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Tu padre y yo te buscábamos angustiados. (Lc 2,48)
Casi siempre se considera que la infancia es la época más feliz de la vida. Al menos, eso es lo que los adultos imaginamos. Pero, ¿es realmente así?
Es cierto que el niño parece con frecuencia feliz por su gran capacidad de disfrutar de casi todo con asombro. Ese mundo de juegos y ensueño que lleva dentro, esa fantasía que envuelve su vida le permiten moverse, reaccionar, pasar rápidamente del llanto a la risa. Pero son muchos los niños que sufren, precisamente porque los adultos no sabemos acercamos a ellos y cuidar mejor su felicidad.
Al niño se le mima, se le manipula, se le golpea y se le besa. Se le obliga a comer y se le manda callar. No se le escucha; se le amenaza, se le intenta programar para que diga y haga lo que queremos los mayores. Frecuentemente, se le agobia con libros, estudios y deberes. Se le restringe su tiempo de juego y fantasía. Se ahoga su creatividad y se le pide comportarse como adulto.
Y luego están los niños maltratados con el peor de los abandonos que es el tenerlos cerca y no atenderlos ni cuidarlos. Los niños que no reciben besos como premio, pero sí bofetones como castigo. Los que viven defendiéndose como pueden en medio de esa tragedia que es una pareja mal avenida. Los niños no amados, que son una carga para sus padres.
Y esos niños atropellados por las tremendas agresiones de los adultos. Y los niños que piden limosna por las calles, envueltos en roña y cubiertos de costras y sabañones. Niños mal alimentados. Con poca comida y menos cariño.
En esta festividad de la Sagrada Familia en que recordamos a María y José angustiados por la pérdida del hijo, yo quiero rendir mi homenaje a esos padres que también angustiados por la pérdida de sus hijos e hijas hundidos en la droga, el alcohol, la prostitución o la rotura matrimonial, los buscan y hacen verdaderos sacrificios para su reinserción. Yo felicito a esos padres de paciencia casi infinita, que saben estar cerca de sus hijos. Padres que al llegar a su casa, dejan que sus hijos se les cuelguen del cuello. Madres que saben «perder tiempo» jugando con su niño o su niña. Esos hombres y mujeres a los que apenas nadie valora, pero que son grandes porque saben respetar, cuidar y hacer felices a sus hijos. Aunque no lo sepan, están contribuyendo a hacer un mundo más humano porque a un niño feliz siempre le será más fácil ser un día un hombre bueno.
No podemos celebrar responsablemente la fiesta de hoy sin escuchar el reto de nuestra fe. ¿Cómo son nuestras familias? ¿Viven comprometidas en una sociedad mejor y más humana, o encerradas exclusivamente en sus propios intereses? ¿Educan para la solidaridad, o enseñan a vivir para el bienestar insaciable, el máximo lucro y el olvido de los demás?
Es verdad que en los medios católicos tradicionales, y en otros medios, ha habido como una absolutización de la familia. La familia lo era todo, y en aras de la familia había que sacrificarlo todo. Jesús da un rotundo “no” a esta concepción. La desmitificación que hace Jesús de un exagerado aprecio de la familia se extiende a todos los aspectos de la cuestión, a la vocación social, la vocación política, la vocación personal… (“¿no sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre”?) que nunca deben ser absorbidas por el grupo familiar cerrado.
La evolución actual nos hace comprender mejor esta puesta en cuestión del absolutismo familiar. Los jóvenes reciben fuera de la familia tanto, o más, como dentro de ella. Reciben de fuera cada vez más las ideas, la cultura, la enseñanza, la amistad e incluso el dinero pues muchos trabajan ganan y viven fuera gran parte del tiempo. El grupo familiar queda, en cierto modo, homologado con los otros grupos humanos.
Ahora bien, la familia, aunque relativizada mantiene todo su valor singular, intercambiable. La experiencia donde se ha llevado al máximo la socialización, muestran la decisiva transcendencia que para toda la vida tiene la relación paterno-filial.
Para nuestras familias y a las que viven angustias por muchos motivos hoy tenemos un cariñoso recuerdo.