LECTIO DIVINA – IV

Aparción a María de Magdala - Chmakoff

Aparación a María de Magdala | Macha Chmakoff

La Escritura es el Huerto en el que el Esposo desea hacernos descansar en su amor y enseñarnos a vivir en conformidad a su Evangelio, donde se halla el camino que conduce a la vida y que se tiene que vivir y compartir en una comunidad creyente. Es en ese Huerto en donde los amigos del Esposo permanecen atentos y vigilantes a través de todas las vicisitudes de su vida, con todo lo que conlleva una vida – alegrías, tristezas, logros y fracasos, salud y enfermedad, etc. – pero siempre eternos vigilantes, porque ni el día ni la noche, ni la luz ni las tinieblas, ni ninguna adversidad nos podrá separar de ese Huerto en donde, contra toda esperanza, amanece siempre la luz de la Resurrección.

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MODELO DE BUSQUEDA

Para María Magdalena no había voz ni presencia que la pudiese tranquilizar más que la del Esposo. Huye aterrada al encontrar el sepulcro vacío, su desorientación es tal que ni la presencia de Pedro y Juan le dan alguna fortaleza para poder intuir algo de lo que está impregnando el entorno del sepulcro: la savia de la nueva vida. Ella sigue llorando en su soledad y orfandad, ni siquiera le quedaba el consuelo de ungir el cadáver del Amado: «se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». No comprende la pregunta de los ángeles, ni siquiera se dio cuenta de que eran ángeles, ella sólo conocía un rostro, ella sólo conocía una voz, la de Jesús, la del Amado, por eso no había nada en el mundo, ni del cielo ni de la tierra que le hiciesen ver que el Amado vivía. No podía reposar en su lecho, en la intimidad más íntima de sí misma – «En mi lecho por la noche, busqué al amor de mi alma, lo busqué y no lo encontré. Me levanté y corrí la ciudad, calles y plazas; busqué al amor de mi alma, lo busqué y no lo encontré» (Cant 3, 12) – porque su corazón estaba muerto con el que ella creía muerto. Lo curioso es ver que a pesar de que su dolor no le deja ver la claridad de la Gloriosa Aurora del nuevo día, María persevera en la búsqueda, no se da por vencida.

LA PERSEVERANCIA

La Lectio divina requiere perseverancia y a veces una perseverancia dolorosa, porque el fruto de la lectura no es inmediato. La fidelidad y el amor son las bases para llegar a adquirir un oído interior que sabe reconocer la voz del que nos habla de las otras voces que pueden llamar nuestra atención. Su voz enciende la luz interior que nos hace decir: «Es el Señor» (Jn 21,7). Así ocurrió con María. Nada pudo hacer luz en su corazón, porque señales de la resurrección las había: un sepulcro vacío, unos ángeles que se extrañan de su llanto, un extraño hortelano que también se extraña de su dolor. Pero faltaba lo esencial: LA PALABRA, LA VOZ, aquella voz que le había devuelto la vida, su dignidad como persona, aquella voz que resonaba constantemente en su entrañas y ninguna otra se le parecía porque pronunciaba su nombre de manera singular. Y el Señor pronunció su nombre: «María». Y se hizo la luz, la nueva creación. El corazón de María se desbordó, aquella era la voz, la palabra del Amado, del Esposo, aquella era la única voz que ella podía escuchar y reconocer. Se terminó la angustiosa búsqueda, el encuentro, el gozo abre nuevos horizontes en pleno día, porque como dice San Bernardo:

En modo alguno podrías buscar si antes no te buscase, ni amar si antes no te amase. No se anticipó sólo con una bendición, sino con dos: el amor y la búsqueda, la búsqueda es fruto del amor y también certeza.

A veces nos partimos la cabeza tratando de dar una respuesta a la pregunta sobre cuál es la mejor manera de buscar a Dios, lo que a veces nos lleva a una especie de mariposeo que nos hace perder el tiempo sin llegar a ningún logro concreto y además nos llena de insatisfacción. Voces y voces nos hablan, nos enriquecen con su sabiduría, pero siempre queda en nuestro interior un poso de insatisfacción que nos hace sentirnos vacíos porque no es la voz de Dios la que nos habla sino la sabiduría humana. Nosotros como creyentes tenemos que buscar a Cristo que es «fuerza de Dios y sabiduría de dios» (1Cor 1,24). Y tenemos que ir a su encuentro, allí donde su vida y su obra rezuman frescura como un manantial de agua viva para nuestra sed y para que nuestra vida camine por la senda de su voluntad.

La Escritura es el Huerto en el que el Esposo desea hacernos descansar en su amor y enseñarnos a vivir en conformidad a su Evangelio, donde se halla el camino que conduce a la vida y que se tiene que vivir y compartir en una comunidad creyente. Es en ese Huerto en donde los amigos del Esposo permanecen atentos y vigilantes a través de todas las vicisitudes de su vida, con todo lo que conlleva una vida – alegrías, tristezas, logros y fracasos, salud y enfermedad, etc. – pero siempre eternos vigilantes, porque ni el día ni la noche, ni la luz ni las tinieblas, ni ninguna adversidad nos podrá separar de ese Huerto en donde, contra toda esperanza, amanece siempre la luz de la Resurrección.

