El fin del mundo no es un mito desfasado, sino un horizonte que sigue fascinando o estremeciendo al hombre de hoy. Basta pensar en tantas películas que reflejan la inseguridad última de la especie humana (El coloso en llamas, La Profecía, Apocalypse Now) o asomarse a las pesadillas apocalípticas de Günter Grass sobre el final de la Humanidad cuyo mundo sería heredado por las ratas.
Más desconcertante resulta recordar los «suicidios en masa» que se han repetido estos últimos años entre miembros de diferentes sectas: 912 en Guayana (1978), 78 en Tejas y 52 en Vietnam (1993), 53 en Canadá y Suiza (1994), 39 en California (1997). El motivo que los impulsó a tan trágica decisión siempre parece el mismo: liberarse de este mundo próximo ya a ser destruido, para ser trasladados a un mundo mejor.
En el fondo, siguen vivas las visiones apocalípticas de origen judío sobre el final de la historia como una catástrofe cósmica en la que el mundo es destruido por un gran incendio mientras los astros se apagan y las estrellas se derrumban, aunque hayan sido sustituidas en parte por los temores modernos a una conflagración mundial o a un desastre ecológico universal.
Creo que ha llegado el momento de abandonar este lenguaje.
Hasta hace muy poco tiempo, la historia era exclusivamente cosa del pasado. En nuestros días parece que hemos descubierto la importancia que tiene esa historia no sólo para nuestro presente, sino para nuestro futuro.
El hombre se considera fruto de un pasado; sigue su curso en el presente y se encamina hacia el futuro. La escatología está implícita en la manera de entender la existencia, pero se trata de “lo último” dentro de la marcha del mundo, no más allá de él.
Para nosotros hoy, Dios no es un ser que está fuera del mundo dirigiéndolo y manipulándolo desde fuera. No podemos separar a Dios de la realidad que nos envuelve. Esa es la base y el fundamento de todo lo que existe. Dios ni puede ni tiene que “actuar» porque es acto puro, es decir, lo está habiendo todo en todo momento. Ante Dios todo es justo y bueno en cada momento. No tiene sentido amenazar con la ira de Dios. Esta mejor comprensión de la manera de actuar (no actuar) de Dios en la historia, hace superfluas las imágenes catastrofistas, pero obliga a una reflexión sobre la importancia que el ser humano tiene a la hora de planificar su futuro.
Hoy sabemos que el tiempo y el espacio son productos mentales, extraídos de la experiencia de un mundo terreno. ¿Qué sentido puede tener el hablar de tiempo y espacio más allá de lo material?
Hablar de un “Lugar” (cielo o infierno) más allá de este mundo, sólo puede tener un sentido simbólico. Hablar de un “día del juicio”, cuando no puedan darse tiempo ni espacio, es un contra sentido. No hay inconveniente en seguir empleando ese lenguaje, pero sin olvidar que se trata de un lenguaje simbólico y no de realidades objetivas.
Al final, está Dios. No cualquier Dios, sino el Dios revelado en Jesucristo. Un Dios que quiere la vida, la dignidad y la dicha plena del ser humano. Todo queda en sus manos. Él tiene la última palabra. Un día cesarán los llantos y el terror, y reinará la paz y el amor. Dios creará «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habitará la justicia» (Pe 3, 13).
Esta es la firme esperanza del cristiano enraizada en la promesa de Cristo: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán.» (Mc 13, 31)
Imagen: Pintura de Mark Rothko