…
…
Celebramos un año más la consagración de nuestro altar en el contexto de la festividad solemne de los santos y santas que siguieron la Regla de San Benito (RB). Me preguntaba, ¿por qué nos cuesta tanto vivir, día a día, la tónica y el trasfondo del buen celo del que nos habla la RB? ¿Por qué nuestras relaciones no son más fluidas, más distendidas, por qué no están penetradas de este buen celo que tanto quisiéramos poseer? Es como si cada de uno de nosotros lleváramos el bien y el mal dentro: una dualidad que nos hace sufrir y que no queremos.
A menudo tenemos que soportar tensiones por cosas que no son esenciales. Nuestras actitudes de intolerancia hieren y no crean un clima de confianza. Y sin embargo, nos sentimos llamados a vivir nuestras relaciones fraternas con el dinamismo del buen celo, con la ilusión de una misión muy concreta: la de ser testigos de lo que hemos visto y oído, del “amor que ha sido derramado en nuestros corazones”. Nuestro deseo es hacer de la existencia un camino de vida plena y fecunda. Hay demasiado sufrimiento en el mundo, demasiadas vidas rotas, sin sentido, como para añadir aún más penuria. Esta vida se nos da para que la vivamos con intensidad, con una inefable dulzura de amor hacia nuestros hermanos y hacia todos los que se nos acercan.
La experiencia comunitaria, de entrada, es muy dura. La comunidad es el lugar de la revelación de mis límites y de mis egoísmos. Cuando empiezas a vivir de lleno con otras personas, descubres tu propia pobreza y tus debilidades, tu incapacidad para entenderte con alguna, tus bloqueos, tu afectividad o tu sexualidad perturbada, tus deseos que parecen insaciables, tus frustraciones y celos, tus odios, tus impulsos destructores… Mientras estabas solo, podías hacerte la ilusión de que amabas a todos. Ahora, que vives con otros, te das cuenta de que eres incapaz de amar a fondo, como eres incapaz de estar disponible para ellos. Y si eres incapaz de amar, ¿qué te queda de bueno? Sólo sientes la desesperación y la angustia. Te parece que el amor es una ilusión, y que estás condenado a la soledad y al fracaso. La vida de comunidad es, pues, la revelación dolorosa de tus límites y de las tinieblas de tu existencia. Es la revelación insospechada de los monstruos que llevas escondidos dentro de ti. Y esta revelación es difícil de asumir. Instintivamente, buscas disfrazar estos monstruos, volverlos a esconder o creer que no están. Entonces esquivas la vida de comunidad y la relación con los demás. Te buscas mil excusas, o bien pasas a otra etapa que es la de acusar a los demás y perseguir los monstruos que ves en ellos. Pero, en cambio, si aceptas que tienes monstruos, y dejas que salgan a la luz y aprendes, por la gracia de Dios, a reconciliarte con ellos, entonces comienza el verdadero crecimiento hacia la anchura y la liberación.
La vida de comunidad es muy exigente. Nos pide salir de nosotros constantemente, tomando por guía el evangelio, siguiendo las huellas de Jesús, que pasó y pasa por nosotros, a través de cada rostro, de cada mirada, ofreciendo el amor que el Padre quiere que vivamos en plenitud. Un amor que ilumina y ventila el aire de la vida comunitaria.
Cuando vemos la comunidad desde la perspectiva del amor, entonces se nos convierte en una epifanía visible de la presencia invisible, pero real, del Señor en nuestros hermanos. Queremos amar porque cada uno de nosotros nos sabemos profundamente amados por Jesús. Dios quiere ser amado en el tú concreto de nuestros hermanos y hermanas, sobre todo, aquellos con los que vivimos, aunque nos cueste reconocerlo en sus rostros y en sus actitudes. En este ejercicio de ver en el hermano la presencia de Dios, aprenderemos a aceptarle en su pobreza radical, “soportando con gran paciencia sus debilidades, tanto físicas como morales”, para llegar a sentirlas como propias. Porque Dios también se las ha apropiado y se ha hecho debilidad en nosotros. Si conseguimos vivir en esta dinámica, comprenderemos que el amor es como un fuego que devora, una “llamarada divina”, como dice el Cantar de los Cantares. Entonces sí que seremos una comunidad que vive en la alegría pascual, un testimonio vivo del triunfo de la vida sobre la muerte. Una comunidad en la que sabremos curar nuestras heridas y las de los demás, porque Jesús en la Cruz cargó con nuestra debilidad y “sus heridas nos han curado”. Éste es nuestro deseo y el mismo deseo de Dios: “que vivamos con el corazón dilatado, con un amor ferventísimo”. Así, “pasaremos de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos”.
Que María, “Regla de Monjes”, que hoy hace 28 años que preside nuestro oratorio, nos enseñe a exclamar cada día, llenos de agradecimiento: Ved qué dulzura qué delicia convivir los hermanos unidos… en la casa de Dios.
Sumamente interesante. Toda esta revelación, confesión, tan clara y aguda, compartida con la humildad de la verdad y esa sencillez tan cisterciense, nos ayuda a comprender a los consagrados que viven en comunidad y a nosotros mismos, los laicos, que estamos en otras comunidades: familia, parroquia, grupos cristianos…
Sencillamente, gracias.
No debemos decir que la vida de comunidad sea sacrificada, sino que nos falta el amor para que sea entregada recíprocamente. Este amor no es solamente una amistad, es mucho mas , es como Dios que nos ama apesar decomo somos nosotros , por encima de nuestras debilidades .
La vida en comunidad es la misma que llevamos los demás en el estado que hemos elegido libremente :el amor hay que cultivarlo para que desaparezca todas las malas hierbas que nacen cada día en nosotros , si no , nos
devoraran y el amor,morirá .
Hermosa explicación sobre el buen celo, muy clarificador, sobre todo para quien como yo, que soy oblata benedictina novel, y que estoy aprendiendo como aplicar la Regla en mi cotidianidad y así hacer la,conversión de costumbres que tanto anhelo