MATERNIDAD PACIENTE DEL ESPÍRITU

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Pentecostés (det.) | Larkin Jean Van Horn | 2013

«Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu…» (Jn 7, 37)

La palabra griega koilía, traducida por entraña, significa literalmente vientre. Es en el vientre [ab útero materno], precisamente, donde nos engendraron nuestras madres. Dios, en el Espíritu Santo, nos engendra como primicia (St 1,18), como amantes, para entregarnos donativamente (Jn 15,12). Es alucinante. Conviene tener esto en cuenta, porque la misoginia de la mentalidad semita, patriarcal y androcéntrica, dificulta fascinar con la dimensión femenina de Dios, de cómo procede, apasionado, a la hora de convocarnos a la vida, con una ternura indescriptible (Sal 25,6), deseándonos como seres vivientes  [rûah] (Gn 2,7), no solo animados [nefés], con quien intimar. El deseo es pasión y el aliento de vida, el Espíritu del Señor, que «ha sido derramado en nuestros corazones» sin medida (Rm 5,5), es apasionado. Es la simbiosis de semejanza (Gn 1,26).

Los que experimentan la agitación, el estremecimiento, siempre sorprendente, del Espíritu y su Palabra, no pueden sino manifestarse con apasionamiento. Cuando Juan Pablo I afirmó que Dios es más Madre que Padre, entiendo que estaba sugiriendo esto, pues no hay nadie con más pasión y ternura por un hijo que la madre. La creación entera es expresión del Amor Tierno y Apasionado del Creador.

Entonces, ¿por qué flojea el apasionamiento, la agitación provocadora del Espíritu en nuestras comunidades, en nuestras relaciones? El temor al desnudo original nos lleva a cubrirnos con hojas de parra. El Señor nos modeló sin careta. A mi modo de entender, nos hemos/nos han acorazado, porque da miedo la provocación, la libertad, la fuerza creadora que lo transforma absolutamente todo, el  procedimiento seductor del Espíritu Santo; porque rompe esquemas y desinstitucionaliza, poniendo en entredicho nuestras atalayadas seguridades. Como no tiene mentalidad de clase y rango nos desconcierta. La cantidad de organizaciones estancas y regladas, en que mazmorramos lo que calificamos de vida creyente, religiosa o consagrada, asfixiando con corsé los carismas que el Espíritu del Señor suscita para servir a los hermanos, rivalizando incluso, es síntoma de ello. Nos hemos pasado muchos pueblos, tantos que del todo hemos hecho parte, como si el klerós, la porción del Señor, fueran sólo unos cuantos. Lo expresamos, para más inri, en masculino, pero el klerós de Dios, como Dios mismo, no tiene género. Para Dios, mujeres y varones somos uno. No entiende de etnias, porque todos somos indígenas: modelados «con polvo del suelo» (Gn 2,7). No entiende de patrias ni fronteras, porque la tierra la ha dado a todos para que la transformemos y, con todas las criaturas, caminemos hacia la apoteosis, que ya asoma con sus rosados dedos y sugerente carmesí: el Edén [delicia] del que habla la Escritura (Gn 2,8). Tampoco entiende de religiones, porque el Espíritu del Señor no es adicto a ninguna. ¿Judíos?, ¿cristianos?, ¿musulmanes?… todos somos deseados sin exclusión. Y es que Dios, como ha manifestado en Jesús de Nazaret, es relación y complicidad solidaria.  

Pero ahí está el Espíritu del Señor, Maternidad Paciente y Orgullosa, que una y otra vez nos seduce, nos agita, para que espabilemos y nos decidamos a ser nosotros mismos, para que nos busquemos, admiremos y abracemos en diversidad, con entrega y reconocimiento gozoso para que la vida sea posible y juntos calmemos la sed de sentirnos deseados. Y es que el Espíritu es parrésico, es decir: audaz y valiente, excitándonos para que actuemos, unos con otros, sin prejuicios ni acepción de personas, con creatividad, como una madre que siempre defiende a su hijo y a sus hermanos. ¿Qué es el ser humano para que te fijes en él? Y es que el Espíritu Santo, como una madre, siente ternura y disfruta con nuestras movidas. Somos fruto de su misterioso deseo e intimidad, indicándonos, así, que no hay mayor placer que fijarnos unos en otros y ser cómplices de esa ternura que da sentido y contenido a todo, con sentimiento, en comunidad, que es entraña de Dios. La santa empatía es un proceso de admiración provocada por el Espíritu Santo.

Es de sabiduría popular que lo mejor de una fiesta es la víspera, porque nos preparamos para el lío, diría Francisco, para celebrarla con entusiasmo y ganas. Pensamos en las amigas y amigos, en los colegas, para colocarnos un poco y desinhibirnos, con esa  moderación que controla estar unidos, no solo juntos. Estamos en víspera de plenitud [mil años son como un día que pasa], de ahí que el Espíritu del Señor estimule al entusiasmo, la esperanza y la vigilia. Y es que todo cristiano, como lo fue Jesús de Nazaret, es un contemplativo itinerante, que disfruta en el brocal de un pozo, en la tasca degustando un cacharro con los de turno, con alguien que toca la orla del vestido, con el clandestino que no se atreve a dar la cara, en una palabra: adicción al ser humano. ¡Que pocas veces nos decimos!: ¡qué bien estoy aquí contigo! ¿No hemos caído en la cuenta que la tierra es antesala del cielo?

Dos convencimientos. Uno: que el Espíritu Santo es asistemático,  porque no tiene mentalidad de amo. Que jamás estará en la mesa de los Herodes y Pilatos de nuestro tiempo, es decir, en las cenas de trabajo de las grandes potencias y multinacionales que adoban sus guisos con el sudor de los que empobrecen y acuerdan ceses de conflicto, pero siguen vendiendo armas a los contrincantes; que dicen estar en contra del terror pero lo provocan sutilmente. El Espíritu Santo se sienta a la mesa de los que alzan, levantan, ponen en pie, resucitan de la basura a los empobrecidos y los coloca en puesto destacado, urgiendo a practicar la Palabra del Señor: los últimos serán los primeros.

Otro: que el Espíritu Santo, el Espíritu del Señor, nos convoca para que recuperemos lo original de la identidad cristiana: la laicidad [“es la hora de los laicos”, recuerda Francisco], superando mentalidad de imperio y estructura constantiniana de la Iglesia Estado; que no confundamos ministerio ordenado con sacerdocio. Jesús de Nazaret fue laico, Único Sacerdote y nos invita, «con ansia» (Lc 22,14), a que nuestras celebraciones vuelvan a ser festivas y familiares, sin reglar, que respondan al sentir creativo de la comunidad. Un mundo nuevo, una tierra nueva.

 FELIZ PASCUA EN PENTESCOSTÉS

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