UN AMOR QUE VA HACIA BAJO

El Buen Samaritano | Xaime Lamas

Este día del Amor Fraterno nos urge a un amor solidario con los desfavorecidos de nuestro mundo, a un amor acogedor y tolerante con todos, imprescindible para poder convivir con lo diferente, con todos aquellos que no son de los nuestros.

Nuestra experiencia del amor es a menudo decepcionante. Nos sentimos carentes de amor y también vulnerables. Por eso hacemos lo indecible para esconder la vulnerabilidad, protegerla, y así podemos pasarnos la vida presentando una cara almidonada, sin brecha alguna. Sin embargo, ignorarla puede darnos una aparente seguridad -que no es tal- y además nos oculta el tesoro más precioso que poseemos.
Comunicarnos en profundidad es difícil; es más fácil, hablar de cosas triviales, porque así vamos a estar resguardados de ser heridos. Van pasando los años viviendo juntos y apenas conocemos a nuestros prójimos. El tiempo trascurre y perdemos la oportunidad de vibrar con el hermano, de estremecernos ante el sufrimiento del marido o de la mujer, de expresar los sentimientos, de aprovechar los momentos de debilidad para sentirnos acogidos, de acercarnos con amor sincero al que está triste, o de escuchar las ilusiones y el entusiasmo de quien está radiante de alegría.

Quizás por eso, el amor y el desamor que más nos cuesta abordar es el de nuestra propia casa, el de nuestra familia, el de mi comunidad, el que me compromete día a día, y que tan a menudo, por cansancio, provoca el mismo lamento que suscitó en el profeta Jeremías: ¡Quién me diera posada en el desierto, para abandonar a mi pueblo y apartarme de él!

Así como una joya enterrada durante millones de años no se decolora ni sufre daño alguno, así es el amor de Jesús que habita en nuestro interior. La joya puede volver a salir a la luz en cualquier momento y brillará como si nada hu­biera ocurrido. Por muy entregados que estemos a cualquier forma de desamor, el amor misericordioso no puede perderse. Está aquí, en todo lo que vive, inmaculado y ab­solutamente entero.

Se dice que en los momentos difíciles, lo único que sana es un amor incondicional. Cuando la inspiración ha desaparecido, cuando estamos dispuestos a rendirnos, es llegado el momento de hallar la sanación en la ternura que se esconde en lo hondo del dolor, de tocar el genuino corazón misericordioso de Jesús. Su amor compasivo atraviesa la armadura que aprisiona la delicadeza de nuestro corazón, y comenzamos a ver que esa pesada, chirriante y oxidada armadura empieza a caerse a pedazos, y descubrimos que podemos respirar profundamente, que tenemos anchura. Emerge la ternura y la bondad, y también la apertura de todo nuestro ser.

El amor no vivido enferma. El amor tiene que usarse. Si se acumula por falta de uso, al final se convierte en odio contra uno mismo, o en narcisismo. Por eso, cuando tenemos algo precioso, en lugar de aferrarnos a ello, podemos abrir las manos y compartir la riqueza de nuestra indescifrable experiencia humana, podemos regalarlo todo. El corazón compasivo emerge cuando liberados de la tensión entre nosotros y ellos, entre yo y los demás, sentimos el pa­rentesco y conexión con todos los seres, así como el espacio abierto al infinito.

El viaje que propicia el encuentro con el Amor Misericordioso del Padre se dirige hacia abajo en lugar de hacia arriba. Es como si la montaña apuntara hacia el centro de la tierra en lugar de elevarse al cielo. En vez de transcender el sufrimiento de todas las criaturas, nos dirigimos hacia la turbulencia y la duda. Saltamos dentro de ellas, nos deslizamos en ellas, entramos en ellas de puntillas, va­mos hacia ellas como podemos. Exploramos la realidad, lo im­predecible de la inseguridad y el dolor, y tratamos de no quitárnoslos de encima. Aunque nos lleve años, aunque nos lleve la vida entera, dejamos las cosas ser lo que son. Vamos bajando cada vez más, a nuestro propio paso, sin apresurarnos ni ser agresivos. En el fondo mis­mo descubrimos agua, el agua curativa del amor misericordioso e incondicional de Jesús. Allí aba­jo, en lo más denso de las cosas, descubrimos el amor que nunca muere. Millones de personas avanzan con nosotros, millones de hermanos y hermanas nuestros, sedientos de amor misericordioso.

Que en la Eucaristía que celebramos en esta tarde santa, el amor que Jesús nos muestra en su vida y en su pasión hasta la muerte, nos convenza, nos conmueva y no nos deje indiferentes. Necesitamos creer en un amor así, que sea nuestro alimento para vivir con un verdadero respeto reverencial hacia la vida para ser comprensivos y misericordiosos servidores de cada miembro de la familia humana, en especial de los más débiles y desvalidos.

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