LOS MUROS NO LLEGAN HASTA EL CIELO

Martín Lutero

Martín de Lutero se dirigió a la Dieta de Worms por el mismo motivo que impulsó a Benito ir a Subiaco: porque su conciencia estaba vinculada a la Palabra de Dios.

En esta semana de oración por la unidad de los cristianos presentamos una reflexión sobre ecumenismo, incidiendo particularmente en la relación entre Reforma protestante y vida monástica. El texto es de André Louf (1929-2010), monje cisterciense, tomado de su libro La vida espiritual, publicado por la Editorial Monte Carmelo.

Cuando las Iglesias están efectivamente separadas los monjes se ven casi fatalmente arrastrados al cisma, incorporándose a la Iglesia a la que pertenecen en el momento en que se crea la fractura. En ciertos casos pueden llegar a identificarse con el cisma, y convertirse en sus defensores fanáticos. A pesar de ello, donde quiera que se halle, el monje sigue marcado con la impronta de la unidad y del ecumenismo. Ha recibido una cierta esperanza y un gusto de Dios, que van mucho más lejos de las fórmulas que intentan circunscribirlo. A través de la oración posee un sentido de la comunión universal en Cristo que supera las fronteras visibles de las Iglesias, tal como se han estabilizado después de las tormentas de los grandes cismas. Siente de una manera confusa que debe existir en la eclesiología un lugar todavía indefinido junto al cual las barreras de la separación no han logrado penetrar, y donde ya se tambalean esos muros de los que el metropolita Platón de Kiev dijo un día que no llegaban hasta el cielo.

Aunque el monje se ve obligado a asumir la inevitable lentitud ecuménica de las Iglesias, por la gracia que ha recibido lleva en sí una llamada punzante a la unidad total de todos los que siguen a un mismo Señor. Esta unidad él la posee hasta cierto punto en sí mismo. Le  ha sido concedida en aquello que Thomas Merton ha llamado el “punto virgen” que se halla en todo hombre. El invisible contenido en su corazón le permite intuir una plenitud que los cismas del exterior no han arañado, un punto de Iglesia indivisa que jamás ha sido violado, y que desde el cual si pudiésemos encontrarnos todos juntos en él, aunque solo fuese un instante, nos resultaría infinitamente más fácil acoger el don de la unidad visible, que el Señor está siempre dispuesto a conceder a su Iglesia. (…)

Acerquémonos un instante a las Iglesias nacidas de la Reforma. No parece inmediatamente evidente un entendimiento entre ellas y el antiguo monacato: es lo menos que se puede decir, y supongo que a más de uno entre vosotros le resultará paradójico el simple enunciado de esta posibilidad. Sin embargo, aunque nacida de la experiencia personal muy negativa que Lutero había hecho de la vida monástica, la Reforma no ha cesado jamás de preguntarse sobre ella. Más de una vez teólogos protestantes, incluso recientemente, han percibido que la vida monástica interpela en cierto modo a la Reforma, con la íntima esperanza de que por su parte los monjes se sientan interpelados por algunas cuestiones que les presenta la Reforma.

Permitidme citar aquí la valoración de un famoso historiador metodista, Gordon Rupp, en una conferencia que pronunció en Coventry en 1967:

La Reforma protestante ha contribuido notablemente a la constitución de Europa, y generalmente se mantiene que esto ha supuesto una flexión de lo que podía llamar el espíritu benedictino. Admitamos que es verdad. Sin embargo, a pesar de algunas críticas duras e inexorables dirigidas al monacato, la prioridad de Lutero se había establecido – Dios, su conciencia y la comunión de los santos – eran también las de Benito. Martín de Lutero se dirigió a la Dieta de Worms por el mismo motivo que impulsó a Benito ir a Subiaco: porque su conciencia estaba vinculada a la Palabra de Dios. Con la ayuda de Dios permaneció en aquel lugar, porque no podía obrar de otro modo. Y el emblema de la Reforma protestante ha sido siempre de un monje que lucha en la oración, inclinado sobre su Biblia, con el inconsciente bullendo de imágenes y palabras de la Escritura, sobre todo del Salterio.

Este emblema que Gordon Rupp reivindica para la Reforma podría ser también el de la vida monástica enteramente consagrada a la Palabra de Dios en la lectio, en la alabanza y en la oración.  Tanto en una parte como en la otra se sienten acometidos  por la misma necesidad  de conversión y de reforma. (…)

En un penetrante análisis de la desgarradora lucha interior que llevó a Lutero a renunciar a la vida monástica, ha escrito Dietrich Bonhoeffer:

En este naufragio de la última posibilidad de llevar una vida de profunda devoción a Dios, Lutero se aferró a la gracia. En el crisol del mundo monástico reconoció la mano salvífica de Dios tendida en Jesucristo. Él la agarró convencido por su fe de que todas nuestras obras son inútiles, incluso en la mejor de las vidas.

Me atrevo a añadir: ¿la experiencia del monje es muy distinta de la de Lutero, si se prescinde tal vez del hecho de que la mano salvífica de la gracia lo toca y lo levanta a lo más íntimo de su vocación?

Por otra parte, se trata de un momento fundamental de su experiencia. Una cierta imagen de la vida monástica, imagen pagana en suma, que reclama su abnegación natural, ya no vale de repente. Lo mismo que ocurrió a Lutero, llega un momento en que el monje ya no puede confiar en sus propias fuerzas, que son radicalmente insuficientes para mantenerlo firme en su propósito monástico.  Se encuentra reducido a su propia debilidad, que al aceptarla con gozo hace nacer poco a poco la verdadera humildad. Gracias a la misericordia de Dios, lo ha conseguido en ese punto de pobreza en que se habían agotado todas sus energías naturales. La mano salvífica de la gracia puede actuar libremente desde ese momento, y la vida monástica, suponiendo que sea posible para un creyente, se convierte en la única cosa que puede ser en verdad: un milagro de la Palabra y de la Gracia en un creyente reducido a su miseria, pero – y aquí cito no a Lutero sino a Teresa de Lisieux – “que confía hasta la locura en la misericordia de Dios”. Benito reconoce el retrato ideal del monje en el publicano, que consciente de su pecado no se atreve a levantar los ojos al cielo, sino que repite sin cesar en su corazón: “Señor, ten piedad de mí, pecador”. Es una obra maestra de arrepentimiento, de dulzura, de amor auténtico, humilde y universal.

La Reforma no ha cesado de recordar esta prioridad absoluta de la gracia, pero sin nunca llegar, a no ser en fechas recientes, a una reaparición de la vida monástica. Pero nos podemos preguntar si la gracia evangélica de la Reforma no constituye una variante particular de la misma gracia monástica, en una forma más despojada y completamente interior.

Imagen: Amanecer – Lutero en Erfurt, pintura de Joseph Noel Paton

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