«La Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14), acabamos de proclamar.
Hoy hacemos memoria, no memorial, del Nacimiento de Jesús de Nazaret. Memoria porque es un acontecimiento pasado que, desentrañando su contenido, nos llena de gozo, fascinación y agradecimiento; no es memorial, porque el memorial es experiencia vital de lo que acontece permanentemente: el Señor resucitado, que se deja sentir como Viviente, hoy, aquí y ahora, entre nosotros. Hacerse carne es hacerse uno de nosotros: ser humano. Es, precisamente, a través del ser humano cómo podemos reconocer y acceder a la Palabra hecha carne. Hay que poner freno y brida a la especulación y a la fantasía que, no pocas veces, mitifica y volatiliza tan extraordinario y determinante acontecimiento.
La tradición de Lucas, proclamada en la Eucaristía de la Aurora, su reflexión teológica, a la luz del acontecimiento Pascual, nos ayuda a comprender lo iniciado con el Nacimiento de Jesús de Nazaret, que lo sitúa en ámbito muy peculiar, impactando y rompiendo esquemas, por su demanda inalienable de compromiso reivindicativo. Mucho más acá de imágenes pintorescas, adornadas con serpentinas y luces de colores, está la manera de actuar y situarse de Dios con respecto a todos nosotros, tan distinta a nuestros criterios y planes, como constantemente nos recuerdan los profetas.
Jesús de Nazaret fue un marginado y excluido social desde su nacimiento [«no tenían sitio en el albergue» (Lc 2,7c)], hasta su muerte [«lo sacaron fuera para crucificarlo» (Mc 15,20]. La reflexión teológica de Lucas es contundente, profundamente atípica, llena de Buena Noticia, erradicando para siempre la pretendida impureza y la separación recalcitrante. Los primeros testigos del nacimiento de Jesús, según la tradición de Lucas, fueron pastores. Estos, como los pescadores, carniceros, prostitutas, recaudadores de impuestos, entre otros, eran tenidos por gentes de malvivir, ladrones y, por lo mismo, impuros, excluidos, separados del culto. Los pastores, en concreto, eran desalojados de las aldeas a cuidar rebaños, la mayoría eran personas sin techo fijo [«dormían al raso», nos dice Lucas (Lc 2,8)], en una palabra: se les marginaba. En caso de mal tiempo utilizaban grutas u oquedades, típicas de la zona, donde se guarecían con los animales. Probablemente, en una de estas grutas, conocidas por los pastores, cercanas al lugar de empadronamiento, María de Nazaret dio a luz, pues tampoco tuvo acogida entre sus familiares o conocidos.
Hay otro elemento importante a tener en cuenta: la teofanía explicativa de lo acontecido con el alumbramiento de Jesús. Los prototipos representativos y vehiculares de este tipo de narraciones son los ángeles, que anuncian, en este caso, a los pastores, lo siguiente: «os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). Antecede a la confesión de fe «ciudad de David», que no tiene sólo significado toponímico, sino también de linaje: el linaje de un pastor, del pequeño entre ocho hermanos. Es decir, no importa tanto Belén o Nazaret como la impronta que marca a Jesús de Nazaret, en lo humano. Desciende de un pastor, del pequeño que, en los ambientes familiares y sociales de la época, incluida la de Jesús, no contaban para nada. El expectante mesianismo ascendente, regio, que se esperaba, se da de bruces con el mesianismo descendente de Siervo, que encarnará este Niño recién nacido y que resultó incomprensible para los sabios y entendidos de su tiempo y del nuestro, pese haber sido anunciado por los profetas, especialmente Isaías.