Son muchos los ejemplos que se pueden poner de hombres y mujeres que vivieron esa perseverancia y fidelidad en la Lectura de Dios, y quiero recordar a Isabel de la Trinidad, una mujer que todo lo aprendió en la Sagrada Escritura de la que sacó fuerza para afrontar con entereza una enfermedad que la llevó a la tumba en plena juventud. De ese contacto con la Escritura surge una vida rica con una profunda mirada interior que pone luz en una vida que se va a ver envuelta en densas tinieblas y nos ha regalado una de las más preciosa oraciones a la Santísima Trinidad que se han escrito. San Agustín no dudaría en estampar su firma en ella.

La Escritura era su pan cotidiano, de ella extraía fuerza para su vida y consejo para sus hermanas y amigos. Podemos decir que fue una mujer embebida de la Palabra de Dios. Muchos teólogos se admiran de que sin tener una formación teológica sólida ella pudiese escribir tan alta teología. Pero lo más admirable es que Isabel de la Trinidad nunca fue de nada por la vida, nunca se creyó superior a nadie, no hacía juicios y fue una persona pacífica y pacificante en su comunidad y todo ello era fruto de esa búsqueda callada, íntima y continua en el texto sagrado de ese alimento tan necesario para poder vivir con verdadera dignidad su vida como cristiana y como carmelita.

Una de las gracias recibidas en su contacto asiduo con la Escritura fue el don del consejo; es impresionante ver la facilidad y familiaridad con que echaba mano de ella para consolar y animar a sus amigos. Sólo como pequeña muestra podemos ver en la carta 202, que es muy breve, en la que cita siete veces a San Pablo, dos a San Lucas y una al Profeta Isaías;  par una breve carta ya es mucho citar, habiendo como hay libros de espiritualidad que no citan ni una sola vez ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento y no estoy exagerando.

LA GRACIA DE LA ENCARNACION DEL VERBO EN NOSOTROS

Concebir la Palabra de Dios en nuestro seno es la meta más profunda de nuestro contacto asiduo con la Escritura y el fruto más preciado de nuestra búsqueda: «Has sido amada para que no sospeches que te buscaba para castigarte; y ha sido buscada para que no te quejes que te he amado en vano». Estas palabras de San Bernardo nos ponen en el camino de esa fecundidad anhelada por el monje. Cuando nos acerquemos a la Sagrada Escritura, tenemos que ir con cariño de esposa, sentirnos fecundados por ella para que el Espíritu gima en nosotros, cante en nosotros, pida lo que conviene en nosotros. Esto es lo que hace que según los estados de ánimo con que vivimos a lo largo de nuestra vida – la alegría, el dolor, el amor, el abandono, el éxito o el fracaso – surja un tipo de oración que es la expresión de nuestra vivencia interior. En el fondo aspiramos a esa paz que no es ausencia de conflictos pero que nos hace estar en un estado de serenidad que nos hace mirar las cosas y los acontecimientos dándoles el valor que les corresponde.

Este mundo interior pacificado es el fruto de la fecundidad del Espíritu, fecundidad a la que aspiraban todos los místicos y a la que tenemos que aspirar todos. El mismo San Bernardo nos habla de ello:

Nos dicen las Escrituras que unos escucharon la Palabra, otros la proclamaron y otros la cumplieron;  pero yo te pido que se haga en mi vientre según tu Palabra. Y no quiero que se haga en mí como una proclamación declamada, o como una señal figurativa, ni como un sueño imaginario, sino como una inspiración silenciosa, como una encarnación personal poseída corporalmente en mis entrañas.

También Isabel de la Trinidad nos habla de esto en su elevación a la Santísima Trinidad cuando exclama: «¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de Amor!, desciende a mí para que se realice en mí como una encarnación del Verbo».

El anhelo de  fecundidad espiritual es una característica que recorre todo el universo religioso de la humanidad. El deseo de la unión con Dios está presente en todas las religiones y todas las escuelas místicas están llenas de esta aspiración: el desposorio místico, la unión, el cambio de corazones y de voluntad, sentirse preñados de Dios, del Verbo por obra del Espíritu. Es un modo de configurarse con él, lo que lleva al alma a estar atenta a todo lo que ocurre en el corazón del Esposo y tener una fina sensibilidad para amar y consolar en silencio.

LAS INTUICIONES DEL AMOR

Si leemos atentamente la unción de Jesús en Betania (Jn 12,1-8) comprenderemos perfectamente lo que supone estar atentos a las palabras de Jesús para saber lo que ocurre en su Corazón.

