CONTEMPLADLO Y QUEDARÉIS RADIANTES

 

Los evangelistas sinópticos, y con ellos Lucas, nos presentan una experiencia de una gran intensidad, ante el Maestro en oración. La luz, el sol, la blancura, la nube, la voz, la chozas, el sueño, la caída de bruces, Elías, Moisés, la conversación, el éxodo… Lenguaje muy expresivo e impreciso a la vez, que intenta comunicar algo asombroso pero de lo que no se tiene experiencia en la vida normal. Esta experiencia tan especial, se sitúa en un contexto, anterior y posterior, de  presencia del mal espíritu que se opone al plan de Dios. En este contexto, la Transfiguración de Jesús es un rayo de esperanza, una confirmación de que el proyecto del Reino tiene un futuro cierto; ni Pedro, intentado apartar a Jesús de su “camino hacia Jerusalén”, ni la impotencia de los apóstoles, intentando liberar al poseso, son datos definitivos de un posible fracaso del Proyecto de Jesús. Allí, “en lo alto del Monte” se oyó la voz del Padre: este es mi Hijo el Predilecto, escuchadle. La escucha atenta y compro­metida del Hijo Amado del Padre es la garantía de que caminamos por buen camino.

Jesús es el icono viviente del Padre, “en el que hay vida y plenitud, del cual todos recibimos gracia tras gracia”. La Transfiguración desvela la propia realidad de Jesús, su origen y su destino, también las dificultades del camino. La Transfiguración no es una máscara que se pone y que más que descubrir, oculta. Transfigurar es llegar a la realidad última del ser, a pesar de las apariencias.

Como cristianos, constantemente acudimos al Evangelio, a la vida y a la historia de Jesús, para ­que la vida del Señor sea la fuente de nuestra iluminación. Si centramos amorosamente nuestra mirada en el Maestro, brotará un amor apasionado que nos liberará de nuestros egoísmos y abrirá el corazón a las realidades que son  importantes. El ardiente deseo de verle, de contemplarle, de gustar su añorada presencia, consume y a la vez alienta nuestras vidas, dilatando nuestro corazón.

Pero, ¿dónde buscaremos tu presencia, Señor? ¿Qué presencia de Dios buscamos? ¿Tendrá Dios distintas maneras de manifestar su rostro? ¿Por qué cuando contemplo, agradecido, tal rostro de Dios, es otro rostro de Dios el que me interpela, me inquieta y me apasiona? Subimos a la montaña a contemplar con Moisés, E­lías y los discípulos el rostro de Cristo Transfigurado y, cuando estamos allí, deseando hacer tres tiendas, experimentamos con fuerza irresistible, que el rostro de Dios está allá abajo, en el hombre que pide desesperado la curación de su hijo.

Buscamos el rostro de Dios en la oración solitaria, silenciosa y humilde, y Cristo se nos hace presente, se acerca a nosotros, en los que tienen hambre de una palabra y sed de una compañía. Cuando decidimos contemplar el rostro de Cristo en las miserias humanas, en los hombres y mujeres, nuestros hermanos, surge exigente una llamada de nuestro interior, desde donde sabemos que las cosas son verdad, para recordarnos que sólo en el desprendi­miento de nosotros mismos, en el vaciamiento, y en la pobreza disponible, Él manifiesta su presencia.

Buscar el rostro de Dios nos transfigura porque nos desestabiliza, nos descoloca, nos hace salir de nuestros esquemas, de nuestras seguridades y nos lleva por senderos que ignoramos. Contempladlo y quedaréis radiantes. Buscar el rostro de Dios, contemplar su gloria, tiene que servirnos para llevar el amor de Dios a este mundo nuestro en ebullición, lleno de desamor y de odio.

En el fondo de nuestro ser hay como un ansia de contemplar la luz de Dios, su rostro de Padre Bueno. Experimentar lo que creemos y palpar algo de lo que deseamos, es una tensión actual y permanente, impresa en el corazón del ser humano: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”. Le damos muchos nombres a esta búsqueda, la experimentamos de mil maneras, incluso la padecemos como una carencia que nos hace seguir buscando esa realidad, parcialmente intuida, como camino de añorada felicidad. Todos somos buscadores. El tesoro que buscamos está en nosotros, en lo profundo y en lo superficial de nuestro ser y de nuestro hacer. Ahí tenemos que anclarnos si queremos descubrir la luz de Dios, el tesoro que hay en nosotros, la iluminación que abre a un nuevo ser en el amor entregado y compartido.

La vida de Jesús, que se nos va presentando a lo largo de toda la catequesis cuaresmal, es para los creyentes la pedagogía que el Espíritu utiliza para llevarnos suavemente, pero con constancia, hacia la contemplación que transforma todo nuestro ser en imagen del Hijo. Ese es nuestro anhelo, nuestro máximo deseo y aspiración: quedar radiantes al contemplar el rostro transfigurado de Jesús en su vida, en sus misterios, para poder irradiar en nuestro entorno “lo bueno que es el Señor”.

Imagen: Transfiguración (det.) | Oratorio del Monasterio de Sobrado | Pintura de Xaime Lamas

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