Es notorio el enamoramiento y elección de Dios, a lo largo de toda la historia de la salvación, por los que no cuentan, empezando por un puñado de huidos de la tiranía exterminadora de Egipto. La reflexión teológica de Lucas lo pone de manifiesto: Jesús de Nazaret viene a este mundo en y desde el ámbito de los que no cuentan, entre los excluidos y marginados y, por lo mismo, se les destaca como lugar teológico por excelencia, lugar de encuentro reivindicativo y compromiso. Hemos insistido tanto en la divinidad de Jesús, que casi lo hemos arrancado de su ámbito natural y carnal, de su estar con nosotros, en nuestra movida; lo encorsetamos en celebraciones rituales y cultuales, con turífero e hisopo, en las que, paradójicamente, no participan los excluidos, los marginados, los que no cuentan. La Palabra se hace carne y nosotros la desencarnamos, la deshumanizamos, dejándola aparcada en el pesebre.
No estoy exagerando. Este Niño, ya adulto, elegirá, para que convivan con Él a pescadores: Pedro, Andrés, Santiago y Juan; un recaudador de impuestos: Leví; un zelota: Simón; un adicto al dinero: Judas Iscariote; uno que le humilló por su origen: Natanael; y muchas mujeres, tan denostadas tradicionalmente, no por Jesús que las deseo y destacó como discípulas, que le ayudaron con sus bienes (Lc 8,3), y subieron con Él desde Galilea a Jerusalén, acompañándolo hasta el final (Mc 15,41), contrariamente a los varones que, abandonándolo, huyeron todos (Mt 26,56; Mc 14,50).
Hay que recuperar, hermanos y amigos, el chip original del Evangelio, con mayúscula, que no es una doctrina, una religión y, menos aún, una moral legalista, sino una Persona, que se la encuentra por vía de relación y compromiso con su causa: el ser humano. Las personas disfrutan, maduran, se quieren, valoran, respetan, empatizan, complementan y admiran en la medida que se relacionan. El ámbito de encuentro no es el templo ni la sinagoga, ni del conocimiento la academia o la estantería, sino en el que Jesús de Nazaret nació, vivió y comprometió: los excluidos y los marginados, los pequeños, es decir, los que no cuentan, todos los descalificados por los sistemas faraónicos que depredan y esclavizan. Estas personas comprendían muy bien el leguaje de Jesús porque también era su lenguaje, su clamor… y se maravillaban. Hablaba con autoridad, decían, porque lo reconocían como uno de ellos, como uno de tantos (Flp 2,7). No iba de rabino ni tutor sino de hermano, como dicen los jóvenes hoy, de colega y cómplice.
Con su nacimiento, Jesús de Nazaret se incorpora a nuestra vida e iniciará su testimonio de seducción, también, en tierra marginal, Galilea de los Gentiles, de la que se opinaba que nada bueno podía salir de ella, lo mismo que nosotros opinamos de ciertos ambientes y personas. Pero Jesús la itineró con entusiasmo apasionado, aprendiendo de sus gentes, escuchándolas, descubriendo así, lo que la voluntad de Dios le demandaba. Es ahí, precisamente ahí, donde la Palabra de Dios hace sentir su carne, su solidaridad, su brío, con todos y cada uno de nosotros, porque es justicia y solidaridad lo que reivindica, no beneficencia, sin condicionarlas a cultura, credo, género o etnia. Sin encuentro escuchante con los injusticiados será quimera encontrar y escuchar la Palabra del Injusticiado por excelencia: Jesús de Nazaret, nacido de mujer como cualquiera de nosotros. Jesús de Nazaret no es sólo Señor, sino también Hermano.
E n tiempos pasados Dios dispersó su revelación, valiéndose de los profetas , y patriarcas del A.T. Pero Cristo es la última palabra de Dios , y es inútil buscar a Dios sino partiendo de Cristo y de su mensaje evangélico. Esa palabra de Dios es definitiva para la humanidad , puesto que es asequible para todos .
Tan es así que su mismo nombre :JESÚS , es LIBERACIÓN, total de la persona,comenzando por los excluidos
de nuestra sociedad, puesto que puso su tienda de campaña entre nosotros .Así , el profeta Isaías ve por el camino al mensajero de la «buena noticia » gritando y cantando a Dios que viene como libertador .