En Getsemaní Jesús -con su misericordia inaprensible para el hombre más destructor y para el más arrasado- ve y experimenta toda la absurdidad de la condición humana, la masacre cotidiana del amor, la voluntad de poder y de poseer, a los verdugos y a las víctimas, a los desesperados y a los que reducen a los demás a la desesperación. En Getsemaní, Dios sufre humanamente todas nuestras agonías, su sudor se hizo como gotas espesas de sangre (Lc 22, 44), pavor y angustia lo devastaban, su alma estaba triste hasta el punto de morir (Mc 14, 34). Y aunque la reacción natural al miedo y a la angustia suele ser la agresión y la violencia, sin embargo, Jesús pone todo en manos de su Padre -Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya- y, en medio de su angustia, ora con más insistencia.
El sufrimiento, a lo largo de la tradición bíblica, ha obligado a la experiencia religiosa a reformularse, acrisolándola y purificándola. El sufrimiento puede convertirse en el punto de apoyo desde el que atisbar una imagen de Dios no accesible desde otras atalayas. Cuando aceptamos el sufrimiento, salimos de nosotros mismos y, ante nuestro asombro, se abre un espacio nuevo, desconocido, amplio y liberador. La propia debilidad, cuando es aceptada, reordena nuestra jerarquía de valores, nos muestra nuestra pequeñez, nos libera del orgullo neurótico y nos conduce a realidades sólidas en nosotros, a capas más profundas donde hacer pie, a vivir la experiencia de la comunión con Dios, con los otros y con todo. Jesús permanecerá siempre anclado en la Roca firme, en el Padre Bueno de quien se recibe vivo y recreado constantemente.
Rendirse a las situaciones que nos hacen sentir disminuidos, lejos de ser una actitud resignada o fatalista, es ocasión de experimentar una gratitud desconocida hasta entonces, que lleva a dar gracias por todo lo que es, en todo momento. Es la gratitud que nace del asombro ante la Presencia amorosa del Padre.
Jesús conoció la Vida de Dios en su centro más íntimo; su vida fue un derroche abundante de aguas vivas sanadoras, liberadoras, comunicadoras de amor que manaban del manantial del Espíritu, que era su mismo ser. Jesús vivió muriendo, descentrado de sí mismo. Su centro era su Padre. Por eso la muerte es un revivir continuo, es la clave para que la vida resucite una y otra vez, para que la vida se libre de la humanidad vieja de modo que podamos ser las personas nuevas que Dios quiere que seamos.
La pasión de Jesús lleva en su núcleo poder de alienación, raíces de rebeldía, cauces de desesperación, de angustia, de oscurecimiento de la fe… el dolor de los hombres y mujeres de todos los tiempos… y el dolor de Jesús junto al de ellos. En la cruz se revela otra cara de Dios, se nos da a conocer el verdadero rostro de la divinidad. El todopoderoso se muestra impotente, el eterno se ve sometido a la muerte, el inmutable compadece con su Hijo amado, el único feliz se deja afectar por el sufrimiento. Todo ello es posible porque Dios es Amor. Amar significa salir de sí y darse. Dios, en la cruz de Jesús, se nos manifiesta entregado a las criaturas y, por tanto, de algún modo, enajenado de sí mismo.
Jesús llegó a palpar que el amor de Dios no era incompatible con el sufrimiento, sino que se podía hacer también presente en el sufrimiento y en la muerte. Jesús fue capaz de percibir el amor del Padre presente en su abandono aparente, pero ni siquiera ello le libró en absoluto del derrumbe físico y del pavor ante tal muerte, como queda patente en la escena del Huerto de los Olivos.
Que aprendamos del Señor Jesús a poner nuestro miedo y nuestra angustia en las manos del Padre –Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu– para ser sembradores de reconciliación y de paz en este mundo nuestro herido de indiferencia ante la injusticia y el sufrimiento humanos.