….
La iluminación de María adviene junto al sepulcro, es decir, ante el vacío del amado, y en una dolorosa situación de pérdida que la conduce al llanto. Es en este contexto, y en el preciso instante en que se asoma al vacío, cuando, según el evangelista, distingue dos ángeles vestidos de blanco. El cristianismo entero puede resumirse en la frase “una luz brilló en la oscuridad” (Juan 1, 5). Para ver al ángel hay que asomarse al sepulcro. Para abrirse a la experiencia espiritual, deben romperse las esperanzas humanas.
“Mujer, ¿por qué lloras?” ¿Dónde está tu corazón? Esta es siempre la pregunta oportuna, la única necesaria para que se abra el ojo de la fe. Y la respuesta es también exacta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Porque no sé dónde está mi norte y porque ignoro dónde buscarlo.
Mientras todo esto sucede, el Maestro está ahí, muy cerca, si bien ella no había reparado en su presencia. Cuando al fin le ve, le toma por el hortelano, no le reconoce. No es cuestión de que nuestra luz no esté, sino de que no sabemos verla. Los sentidos naturales no tienen acceso a la verdad del mundo. Nuestros ojos están ciegos hasta que sucede lo único que puede alumbrarlos.
¡María!, exclama Jesús. ¡Raboní!, responde la mujer. Cuando descubrimos nuestra identidad, descubrimos al tiempo a Quién nos otorga esa identidad, Aquel por quien somos quienes somos. Meditamos para escuchar nuestro nombre. El descubrimiento de Dios es paralelo al de nosotros mismos.
Y es ahora cuando viene lo más significativo y hermoso de este texto: “Noli me tangere. No me toques. Suéltame, que todavía no he subido al Padre”, es decir, no te agarres a tu experiencia de Dios. Suéltala si quieres crecer. No te agarres a ninguna imagen o idea, despréndete de todo para llegar al verdadero Todo. No hagas tres tiendas ante tu particular Tabor, para así instalarte en tu descubrimiento. Si encuentras a Buda, se dice en el zen, mátalo. Muere a tu sentimiento de Dios para ir al verdadero Dios.
Este no agarrarse a la aparición, este soltar la propia iluminación es una constante en todos los relatos pascuales. A los caminantes de Emaús, por ejemplo, se les abren los ojos en la fracción del pan y, acto seguido, es cuando el misterioso forastero desaparece. Tras bendecir a los suyos en el camino de Betania –otro ejemplo-, Cristo se aleja de ellos ascendiendo al Cielo. Pero unos y otros, los de Emaús y los otros discípulos, van luego corriendo a proclamar lo que han visto y oído. La condición de su gozo no se cifra sólo en haber sido testigos de una aparición, sino de una desaparición, de un soltar la experiencia tangible. La desaparición –el no agarrarse- es la condición de la libertad y, por ende, lo que permite que ese evento sea auténticamente humano: una invitación, no una imposición. Ausencia y presencia son las dos caras de la misma moneda o, dicho de otro modo, la palabra puede escucharse porque hay silencio, el vacío es la condición de la plenitud. Se hace realidad lo que Jesús había advertido: “Os conviene que yo me vaya” (Juan. 16, 7). “Se alegrará vuestro corazón, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Juan 16, 22).
Este fragmento evangélico concluye diciendo que “María fue y anunció a los discípulos: He visto al Señor y ha dicho esto”. La iluminación termina en anuncio. El iluminado no se queda al calor de su gloria descubierta, sino que hace a los demás partícipes de ella. Toda experiencia mística –y ese es su criterio de verificación- deriva en profecía.
Pablo d’Ors