EL SEÑOR ES PACIENTE Y MISERICORDIOSO

El árbol rojo | 1908 | Piet Mondrian

Dijo Jesús: Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y yendo a buscar fruto en ella, no lo halló. Entonces dijo al vi­ñador: Córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde? (Lc 13,6-7)

Con frecuencia los medios de comunicación vuelven al tema. Nos cuen­tan las tragedias nacionales, los balances económicos, los ajetreos polí­ticos, las noticias light que acarician la vanidad de muchos. Y reiteran una dolorosa estadística: En tal ciudad, en tal región del mundo, el sui­cidio ha subido en porcentaje sobre las muertes naturales. Los escuchas cerramos los ojos y lanzamos un amargo por qué.

La respuesta podría llegar desde otro interrogante. Muchos hermanos nuestros se preguntan desde el fondo de alma: ¿para qué existo?; ¿qué sentido tiene vivir aquí y ahora? Si nadie nos responde a satisfacción, todo se vuelve trágico y absurdo. Y la única solución es marcharnos furtivamente de este mundo.

En tiempo de Jesús, la gente se preguntaba con terror, por qué una torre había aplastado a dieciocho galileos que ofrecían sacrificios. Una trage­dia que rebosaba la angustia del pueblo ante la pobreza, la dominación romana y la crisis religiosa de entonces. Jesús rompe el esquema tradicional, que hacía equivaler tragedia y pe­cado. Explica a sus discípulos que aquellos galileos no eran más peca­dores que los demás. Y sitúa el mal físico en otro nivel, que luego iluminaría con su pasión y muerte.

Pero añade la parábola de un labriego, que va a buscar frutos en su higuera. Al no encontrarlos, da orden de cortarla. ¿Para qué ocupa lugar? Sin em­bargo, el mayordomo intercede: Déjala, señor, un año más. Yo cavaré al­rededor y echaré abono, a ver si da fruto. Si no, entonces la cortarás.

Inquieta el comprender que esa higuera soy yo. ¿Habrá encontrado el Señor frutos en mí? ¿Tendré razón para ocupar un lugar sobre la tierra? 

Nos gustaría que san Lucas hubiera trocado los personajes: El mayor­domo, ya cansado, daría la orden de arrancar la higuera. En cambio, el señor pediría un plazo. Y cada mes, vendría él mismo hasta la era, para cavar en derredor, echar abono y quitar las ramas secas. Seguramente el año entrante habría buena cosecha.

En muchas páginas de la Biblia el pueblo escogido se compara a una hi­guera. La tierra prometida se describe como «rica en higos», los que añoraban los judíos durante su peregrinación por el desierto. Y el Apocalipsis amenaza que, el día de la ira, caerán las estrellas del cielo «como higos maduros bajo la tempestad».

Según el Salmo 102, «el Señor es paciente y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nues­tras culpas». Sin embargo, quienes se aman tienen derecho a evaluarse. Llega un momento en que el amor exige cuentas.

Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el «aggiornamento» o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un «corazón nuevo», una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del Reino de Dios.

Hemos de reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu. Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia.

Podríamos preguntarnos qué aguarda el Señor de nosotros. San Pablo, a lo largo de sus cartas, enumeró algunas actitudes que enriquecen la vida y las llamó frutos del Es­píritu Santo. Son ellas: Amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, genero­sidad, mansedumbre, confianza en Dios, sencillez, sobriedad, limpieza de corazón…

Felices de nosotros si en la era de Dios estamos produciendo estos frutos.

 

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