…
Al entrar en este mundo, dice Cristo: «Tú no has querido sacrificio ni oblación; en cambio, me has dado un cuerpo». (Heb 10,5)
En los cimientos del cristianismo no está un mensaje, sino un cuerpo, una historia situada, una vida, con todo lo que conlleva: alegría y dolor, amor y rechazo, fuerza y vulnerabilidad… una vida como la nuestra.
La fe no es un conjunto de ideas. Ésas se manipulan hábilmente a nuestro antojo. La Navidad nos viene a decir que Dios tampoco es una idea, sino un cuerpo, y no un cuerpo celestial, pero un cuerpo como el nuestro, o mejor: nuestro propio cuerpo, nuestra propia vida. La fe es habitar nuestro cuerpo y en él descubrir una historia de amor: Dios con nosotros. No es una historia hecha de evidencias. Ninguna historia de amor lo es.
Me has dado un cuerpo. Por más ligero que sea, el cuerpo tiene su peso. No solo lo indicado en la báscula. Tiene una historia imborrable, guarda memorias – de unas somos conscientes, de otras no. El cuerpo es tiempo y es espacio. Tiene fronteras. Tiene límites. Enferma. Envejece. Muere. Y, al mismo tiempo, es habitado por un deseo de infinito, tantas veces manifestado en la dispersión de una multiplicidad de deseos.
Desde la Navidad, ya nadie puede decir: aquí termina el hombre, aquí comienza Dios, porque creador y creatura están unidos y, en aquel recién-nacido en Belén, hombre y Dios son una misma realidad. Cada uno de nosotros es cuerpo de Dios. Aunque nos cueste reconocer Dios en un niño, por lo menos sobre el niño podemos proyectar todo lo que fuimos, o imaginamos que fuimos, antes de ser quienes somos ahora. El recién-nacido apenas tiene historia. Todo es futuro. La página está en blanco. Dios en un niño, a pesar de todo, es relativamente fácil de imaginar: pureza, inocencia, novedad inmaculada… Pero, ¿Dios en un adulto?, ¿Dios en nuestras historias con rastros tan pesados?, ¿Dios en un terrorista que mata indiscriminadamente?
Solo un Dios que no suprime todo lo contradictorio en lo humano puede ser Dios. Habita en nosotros sin controlarnos o substituirnos. Habita como una pregunta, como un vacío, como un silencio. Habita como una apertura para un “dialogo” con lo que en nosotros no tiene respuesta. Habita como una brecha, como una marca de lo inacabado que cada ser humano es.
Dios se hace carne humana y nosotros soñamos en ser seres celestiales, revestidos de gloria y de honores. Dios encarna en lo limitado y nosotros soñamos ser ilimitados. Dios viene a lo que somos y nosotros no queremos ser lo que somos. Somos nosotros que no amamos nuestra carne. Es aquí que se produce el desencuentro. Una fe triunfalista y el ateísmo cristalizado son dos caras de la misma moneda: el rechazo a la propia vida, es decir, el rechazo de Dios.
Georges Bernanos en la última página de su novela Diario de un cura rural escribe:
Es más fácil de lo que parece una persona odiarse a sí misma. La gracia está en poder olvidarnos de nosotros mismos. Pero si todo orgullo estuviera muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería cada uno amarse a sí mismo humildemente, como cualquiera de los miembros doloridos de Jesucristo.
Me has dado un cuerpo. Dame la gracia de vivir en él. Tú elegiste vivir en mí. Dame la gracia de vivir en mi casa, donde Tú elegiste vivir.