VIVIMOS DE LA VIDA UNOS DE OTROS

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Vivimos de la vida unos de otros. No hay vidas más importantes que otras. Todos somos alimento para la vida del mundo. Tanto lo más santo como lo más pecador. Nos escandalizan las atrocidades cometidas por algunos seres humanos. Este tipo de escándalo puede ser saludable en la medida que no somos insensibles al mal cometido, pero, mirando bien, se trata de una reacción aún muy superficial. Cuanto más nos conocemos, más nos damos cuenta de que ningún mal nos es ajeno. ¡Ninguno! El santo y el pecador conviven en nuestro corazón de forma inseparable. Calificar la existencia de algunas personas como vidas perdidas y la de otras como vidas ejemplares es pura ilusión. No existen vidas perdidas, no existen vidas ejemplares. La vida no cabe en criterios tan llanos. El silencio, que todo lo clarifica, nos permite darnos cuenta de cómo nuestra visión está desenfocada.

Vivimos de la vida unos de otros, de todos, tal y como somos. Vivimos de la fragilidad del otro, de su miseria, de su sin sentido, de su desesperación, de sus palabras y actos destructivos. Vivimos de la compasión del otro, de su misericordia, de su bondad, de su luminosidad interior. ¡Misterio doloroso, misterio gozoso! Todo es carne y sangre de Cristo, que no se reducen a un sacramento ritual. No hay carne humana donde Cristo no habite. Él vive y respira en cada ser humano. Todo ser humano es su morada; no un grupo de elegidos, sino todos, sin ninguna excepción.

La tentación de los creyentes es hacer de Jesús un ídolo, propiedad de los “buenos”. Pero el mismo Jesús nos lo impide con su palabra y con sus gestos. Y si nos lo impide es porque el acceso a la Vida que Él nos ofrece no es posible sin el derrumbe de nuestras fronteras mentales, fruto de nuestros miedos e inseguridades. En el Evangelio somos constantemente invitados a ir más allá de los criterios que nos parecen obvios, también los criterios con los que queremos definir el bien y el mal. La Buena Noticia, la recibimos cuando nuestros esquemas se rompen a pedazos.

La carne de Cristo, que se nos da como comida, también es lo que no queremos ver en nosotros. La carne de Cristo también es el hombre o la mujer que nos crea repugnancia, que preferíamos que no existiera, que nos cuesta reconocer como hermano o hermana. También ahí nos espera el pan bajado del cielo, aquel que nos da vida, y vida eterna. La eternidad, ya presente hoy, es una experiencia posible cuando en todo reconocemos el don de Dios, y esto implica desapropiarnos de nuestros criterios, que siempre son fragmentarios, y abrirnos a la ciencia del Espíritu, que es la ciencia de la totalidad y de la unidad.

La carne y la sangre de Cristo no siempre son un alimento dulce y suave. Las hijas y los hijos de la Pascua sabemos que se vive muriendo, y cuanto más se muere más abundante es la vida. La Eucaristía no es un puerto de abrigo; es una constante llamada a la conversión de la mirada y del corazón, porque, misteriosamente, somos alimentados por la vida unos de otros. La Vida – la Vida abundante que tanto anhelamos – ya está en nosotros, pero son los demás, casi siempre involuntariamente, que nos dan la clave para acceder a ella; y no tanto los demás por mí elegidos, sino, más bien, los que me son ofrecidos inesperadamente a lo largo de la vida. ¡Misterio doloroso, misterio gozoso!

Imagen: El Árbol de la Vida, de Gustav Klimt

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