En toda la Sagrada Escritura existe tanta diferencia entre la aplicación amorosa y la lectura, como la que hay entre la amistad y la hospitalidad, entre el afecto de la convivencia y el saludo casual. (Guillermo de Saint-Thierry)
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EL ESPOSO Y LA ESPOSA
La Lectio Divina es un camino de búsqueda y encuentro, cuyo fin primordial es descubrir y encontrase con Jesús el Cristo, el Esposo. No olvidéis que para que la Esposa encuentre al Esposo tiene que salir a su encuentro, tiene que preguntar en dónde apacienta sus rebaños: «Hazme saber amado de mi alma, dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas a sestear al mediodía, para que no ande yo como vagabunda tras los rebaños de tus compañeros» (Cant 1, 7).
Vamos a recordar a la Esposa, una Esposa singular que Cristo atrajo hacia sí, la desposó y se ha convertido para nosotros en la imagen más viva de la fidelidad al Señor Jesús. Esta mujer es María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios, siete, nada menos, algo así como si hubiera estado poseída por la plenitud del mal.
María Magdalena, según los Evangelios no fue ninguna prostituta, por lo menos no se desprende tal cosa de lo que conocemos de ella; lo que pasa es que en la vida de Jesús hay unas cuantas Marías, un nombre muy común en aquel tiempo, pero ni siquiera eso nos da pie para afirmar una cosa así de María Magdalena. La culpa de tal equívoco la tuvieron los Padres antiguos y con ellos generaciones y generaciones de creyentes. A María Magdalena se la confunde con la pecadora perdonada en casa de Simón el fariseo (Lc 7,36-50) y con la mujer adúltera del Evangelio de Juan (Jn 8,1-11). No sé, hay como una obsesión por parte del clero a atribuirle a la mujer unos calificativos degradantes, como si los hombres no se prostituyesen.
Lo cierto es que en la vida de María Magdalena hay un vacío que no se puede llenar. Los historiadores modernos se inclinan por una enfermedad psíquica, puesto que los endemoniados nos son presentados en la Escritura con rasgos de personas perturbadas y de las prostitutas nunca se dice que estén endemoniadas, simplemente se las llama pecadoras públicas.
Lo importante es que la vida de María Magdalena cambió radicalmente al encontrarse con Jesús de Nazaret, y pasó de ser una mujer perdida en su dignidad de persona a ser la imagen de la Comunidad Esposa que busca ansiosa a su Señor en la mañana de la resurrección. Vamos a leer el texto de San Juan para sentir la emoción de la búsqueda y del encuentro:
Estaba María junto al sepulcro, fuera, llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Les dicen ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní – que quiere decir: «Maestro». Le dice Jesús: «Deja de tocarme, que todavía no he subido al Padre. Pero vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Fue María Magdalena y dijo a los discípulos: «He visto al Señor» y que había dicho estas palabras (Jn 20, 11-18).
María buscaba al Señor, más que por rendir honor a un muerto, va impulsada por la voz y por la imagen que habían sido grabadas a fuego en su corazón por el hombre que había cambiado su vida. Y siente tal amor por su Amado que sólo desea vivir unida con él y formar una sola cosa y espíritu con él. Gracias al amor y a la misericordia de Jesús había pasado de ser una mujer perdida en el mundo irreal de su mente, a ser una mujer integrada en una comunidad, devuelta a la vida real. Y lo que es más: unos ojos se clavaron en su alma y solo puede ver el mundo a través de ellos – esos ojos que la miraron con un amor diferente, un amor que nunca había podido sentir y que la liberaron de las pesadas cadenas que la arrastraban.
María comprendió en la mirada de Jesús que Dios es un Dios de amor, no un Dios que discrimina, que hace distinción entre hombre y mujer, entre puro e impuro, entre sagrado y profano. Descubre en Jesús al Dios de la misericordia y de la ternura, al que se inclina hacia la humanidad caída y la levanta de su postración. Y descubre dentro se sí el lugar reservado, que nada ni nadie podrá ocupar: el lugar para el Amado, para el único, el hombre Jesús, al que ya no podría dejar de amar. Junto con Jesús María encuentra además a la Comunidad en la que la palabra del Maestro era enseñanza para la vida, espacio de libertad y compromiso con el Reino. Todo eso era un libro escrito a fuego en su corazón que le quemaba las entrañas y hacía que la intimidad más íntima de su ser fuese un fuego devorador.
LAS SEÑALES DE LA VIDA
María Magdalena ante el sepulcro se siente perdida, anonadada, tanto es así que no es capaz de ver las señales de la vida: el sepulcro vacío y la gloria de Dios en la figura de los ángeles que anuncian una mañana de gloria. Su mundo interior está sumergido en las tinieblas de un sepulcro; la piedra, aunque está caída, para ella sigue sellando, cerrando la entrada. Consideraba, y con razón, a Cristo muerto y ella muerta con él.
