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Todas las cosas cansan, y nadie es capaz de explicarlo; ni el ojo se sacia de ver, ni el oído de oír. Lo que fue, eso será; lo que se hizo se hará: nada hay nuevo bajo el sol. Y si de algo se dice: ‘Esto es nuevo’, eso ya existió en los siglos que nos precedieron. (Ecl 1,8-10)
Las palabras del Eclesiastés no podrían ser más certeras; a menudo nuestra experiencia las confirma. Sin embargo, la Resurrección de Jesús inaugura un tiempo sin tiempo que rompe con este modo circular de concebir el ritmo de la vida. Aquel primer día de la semana ocurrió algo distinto. El fenómeno cristiano surge en aquel entonces. Eso que a los hombres y mujeres de la primera hora les gustaba denominar “el nuevo camino”, porque una senda desconocida se abría paso con fuerza hacia un horizonte prometedor. Algo nuevo sucede entonces y también hoy con la Resurrección de Jesús. A nosotros nos interesa sobre todo la Resurrección de hoy más que la de ayer, y quizás también la del último día como certificado irrevocable de una vida nueva lograda ya definitivamente.
Hoy, la Resurrección nos arranca de las asfixiantes inercias que nos maltraen y mal-llevan, y que nos zarandean irremisiblemente hacia el aburrimiento. Hoy, somos instalados en el lugar que nos es propio. Se nos brinda un traje nuevo, un vestido de boda, a medida, y estrenamos cuerpo, alma y espíritu. Son recogidas las energías dispersas y enchufadas a la corriente generativa de vida que nunca descansa y que todo lo recrea.
En apariencia todo sigue igual, y sin embargo, todo ha quedado transformado radicalmente. ¿Qué es entonces lo que ha cambiado? Pues sencilla y prodigiosamente, la forma de ver las cosas, de percibirlas, de interpretarlas y de manejarlas. Gracias a este despertar, la decepción se ha transformado en ilusión, la desesperación en esperanza, la tristeza en alegría, la turbación en paz, la cobardía en coraje, el vacío en plenitud que se contagia y comunica. En definitiva, una visión negra y moribunda de la vida, se ha convertido en una mirada clara, penetrante y amorosa.
Este prodigioso milagro es un regalo del Resucitado, que sucede cuando menos lo esperamos, que siempre nos sorprende. Pascua es comenzar, sencillamente, con humildad y paz, a vivir ese modo nuevo, esa nueva convicción interiorizada, hecha vida de la vida, de que nuestra tarea es luchar contra toda muerte, nuestra tarea es favorecer la vida, dar signos de vida en este nuestro mundo cruel y en el que la muerte sigue teniendo el inmenso poder de amargar la existencia de tantos hombres y mujeres. Nosotros tenemos que apostar por la vida, aunque estemos rodeados de signos de muerte. Vida es solidaridad, vida es poner amor donde hay odio, vida es poner luz donde hay oscuridad, vida es dar consuelo a los desconsolados y tristes, vida es proclamar la verdad donde hay mentira, vida es flexibilizar rigideces que anquilosan y paralizan a las personas en unos seguros e inamovibles dogmatismos, vida es respetar y defender lo humilde y pobre donde hay prepotencia y despotismo.
Sembrar alegría y esperanza en medio de un mundo atormentado por el sufrimiento y la muerte es nuestra misión como cristianos. Ser mujeres y hombres que, desde la humilde sencillez de Jesús de Nazaret, podemos decir y hacer algo más para que la alegría y la paz brille en los rostros atormentados de tantos y tantos seres humanos, hermanas y hermanos nuestros. Pero esto solo es posible porque la Pascua no es un mero recordatorio, es acontecimiento, hoy, en el encuentro secreto y misterioso de Cristo con cada uno de nosotros.
El verdadero encuentro con Cristo libera algo en nosotros, un poder que no conocíamos y que teníamos, una esperanza, una aptitud para la vida, una capacidad de adaptación, una habilidad para recuperarnos cuando pensábamos estar completamente derrotados, una capacidad para crecer y cambiar, un poder de creativa transformación. (T. Merton)
«Es el Señor» – le dice a Pedro aquel discípulo a quien Jesús amaba. Entonces como hoy, solo el amor nos abrirá los ojos para reconocerlo donde menos lo esperábamos. Que la labor de cada día, su peso y a veces su fracaso, no nos retire el asombro ante la mesa que Jesús nos prepara, el don inconmensurable y siempre nuevo que ahora aquí celebramos. Hoy Jesús también nos dice a nosotros aquí reunidos: «Vamos, almorzad».