitada capacidad no podemos entender, es como lo que decía San Agustín cuando se encontró con el niño en la playa intentando meter todo el agua del mar en un pozo, imposible de imaginarlo pues eso es la Trinidad, algo imposible de entender, como dije arriba, para nuestra limitada capacidad de saber. Hoy celebramos a Jesucristo resucitado, haciendo memoria «de la pasión salvadora» de Jesús, y de su «admirable resurrección y ascensión al cielo», como se dice en la Plegaria Eucarística. Todo esto lo podemos hacer por obra del Espíritu Santo, que es el Espíritu del Padre y del Hijo. Desde la tarde de la Resurrección a la mañana de Pentecostés, el efecto de la Resurrección de Jesús es permanente: dar, comunicar su Espíritu. Por eso podemos decir que siempre es Pascua de Resurrección y siempre es Pentecostés. Con el «don» del Espíritu de Jesucristo resucitado podemos decir que Dios es definitivamente el «Emmanuel», el Dios-con-nosotros. Y dóndes está el Espíritu, está también el Padre y el Hijo. «Estaban los discípulos en casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Es una descripción muy clara de una comunidad que no ha experimentado el Espíritu de Jesús resucitado. Todavía estaban con el desconcierto de la pasión y de la muerte de Jesús. Pasión y muerte que para ellos fue también un escándalo. Por eso cuando experimentan y creen en Jesucristo resucitado «se llenaron de alegría». Alegría, gozo, paz, son «dones» del Espíritu Santo. Podríamos preguntarnos hoy, nosotros que somos la comunidad que vivimos y creemos en el Espíritu de Jesús resucitado, por nuestros miedos. Miedo porque quizás somos pocos; miedo porque parece que en nuestra sociedad vamos perdiendo influencia; miedo porque no vemos el camino claro; miedo porque tenemos pocas vocaciones…¡Como si no tuviéramos la fuerza del Espíritu!. «Exhaló su aliento sobre ellos». En este «exhalar» de Jesucristo resucitado sobre sus dicípulos, contemplamos que son creados de nuevo. «Se llenaron todos del espíritu Santo». Y la comunidad reunida en oración, y «con María la Madre de Jesús». Estos aspectos son fundamentales de todo grupo cristiano. «Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas que se repartían». Estamos en la nueva y definitiva Alianza, inagurada por obra del Espíritu Santo que el Padre y el Hijo envían. En la alianza del Sinaí aparecen también el «ruido» y el «fuego». Es el «fuego» del Espíritu. Fuego que significa amor, amor nupcial, celoso, fiel, exclusivo, posesivo; amor más fuerte que la muerte. El Espíritu Santo, como dicen los Padres de la Iglesia, es «Fuego que procede del Fuego». El Espíritu Santo es el «amor que procede del Amor». Por eso dejémonos inflamar por Él; dejémonos amar por Él. -Siempre es Pentecostés. Nuestro bautismo fue Pentecostés, en la confirmación recibimos con «Don» el mismo de pentecostés; La Eucaristía es acción del Espíritu Santo que nos reúne, nos comunica y hace entender la Palabra, y hace que la Palabra se haga Pan que alimenta (Epíclesis) .