APÓSTOL SANTIAGO – PATRONO DE GALICIA Y DE ESPAÑA
ANIVERSARIO DE LA REFUNDACIÓN DEL MONASTERIO DE SOBRADO
Siempre que celebramos la fiesta de un apóstol, automáticamente nuestra mente nos lleva a los primeros momentos de la Comunidad de Jesús de Nazaret, e, siempre, sin quererlo, pensamos en lo maravilloso que tuvo que ser formar parte del grupo de discípulos, idealizando hasta lo imposible aquella primerísima comunidad, como si en ella hubiera una comunión perfecta sin ningún tipo de aristas. A lo largo de la historia se trabajó para presentarnos esa comunidad ideal, tanto en la literatura como en el arte. Veamos un pequeño ejemplo: A Caravaggio le encargaron pintar un San Mateo, cuando lo finalizó y entregó el cuadro se lo rechazaron porque había pintado un personaje sin gracia y vulgar y no con la belleza, nobleza y espiritualidad que le corresponde a un apóstol y evangelista, y tuvo que hacer una segunda versión. No nos gusta que nos pongan la verdad delante de los ojos y así nos convertimos en eternos pigmaliones que damos forma y figura a nuestro gusto y a nuestro interés, tanto a la vida de los personajes históricos como su doctrina.
La comunidad de Jesús de Nazaret, no tenía nada de ideal, de hecho no existe ninguna comunidad ideal y Dios nos libre de ellas. Una lectura de los Evangelios, de los Hechos y de las Cartas de Pablo, por muy superficial que sea, nos muestran comunidades de hombres y mujeres maravillosamente humanas, maravillosamente débiles y maravillosamente pobres y, la mayoría de ellos, maravillosamente ignorantes, pero por eso mismo Pablo los reconoce como los «santos y elegidos de Dios». Y tenían un corazón bien dispuesto para recibir la enseñanza del Maestro, pero cuidado, no les fue fácil, en más de una ocasión Jesús se enfadó con ellos y tuvo que reñirles porque eran duros de cerviz para comprender su palabra y su modo de actuar.
Jesús de Nazaret creó una utopía, la del Reino de Dios, ese lugar ideal que nunca debe morir en el corazón de un discípulo. Ante una religión para quien la ley, el precepto y la norma eran más importantes que el dolor de las gentes, Jesús se presenta como la palabra de amor y consuelo que viene de parte de Dios para los más desgraciados de su tiempo y de todos los tiempos. Su trabajo era forjar día a día, con aquella paciencia que lo caracterizaba, e ir empapando el corazón de sus discípulos de esa utopía del Reino que exige una dedicación de la persona a tiempo completo y sin ningún tipo de escusas, como les dice a aquello tres aspirantes a discípulos: al primero de ellos, que acepte una vida de pobreza; al segundo, que la urgencia del Reino es mayor que cualquier cumplimento familiar, incluso enterrar al padre; al tercero, que no se puede nadar y guardar la ropa, porque quien mira atrás no es apto para el Reino de Dios (Lc 6, 57-62).
Pasión por Dios, pasión por el Reino, pasión por la personas. Jesús quiere que sus discípulos y la gente que lo escuchaba, comprendiesen que «El Reino de Dios, tal como Él lo presentaba, tenía que ser algo muy sencillo, al alcance de aquellas gentes. Algo muy concreto y bueno que entendían hasta los más ignorantes: lo primero para Jesús es la vida de la gente, no la religión» (J. A. Pagola). Por eso acogían con alegría aquella liberación que les ofrecía sentirse personas queridas y acogidas, tenían la impresión de que Dios de verdad los quería y se interesaba por ellos porque: «Todos absolutamente todos, tenemos necesidad de afecto, de estima, de cercanía humana, de amor y ternura entrañable. Desde los niños a los ancianos, desde los ricos hasta los pobres, desde los sanos hasta los enfermos, todos absolutamente todos, si de algo tenemos necesidad, es que nos estimen, nos respeten y nos quieran. Como del mismo modo necesitamos estimar, respetar y querer a los de nuestro entorno» (J. M. Castillo).
Como podemos ver, estamos hablando de los derechos básicos que hacen que una persona sea feliz, y es ahí en donde Jesús quiere que su comunidad se sienta comprometida, porque en más de una ocasión tuvo que llamar a los discípulos la atención por su ambición de conseguir los primeros puestos, es una ambición que ciega y que hace que no acaben de entender que su Maestro y Señor está en medio de ellos como el que sirve. La misión de un discípulo del Reino que proclama Jesús, no es ambicionar poder creyendo que así podrá hacer muchas cosas, ese es el gran error que cometió la Iglesia a lo largo de los siglos, y lo curioso «es constatar como aquello que debería ser lo más elemental es para muchos lo más costoso. Lo que urge es aprender que no somos dioses, que no podemos -ni debemos- someter la vida a nuestros antojos; que no es el mundo que se tiene que ajustar a nuestros deseos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo» (Pablo d´Ors).
El mejor servicio que en la Iglesia podemos hacer hoy a nuestro mundo es tomar por guía el Evangelio como nos aconseja San Benito, la Buena Nueva que hace felices a todos los que la acogen con humildad y se convierten en verdaderos servidores, no aspiran a nada más, porque interiorizaron la palabras de su Señor sobre la ambición del poder: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,25-28).
Imagen: Apóstol Santiago (Altar Mayor de la Catedral de Santiago de Compostela)
«Notre espoir réside dans le fait que Jésus ne s’est pas entouré d’une bande de super copains de même sensibilité. Cette communauté n’a pas été fondée sur une vision partagée. Ils n’ont d’ailleurs partagé les mêmes idées que pendant un bref instant. Une communauté de personnes de même sensibilité ne serait pas un sacrament du Royaume mais seulement un sacrament d’elle-même. Nous sommes signe du Royaume précisément parce que notre unité n’est pas mentale mais sacramentelle. C’est le fait d’embrasser l’étranger, voire l’ennemi, qui fait de nous un signe.»
(la documentation catholique, 17 octobre 2004, nº 2322)