Todos necesitamos tener una honda experiencia de paz y de sosiego y además con urgencia. Aunque no tengamos conciencia de esta necesidad, es como un grito que emerge, confuso pero potente, de lo más profundo de nuestro ser. El duro bregar de cada día desgasta nuestras fuerzas y agosta nuestra ilusión por la vida. Necesitamos espacios de integración personal, de equilibrio, de armonía y de paz. María, en su Asunción a los cielos, es un verdadero oasis para nuestra vida.
María, eso más nuestro que ya es del cielo, es el oasis donde se nos permite abrir plenamente el corazón sin la agotadora exigencia de ser amado a cambio, amar incondicionalmente sin necesidad ni expectativa, dar sin la necesidad de recibir, estar siempre receptivo a los regalos que te da la vida, nunca culpar a nadie por tus tristezas… Tu verdadero don no reside en tu capacidad de controlar o manipular, sino en tu capacidad de amar, en darle la bienvenida a la vida. Ese es el nacimiento de la verdadera abundancia, es la rendición de nuestro narcisismo, de nuestro protagonismo en todo, de nuestra implicación malsana que todo lo quiere controlar y que nos conduce día tras día al callejón sin salida de una vida estresada, vacía de sentido… Ante esta apertura acogedora y arrodillada, brota la paz y la alegría más elevada que uno pueda imaginarse. Desde ese lugar, uno puede entonar con María su mismo cántico, el Magníficat.
Cuando te sientas destrozado, perdido, lejos de casa, cuando estar en sintonía con la vida parezca algo completamente lejano y las palabras sabias se asemejen más bien a un cuento de hadas, cuando sientas que las respuestas no llegan y que las dudas te consumen como el fuego, entonces: detente y respira. En ese espacio abierto, inmenso y acogedor, está María.
Cuando todo ese desorden llame tu atención, cuando las dudas entonen su loca melodía, cuando las historias se dejen venir como cascadas, recuerda que esa misma nostalgia que tratas de eliminar te está realmente invitando hacia tu verdadero Hogar. Ahí está María, acogiéndote en tu casa. Y recuerda que nada está saliendo ‘mal’. Todo está en las Manos de Dios. Simplemente un sueño está muriendo, eso es todo, un sueño de segunda mano acerca de cómo piensas y crees que ‘debería’ ser este momento.
Un problema es algo que anhela tu dulce atención. Una crisis es un momento decisivo. La enfermedad es una invitación a un profundo descanso y a la liberación. Un trauma es la invitación a ese tipo de aceptación que nunca antes imaginaste. Esas dudas que te carcomen son explosiones del mismo Espíritu, que te llaman para que confíes profundamente en tu propia experiencia de primera mano, es una llamada para que te dejes caer en el constante abrazo del Desconocido, de Dios. En ese momento, te abandonas en el abandono confiado de María.
María, a ti me encomiendo, tu que eres mi espacio celestial interior:
Deshaz en mí todo aquello que necesite ser deshecho.
Corrige mi esperanza de ser enmendado.
Úsame. Saca de mí cada ápice de creatividad. Ayúdame a vivir una vida radicalmente extraordinaria, forjando siempre un camino jamás-antes-transitado en el bosque.
Enséñame cómo amar con más profundidad, como nunca antes creí que fuera posible.
Cualquier cosa de la que siga huyendo, síguemela mostrando con absoluta evidencia.
Cualquier cosa con la que siga en conflicto, ayúdame a suavizarme en ella, a relajarme en ella, a abrazarla completamente.
En donde mi corazón continúe cerrado, muéstrame la forma de abrirlo sin recurrir a la violencia.
Todo aquello a lo que me siga aferrando, ayúdame a dejarlo ir.
Regálame desafíos, luchas y obstáculos aparentemente insuperables, si crees que eso me ayude a tener una más profunda humildad y confianza en la vida, que está en las Manos de Dios.
Ayúdame a reírme de mi propia seriedad.
Permíteme encontrar el humor en los lugares más oscuros.
Muéstrame un profundo sentido de descanso en medio de cada tormenta.
No me libres de la verdad. Nunca.
Deja que la gratitud sea mi guía.
Deja que el perdón sea mi mantra.
Deja que este momento sea mi eterna compañía.
Permíteme ver tu rostro en cada rostro.
Permíteme sentir tu cálida presencia en mi propia presencia.
Sostenme cuando tropiece.
Respírame cuando yo no pueda respirar.
Permíteme morir viviendo, no vivir muriendo.
Santa María, Asunta a los cielos, en ti confiamos y nos abandonamos, tu que siempre y en toda circunstancia, nos muestras a Jesús, el fruto bendito de tu vientre.
Amén.
(Inspirada en Jeff Foster)