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Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito estad alegres. El Señor está cerca. A este domingo III de Adviento se le conoce como el “domingo gaudete”, precisamente porque la antífona de entrada, tomada de la segunda lectura de San Pablo a los Filipenses, comienza así: estad siempre alegres en el Señor.
El Señor se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta, nos decía Isaías en la primera lectura. Intuimos que esta alegría no es el alborozo y regocijo de quien se divierte; ni el estado de ánimo habitual del que se siente bien en la vida y encuentra fácilmente motivos para reír. Presentimos que esta alegría debe ser algo así como un sentimiento apacible, una emoción serena y suave, un deleite íntimo, fruto del Espíritu y de la esperanza que no defrauda; una dulzura que se derrama en el alma. Una alegría tranquila, sosegada, mucho más interior que exterior, impregnada de paz.
Con el salmo responsorial hemos estado repitiendo: gritad jubilosos: “qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”. Esta invitación a la alegría, a la exaltación jubilosa, nos resulta siempre sugerente y sugestiva, porque en algunos momentos, casi siempre a solas con nosotros mismos, experimentamos una inmensa carencia interior. La necesidad de llenar esta carencia, de apagar esta sed nos empuja a pensar, a actuar. Sin ni siquiera interrogarla, huimos de esta insuficiencia, tratamos de llenarla a veces con un objeto, a veces con un proyecto, luego, decepcionados, corremos de una compensación a la siguiente, yendo de fracaso en fracaso, de sufrimiento en sufrimiento, de guerra en guerra.
¿Acaso no nos resulta familiar esta descripción? ¿No es éste el destino del hombre común, de todos los que aceptan, o mejor, aceptamos con resignación este orden de cosas que juzgamos inherente a la condición humana? Pero, observemos más de cerca: engañados por la satisfacción que nos proporcionan los objetos, llegamos a constatar que causan saciedad y hasta indiferencia; nos colman un momento, nos llevan a la no-carencia, nos devuelven a nosotros mismos y luego nos cansan; han perdido su magia evocadora. Por lo tanto, la plenitud que experimentamos no se encuentra en ellos, está en nosotros; durante un momento, el objeto tiene la facultad de suscitarla y sacamos la conclusión equivocada de que fue él el artesano de esta alegría y de esta paz. Nuestro error consiste en considerar este objeto como una condición sin la cual es imposible que se produzca dicha plenitud.
Seríamos injustos si reducimos todo a esta explicación, porque conocemos también momentos y situaciones de verdadera alegría sin causa aparente, en los que no ha sucedido nada especial. En esas circunstancias, invadidos por el júbilo, nos sentimos impulsados a exclamar: qué grande es en medio de nosotros el Santo de Israel. Durante estos períodos la alegría existe en sí misma, no hay nada más. Sin embargo, la alegría vinculada a un objeto o a un suceso sólo puede darnos una felicidad efímera, incapaz de proporcionarnos aquella paz duradera que está dentro de nosotros mismos. La satisfacción última, la alegría inefable, inalterable, sin motivo, está siempre presente en nosotros; lo que ocurre es que está velada para nuestros ojos.
La gente le preguntaba a Juan: ¿qué tenemos que hacer? Esta podría ser también nuestra pregunta, ¿qué tenemos que hacer? ¿Qué tenemos que hacer, si es que algo podemos hacer, para tener experiencia de esta alegría desbordante, para estar siempre alegres en el Señor?
La alegría, fruto del Espíritu, no va a residir en la positividad que pueda uno tener, por más excelente que sea desde el punto de vista humano o religioso, sino en la negatividad asumida con amor. La perfecta alegría o la auténtica libertad consiste en aceptar con alegría la ruptura de la fraternidad, en aceptar todo tipo de violencia simbólica que puede descorazonar interiormente y echar a perder las propias convicciones; consiste, incluso, en soportar con alegría la violencia física.
La alegría espiritual o la libertad interior provienen de un amor tan intenso que no sólo es capaz de soportar, sino de amar y abrazar alegremente la propia negatividad. El que haya interiorizado semejante práctica del amor conocerá la verdadera libertad, pues nada podrá amenazarlo: si se ve elevado al cielo, no modifica su actitud transformándola en vanagloria; si se ve arrojado al fondo de los infiernos, tampoco transforma su actitud en amargura. Conoce la verdadera alegría aquel que se posee totalmente a sí mismo, y por eso se encuentra en una tesitura en la que no le pueden afectar ni el bien ni el mal.
Estad siempre alegres en el Señor… El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
Imagen: La alegría de vivir, 2013, de Oscar Santasusagna