ANDENTRARNOS EN EL DESIERTO

«Considerad, hermanos, al Apóstol y Sumo Sacerdote de la fe que profesamos» (Hb 3, 2).

Este versículo del capítulo tercero de la Carta a los Hebreos nos puede ayudar mucho en nuestro “éxodo” particular y comunitario en el largo proceso de maduración en la fe y en el camino de la vida hacia la casa del Padre.

Todos sabemos que la vida no es fácil para nadie y la vida de fe tampoco, sobre todo si nuestra fe se fundamenta en un sistema de creencias y práctica religiosas que nos dan seguridad, porque un día ese sistema de creencias y prácticas religiosas se caerá y se hará pedazos, y nos quedaremos sumidos en la más completa desnudez. Ese es el  momento crucial de nuestra vida: caminar en la oscuridad de la fe, «con los ojos  fijos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12, 2), o bien volver a recomponer las viejas creencias y refugiarnos en ellas dando la espalda a un proceso de maduración y crecimiento de la fe, o bien vivir de por vida en la amargura de un teísmo ateo.

Todos tenemos la experiencia de que la fe es un proceso de maduración humana y espiritual y tenemos que tener siempre en nosotros, en nuestro interior, la imagen viva de Jesús a quien no le fue fácil mantenerse fiel a la misión recibida del Padre. Los Evangelios nos recuerdan sus luchas interiores  y las pruebas que tuvo que superar a lo largo de su vida. Sabemos que el relato de las tentaciones que nos narran los evangelistas, son un resumen de las tentaciones que tuvo que superar. Las formas falsas  de un mesianismo espectacular y triunfador le venían dadas, no sólo por la creencia popular en un Mesías Rey y Sumo Sacerdote que había en su tiempo, sino también por la ambición de sus discípulos. Él no se deja arrastrar por el delirio de la omnipotencia, ni por la fascinación perversa de «todo en el acto», sino que guarda el sentido del límite, de la unicidad de Dios y la distancia con relación a Él.

Jesús de Nazaret nos dice que comenzamos a ser creyentes, hombres y mujeres de fe cuando renunciamos a ser dioses. Y, sobre todo, nos dice que los caminos de la tentación, que estuvieron presentes en su vida hasta la Cruz, también son los nuestros, y las respuestas que tenemos que dar para vencerlos las encontraremos en su persona y en nadie más.

No debemos de tener miedo de adentrarnos en el desierto. Cada uno tiene el suyo. Se necesita valor porque la sensación de pérdida de ese mundo en el que vivíamos tan seguros al amparo de una vivencia religiosa que nos mantenía en una infancia falsa y negativa es muy grande, muy fuerte y dolorosa y, es precisamente ahí donde la voz diabólica, que no es otra cosa que nuestro falso yo,  nos lanza sus cantos de sirena tentándonos a volver a la seguridad de una religión a la que le entregamos la conciencia y la libertad con tal de vivir tranquilos, aunque el corazón sangre con la insatisfacción.

Decir ¡NO! a los espejismos maravillosos que van a mostrársenos en la soledad del desierto va a ser difícil y duro. Tendremos hambre y sed de lo que quedó atrás y la memoria lo va a magnificar. Tendremos caídas, retrocesos, derramaremos lágrimas de sangre, daremos gritos de impotencia y todo un mundo de voces y de imágenes tomarán posesión de nosotros. Acordaos de la terrible noche  de San Antonio Abad cuando se recluyó en un sepulcro en el desierto y todas las miserias humanas, todas las ambiciones, todas las lujurias personificadas en seres fantásticos, luchaban dentro de él para apartarlo de su camino en el seguimiento de Jesús. La lucha fue tan terrible que quedó medio muerto. ¿Dónde estabas, Señor? – dijo Antonio. Yo estaba contigo – respondió el Señor.

La perseverancia en esa lucha no es algo que se hace en un día o dos; la historia  nos dice que tenemos que andar vigilantes, pero sabemos que uno más fuerte nos sostiene en ese trabajo de ser hombres y mujeres de espíritu evangélico. Una vez que nos abandonamos en las manos de la misericordia, que tomamos la Santa Palabra para encontrar en Jesús de Nazaret  la respuesta que necesitamos para caminar con fe por  nuestro desierto interior; una vez que renunciamos a tener todas las respuestas, a todas las seguridades, una vez que tenemos conciencia de que no somos más que hombres y mujeres, entonces, sólo entonces, sabremos que somos tentados para que no nos extralimitemos en nuestras posibilidades cuando queremos vivir como superhombres y tener respuestas convincentes para todo, es decir: ser como dioses.

La ambición del poder, del prestigio y del dinero, en el fondo son una única tentación en la que, como satélites, orbitan todas las demás. Por eso, una vez que en nuestro mundo interior renunciamos a nuestro falso yo, se  nos abren las puertas de la luz, como a San Antonio y comprenderemos que, en Cristo, quien pierde gana.

Cristo vive y lucha con los que renuncian a sí mismos y luchan por un mundo de paz y justicia. Para  nosotros los creyentes este proceso de caminar por el desierto hacia la Pascua de Luz, lo tenemos que vivir como una experiencia de salvación en la que por el camino vamos dejando jirones de vida. Cada jirón por muy doloroso que sea es una victoria a nuestro falso yo. Pero el que nos acompaña, el que vive y lucha con nosotros, está sanando nuestras heridas. Y el mejor signo de su presencia salvadora es una alegría humilde que, poco a poco, va apoderándose de nuestro interior. Una alegría que nace en el centro de la persona cuando renuncia a fabricar dioses y deja a Dios ser Dios.

Imagen: Tentaciones de Jesús, de Kirk Richards

Un comentario en “ANDENTRARNOS EN EL DESIERTO

  1. vicenta rúa lage dijo:

    Palabras valientes, señales de un peregrino a otros compañeros de viaje. Pueden afianzar nuestros pasos o abrirnos a nuevos senderos, bellos, profundos y bien iluminados. Nuestra limitación, esa pobreza, puede regalarnos su pura alegría.
    Sigamos nuestro camino, siempre recién iniciado, guiados por nuestra verdad y siempre gozosos y confiados, sabedores de que llevamos la mejor compañía. He aqui nuestra vocación.
    Más pobreza feliz: no necesitamos que nuestros ojos de carne vean la tierra prometida. La soberbia de creer que hemos llegado, nos destruiría.

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