Todos a lo largo de nuestra vida sentimos con más o menos intensidad esta experiencia de muerte interior, algo así como una noche del espíritu, que nos envuelve, que nos aprieta, que nos ahoga hasta hacernos gemir. Miramos en la noche las señales del amanecer y sólo encontramos una noche más profunda. Ni los hombres ni Dios tienen una palabra de consuelo para nuestro espíritu. Sólo la perseverancia y la fidelidad nos mantienen firmes, porque, como a María Magdalena, un día su palabra se nos grabó en el corazón y no hay noches ni tinieblas por muy densas y opresoras que sean que nos retiren del huerto, porque en lo más profundo de nuestro ser sabemos que allí está el que volverá a hacernos vivir.
EL DON DE LA BUSQUEDA
«El don de la búsqueda, yo no conozco otro semejante para el alma» – dice San Bernardo. No hay mayor don, es el que nos mantiene siempre vigilantes, atentos a esa voz que se presentará a la hora más inesperada de la noche, esperando encontrarnos con las lámparas encendidas (Mt 25,1-12). No hay nada mayor en la vida de un creyente que el íntimo deseo de entrar con el Esposo en la sala del banquete de bodas a celebrar con él la fiesta de la vida. No hay nada mayor, más nutritivo, que comer y beber su Palabra. Decía San Efrén:
La Palabra de Dios es extremadamente rica y lo que llegamos a comprender es muy poco frente a lo que se nos escapa: utilizamos la Santa Escritura, como el que bebe de una fuente: lo que tomamos jamás llega a agotar el manantial. Todos pueden encontrar su alimento espiritual en la Biblia, cuyo lenguaje se adapta a las condiciones de cada uno. Es un árbol de vida que por todos lados produce el fruto de la bendición. Es como la roca del desierto que brinda una bebida espiritual a todos los hombres. Sin cesar debemos volver a la fuente de vida que es la Escritura, porque sin cesar nos reserva inagotables riquezas.
Nos encontramos, pues, con que la Sagrada Escritura para los buscadores de Dios es ese «huerto cerrado, esa fuente sellada» (Cant 4,12) que sólo se abre para la esposa fiel. Cuando no comprende su sentido, allí permanece en su fidelidad aguardando a que el Esposo le muestre su sentido vivificante. Abrir la Sagrada Escritura es penetrar en el jardín en el que está Jesús; por ello se comprende que los buscadores de Dios se lanzaran sobre la Biblia con verdadera pasión.
La Sagrada Escritura era para ellos no solo: la suprema regla de vida, un espejo donde contemplarse, el libro de edificación por excelencia, el alimento del alma, «un manjar nutritivo, que – según San Juan Crisóstomo – a veces basta una sola palabra de la Escritura como alimento para toda la vida». No solo era «un puerto resguardado, un muro infranqueable, una torre que no tiembla, gloria que nadie puede robar, arma que nunca falla, placer indeficiente y cuanto de bueno se pueda pensar», según San Basilio de Cesarea. No solo constituían «remedios divinos para las heridas del alma, una armadura protectora contra los dardos del enemigo, las herramientas propias del oficio del cristiano, un tesoro inagotable que no debe enterrarse», al decir de San Juan Crisóstomo. «Pan de vida, vino que embriaga, fuerza en la prueba, luz en la noche y fuego que consume el corazón», según San Gregorio Magno. Era también, y sobre todo, un lugar privilegiado de encuentro con Dios.
Todo esto que decimos de la Sagrada Escritura tiene que prender en nuestros corazones para que haya una actitud interior de preparación para recibir la voz interior, que despertará nuestros sentidos y disipará ese mundo de distracciones dispares que nos acometen continuamente. Y será bueno tener en cuenta la recomendación que les hace Guillermo de Saint-Thierry a los Cartujos de Mont Dieu:
Las Escrituras hay que leerlas y entenderlas con el mismo espíritu con que fueron escritas. No asimilarás el espíritu de San Pablo mientras no te empapes del mismo leyéndole con atención y frecuentándole con meditación asidua. Nunca llegarás a comprender a David hasta que el amor a los salmos te lleve a sentir la misma experiencia que él. Y así de los demás libros sagrados. Porque en toda la Sagrada Escritura existe tanta diferencia entre la aplicación amorosa y la lectura, como la que hay entre la amistad y la hospitalidad, entre el afecto de la convivencia y el saludo casual.
De la lectura brotarán los afectos y surgirá la oración, que interrumpa la lectura; esta interrupción no la obstaculiza, sino que hace al alma más pura para comprender mejor la lectura.
La lectura depende de la intención. Si el lector busca verdaderamente a Dios en la lectura, todo lo que lee le ayudará en esta búsqueda, cautivará sus sentidos y orientará todo el contenido de la lectura hacia el servicio de Cristo. Pero si el lector busca otra cosa, todo lo arrastrará hacia sí mismo y no encontrará nada en las Escrituras, por muy santo y edificante que sea, que no aplique a su malicia o vanidad, impulsado por la vanagloria, por un sentimiento distorsionado o por un entendimiento viciado. Todo el que lee la Escritura debe tener como principio de sabiduría el temor del Señor (Sal 110,10), para que así se afiance sólidamente en él el ánimo del lector, y de él surja y en él se armonice la inteligencia y el sentido de toda la Escritura (Carta de Oro, primera parte: El Hombre Animal 121.123.125).
Gracias… Na busca do quotidiano nos sentimos María Magdalena, que escutou o seu nome…