Los últimos días de la vida de Jesús fueron percibidos en el corazón de los suyos con diversas intuiciones. María de Betania tuvo la suya. ¿Acaso la intuición del amor no es capaz de penetrar en el interior de la persona amada? María tuvo su intuición, que la llena de dolor, de un dolor compasivo. El amor que siempre está atento al amor consuela al amado, lo fortifica con el ungüento, lo embellece para la boda, no repara en gastos. Y los gestos que acompañan a la unción sin sentir ningún rubor por la presencia de los demás comensales, como si estuviese sola con él, nos llevan a los amantes del Cantar de los Cantares. Gestos en los que todo el ser de María se vacía ante el dolor interno que intuye en el corazón de Jesús. Gestos acompañados de las caricias, la mirada, el beso, los cabellos.

Todo, absolutamente todo, es la expresión de una vida entregada que siempre estará dispuesta al amor, al consuelo del que sabe que su compromiso con el hombre lo ha llevado hacia un  lugar en el que ya no hay tiempo para rectificar sino traicionándose a sí mismo, traicionando el proyecto de Dios y traicionando la esperanza de la humanidad. Y todavía queda la parte más dura, por eso se abandona al cariño de esa mujer que representa la ternura, la compasión y la gratuidad que atraviesa la historia de la humanidad. Es la imagen de tantos y tantos hombres y mujeres anónimos que continúan esa fidelidad y diaconía, sin ruidos ni algaradas. Jesús conoce esos gestos de amor y se abandona a ese gesto de María porque sabe todo lo que procede del corazón de esa sencilla mujer que intuía que el Amado estaba agotado, cansado y con miedo. Y reacciona indignado ante la condena de Judas; su falso interés por los pobres no logra romper la candorosa sencillez del gesto de amor de una humilde hermana del Señor. Él quiere que este gesto de amor de la Esposa sea una constante en la vida de los suyos.

Si de verdad creemos que la pasión de Cristo ha dado sentido a la pasión del hombre, la comunidad Esposa tiene que seguir ungiendo y fortificando a los que día a día prolongan y completan la pasión de Cristo. Los caminos del mundo están sembrados de cruces en los que cuelgan cristos cansados, agobiados, rotos por el peso del egoísmo y del pecado y, la mayoría de las veces, carentes de fe, esperanza y amor, como si hubiesen sido  comidos por una nube negra.

«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Si estas últimas palabras de Jesús no nos encogen el corazón, tampoco sentiremos el dolor de nuestros hermanos y hermanas que viven en su cuerpo y en su espíritu el abandono que vivió su Hermano Mayor. Por eso no son palabras las que el hombre necesita, porque hay saturación de ellas, hay demasiadas palabras vacías; lo que nuestros hermanos y hermanas necesitan son gestos que les lleguen al alma: silencio y amor, caricias y besos, vida para su vida maltratada. Tenemos que ser ternura de Dios, lugar de encuentro y acogida en el que la frescura y la fragancia del perfume los vayan liberando del poder del mal, de los engaños de la vida, de sus frustraciones y de sus heridas.

Llorar y lamentarse por un Cristo muerto no sirve de nada, pues Él está vivo y no hay que ir a embalsamar ningún cadáver. Ese es el trabajo de los pseudomísticos, de los farsantes e hipócritas que utilizan la religión y el nombre de Cristo para condenar, esclavizar y explotar a los humildes hermanos de Jesús. Nuestra misión como creyentes es dar gracias al Padre y acercarnos al Cristo vivo, al Cristo sufriente en sus hermanos; acercarnos en silencio reverente, acogerlo en nuestra casa, en nuestro corazón y ungirlo con el perfume del amor.

No tengáis miedo de postraros a los pies del hombre, es un gesto de servicio que Jesús nos ha dejado y es el gesto de amor de María de Betania y de tantas Marías a lo largo de la historia que han consolado y fortalecido a multitud de hermanos y hermanas de nuestro amado Señor. Y no tenemos que tener miedo de equivocarnos, Cristo es el Señor de nuestra vida y nada absolutamente puede ocupar su lugar. Lo que no tenemos que olvidar es que cada hombre y cada mujer, sea quien sea, es sacramento de su presencia y todo lo que hagamos a uno de sus humildes hermanos se lo hacemos a él (Mt 25, 40).

Hoy más que nunca, dada la situación de crisis global, tenemos que tener una sensibilidad exquisita hacia los cristos sufrientes. El amor cristiano no es un amor abstracto – amar al Cristo de la gloria nos puede parecer fácil, ni lo vemos ni lo tocamos – porque él es el Cristo vivo en sus hermanos a los que les debemos un amor de comunión, un amor real y tangible.

La finalidad de la Lectio Divina es mantenernos en la fidelidad y en la dinámica de ese amor para conocer cómo Jesús de Nazaret trataba a los hombrees y mujeres, cómo amaba la vida, cómo le costaba morir (Mc 14,36),  cómo nos revelaba un nuevo rostro de su Padre: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los ingenuos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Lc 10, 21). Este sentir de Cristo tenemos que hacerlo vida de nuestra vida, de nuestra comunidad, de nuestros amigos, de la Iglesia, de cada hombre o mujer que llamen a nuestra puerta.

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