Sabemos que el anuncio pascual es específico del cristianismo, la deuda de esperanza que los cristianos tenemos para con todos los hombres. También conocemos nuestra hondas resistencias a creer este anuncio inaudito; y, aún más, lo que nos cuesta creer en la resurrección de Jesucristo como prenda de nuestra resurrección. (Enzo Bianchi)
La fe en la resurrección no nace automáticamente dentro de nosotros, supone un largo proceso de maduración o de purificación en nuestro hombre interior. Es el mismo proceso que tuvo que pasar la primera comunidad: renunciar a una imagen creada en nuestro interior haciéndola absoluta de manera que ninguna otra pueda estar por encima de ella. Eso no es fe. Podemos pensar la resurrección de Cristo, bien intelectualmente, bien plásticamente, como si pintásemos un cuadro, siempre y cuando tengamos conciencia de que eso no es la resurrección.
Una de las primeras cualidades para llegar a una fe profunda y abierta en la resurrección es renunciar al “cómo fue” o querer saber “cómo era” el cuerpo glorioso del Señor, porque no nos lleva a ningún lado. “El tercer día” en la Sagrada Escritura no es un tiempo cronológico, no lo olvidemos. Para muchos de nosotros el tercer día tarda décadas en llegar, a veces toda una vida.
La fe en la resurrección hay que tomarla en su simplicidad, en su total desnudez, en su misterio absoluto, si no es así no es digna de fe. Pero aún hay más. Tenemos que leer los textos, proclamarlos, celebrarlos. Textos que nos hablan de experiencias vividas en el pasado por una comunidad, pero que tienen proyección de futuro hasta el fin de los tiempos. Textos que nos hablan de algo nuevo, distinto de lo que se conocía, textos que nos hablan de ser enviados con un mensaje singular: «Como el Padre me envió a mí, también yo os envío a vosotros», es decir: Así como yo os narré al Padre, ahora vosotros os toca narrarme a mí. Y este es el problema: a qué Cristo narramos y proclamamos.
Es bueno recordar aquella frase tan célebre del Maestro Eckhart en su sermón sobre los pobres de espíritu: «Rogamos a Dios que nos vacíe de Dios». Maestro Eckhart nos aconseja que renunciemos a toda imagen de Dios dentro de nosotros, y, lo que decimos de Dios, podemos decirlo del Señor Resucitado. Esto nos evitaría quebraderos de cabeza doctrinales, porque nos llevaría a no pretender ser poseedores de verdades absolutas. Vaciándonos de nuestras pequeñas verdades, estamos capacitados para acoger la VERDAD que no se impone a nadie porque se presenta siempre en su simplicidad más absoluta, recorriendo los caminos de la vida silenciosa y humilde, bondadosa y cariñosa, acogiendo a todos los que quieran beber de su agua de vida. Verdad que denuncia y desenmascara la hipocresía y la injusticia y que envuelve con su amor y ternura a todos los que tienen que sufrir por ser fieles a ella.
La resurrección de Jesucristo nos compromete con su vida y con su obra y con todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia renunciaron a aferrase a imágenes para vivir en el mundo haciendo el bien sin mayores pretensiones. Comprendieron que la Buena Nueva no es un cuerpo de doctrina sino una persona: Jesucristo, al que servían en sus hermanos, y que la menor representación del Resucitado era ser hombres y mujeres portadores de la PAZ, que es el mensaje del Señor resucitado a su comunidad: «La paz con vosotros».
«Que Dios nos vacíe de Dios», para no caer en un espiritualismo desencarnado, sin mística, y nos lleve a lo que fue la vida de Dios-con-nosotros, «que trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (Gaudium et Spes, 22) y acabó sus días, como tantos inocentes a lo largo de la historia, por manos de hombres.
Renunciar a un Resucitado que vive en algún cielo imaginario es sumergirnos en la historia de su vida, que no acabó en la cruz sino que sigue viviendo en el rostro de los pobres del mundo, en el llanto de los niños maltratado y hambrientos, en el dolor y el miedo de los torturados, en la angustia de los condenados a muerte, en las mujeres maltratadas y despreciadas. Todo el que haga daño a una persona se lo hace a Él. Pero también ríe y baila de felicidad por todos los que hacen el bien en la más absoluta gratuidad, felices de ver el rostro del Resucitado en sus hermanos y hermanas.
Él nos narró a Dios, nosotros tenemos que narrarlo a Él. Y hay una oración del siglo XVI – que cita Bruno Forte en una de sus obras – muy acertada para nuestra reflexión:
Cristo no tiene manos, sólo tiene nuestras manos para hacer hoy su trabajo; Cristo no tiene pies, tiene nuestros pies para dirigirse hoy a los hombres; Cristo no tiene labios, tiene nuestros labios para anunciar hoy el Evangelio. Nosotros somos la única Biblia que aún todos los hombres pueden leer. Nosotros somos la última llamada de Dios, escrita con palabras y con obras.