San Benito nació en Nursia (Italia), hacia el año 480. Después de haber recibido en Roma una adecuada formación, comenzó a practicar la vida eremítica en Subiaco, donde reunió a algunos discípulos; más tarde de trasladó a Casino. Allí fundó el célebre monasterio de Montecasino y escribió la Regla, cuya difusión le valió el título de patriarca del monacato occidental. Murió en el año 547. Pablo VI lo proclamó Patrón de Europa en 1964 con la carta apostólica «Pacis nuntius».
Con el paso de los siglos, la tradición benedictina se ha ido dilatando y ha ido integrando en su seno tal variedad de formas y matices, que resulta inexacto hablar propiamente del carisma de San Benito. Más bien tendríamos que hablar del carisma benedictino para referirnos a ese modo concreto y peculiar de ofrecer a los hombres y mujeres los valores evangélicos transmitidos en la Regla de San Benito. En nuestro caso, el carisma benedictino tiene los rasgos propios del carisma cisterciense.
En este contexto, me gustaría hacer alusión hoy a dos polos característicos de nuestra vida que, lejos de rechazarse, se exigen mutuamente, en contra de lo que a muchos quizá espontáneamente pudiera parecer. Estos dos polos son la contemplación y la comunidad.
La contemplación parece que evoca un ámbito de la vida privada, dado que la soledad, el silencio y el retiro del «mundo» son condiciones esenciales para toda vida contemplativa. Sin embargo, el “toque” cisterciense ha consistido precisamente en haber sabido superar esta antítesis en un equilibrio superior que ha logrado aunar perfectamente el ideal contemplativo y sus requisitos, con el comunitario; la ascética heredada de los padres del desierto con el ideal comunitario de toda vida cristiana. Estos aparentes opuestos encuentran en el fenómeno cisterciense un modo natural de conjunción.
Precisamente una pregunta que se hacen todos los autores cistercienses es cómo poder compaginar la soledad contemplativa con la vida común, cómo poder ser un solitario (monachos) viviendo en comunidad. Varios textos famosos dan respuesta a esta cuestión. En ellos podemos ver cómo la soledad cisterciense sufre un desplazamiento con respecto a la soledad física del eremita: en Císter la soledad se interioriza, se convierte en una «soledad del corazón», es decir, se identifica con el silencio interior, que es el ámbito donde tiene lugar la experiencia contemplativa.
Y lo genial de los cistercienses está precisamente aquí: ese desplazamiento de la soledad al ámbito del corazón es lo que les va a permitir enlazar la más pura espiritualidad heredada del desierto, de «los antiguos monjes», con el ideal cristiano irrenunciable del amor fraterno, de la iglesia, del cuerpo de Cristo, en suma, de la comunidad.
Y, ¿cómo logran esto? Afirmando que la iglesia, la comunidad, emerge precisamente del fondo mismo de esa soledad interior del corazón, es decir, del ejercicio y de la profundidad de la vida contemplativa. En efecto, la contemplación, por ser esencialmente la restauración del amor, crea espontáneamente una comunidad auténtica, y toda comunidad digna de ese nombre, ha de ser un poco contemplativa. De ahí que estos dos elementos: soledad y vida común, contemplación y comunidad, no sólo no se rechazan sino que se solicitan y apoyan uno a otro y crecen conjuntamente. Existe, pues, una estrecha interacción entre estos tres elementos: contemplación, restauración del corazón y comunidad. El fruto es la unidad: consigo mismo, con Dios y con la comunidad.
Soledad, comunidad, desierto, paraíso. La vida cisterciense es todo eso. La vida común, el amor fraterno, no impiden que cada uno sea un perfecto solitario en su corazón. La soledad del alma, la vida contemplativa, permiten la auténtica vida de comunidad y el desarrollo del más profundo amor fraterno, llegando a veces hasta el paroxismo de la experiencia mística.
Unidad en el amor: consigo mismo, con los hermanos y con Dios que es reflejo de la unidad que Dios mismo es en sí. Tal es la comunidad cisterciense. Al final, todo desemboca en la unidad. Y es que como todo verdadero contemplativo, el monje benedictino tiene la nostalgia de la unidad; experimenta la necesidad de ordenarlo todo, no tanto intelectualmente cuanto cordialmente, de reunirlo todo en la paz y la tranquilidad de un corazón que ama y de una comunidad cuyos miembros se aman mutuamente. En la unidad divina, es donde toda otra unidad encuentra, no sólo su modelo, sino también su sustento.
Restaurar la concordia por la unión con el Dios Amor es, pues, restaurar la comunidad. Al expandirse el amor hacia los demás el resultado es una comunidad contemplativa unida en la concordia. Contemplación y comunidad progresan juntos.
Que San Benito, interceda hoy por nosotros y por todos los que comparten su ideal de vida, y nos contagie su pasión por la búsqueda del Rostro de Dios y su entusiasmo por ser constructores de concordia en nuestra vida fraterna comunitaria.
Imagen: San Benito (detalle del icono «A Tenrura de Deus»), de Xaime Lamas
«No anteponer nada al Amor de Cristo»… S. Benito así dice en su Regla. Por eso, para mí, no hay cuestión más anhelante que, en el silencio interior, buscar la Unión con el Único Ser. Es difícil, pero creo que merece la pena el intento. No obstante, y junto a una vida de anhelo y búsqueda, estoy inserto en la Iglesia…en la comunidad de creyentes; y he de trabajar, desde mi interior y con caridad, en la búsqueda y en conseguir una fraternidad entre hermanos.
Difícil en la vida civil tener un proyecto espiritual…pero, no imposible. Para mí, obrar en el amor desde mi interior y repercutir con mi actitud en mi cercano entorno es lo que en estos instantes puedo hacer. Me anima el Amor de Dios…me anima sentirme en «unidad conmigo mismo» y me anima saber que existen personas, como los monjes, que sienten semejante.
¡Feliz día de S. Benito!