
Pentecostés | Vidriera de Jean Bazaine | Iglesia de Saint-Séverin – Paris
«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo» (Hch 2,1)
Estamos frente a una narración teofánica, de trasfondo típicamente judío (Ex 19,18; 24,17), que Lucas, judeocristiano, utiliza para destacar una de las dimensiones efectivas y notorias del acontecimiento pascual: el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo, que se deja notar con ímpetu transformador y purificador, simbolizándolo con lenguas de fuego. Los hermanos de confesión judía celebraban, a los cincuenta días de Pascua, el recibo de las Tablas de la Ley, por Moisés, en el monte Sinaí. Tablas de piedra, que contenían el Decálogo. Pero Jesús de Nazaret no es de piedra; miraba con cariño (Mc 10,21); no es legalista (Mc 2,27), ni perito en leyes; conocido como el hijo del carpintero (Mt 13,55), cotidianamente cercano (Mt 28,20); Hermano (Hb 2,11-17), y único Señor (1Co 12,3b).
El Espíritu Santo, que tampoco es de piedra, ni está sometido a ley alguna, no se deja amordazar por dogma o especulación teológica explicativa. Es Alguien Vital, vibrante, que «se deja encontrar… se manifiesta» (Sb 1,2-3), con inusitada creatividad, cuando nos reunimos para escucharnos y discernir, con ganas y espontaneidad. Es la paradoja de la seducción. Entonces acontece lo que Jesús adelantó a sus compañeros: «el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16,13). Es el sentir de la comunidad [sensus fidelium], el que da cauce al sentido de la fe [sensus fidei]. Esto lo saben muy bien los “pastores con olor a oveja”, como acuñó el Papa Francisco, y arrinconan los técnicos en doctrina y cánones.
Es curioso, pero no acabamos de ver claro la incondicional fidelidad de Dios al ser humano, reivindicada en la Resurrección de Jesús. Nos esforzamos en aclarar los tradicionales criterios confesionales acerca del acontecimiento pascual, de marcado carácter sacrificial y redentor, extraño a la Buena Noticia: «Dios-con-nosotros» (Mt 1,23). La muerte de Jesús fue un crimen político-religioso. Seguirle es asumir su causa, nuestra causa: el ser humano. Así, unidos a Él, fortalecidos e iluminados por su Espíritu, nos iniciamos en el camino del «Dios que salva» (Sal 25,5). La Resurrección, que Dios reivindica desde el Hijo del Hombre, nosotros nos empeñamos en alienarla como premio de un Dios recompensa, desencarnado y no pocas veces imaginario y mágico. El Camino se disfruta trazándolo y recorriéndolo juntos. Seguir no es imitar.
El texto citado dice que «todos estaban reunidos con un mismo objetivo». ¿De qué reunión se trata? ¿Cuál es el objetivo? El impacto y efecto causados por el prendimiento de Jesús fue la huida, con la única excepción de las mujeres. Pero más fuerte fue el impacto causado por la manifestación del Viviente que, también por medio de las mujeres, convoca de nuevo a los discípulos, incluido Pedro. Se destaca, en los Hechos, que tanto cuando se toma conciencia de la entronización salvadora de Jesús [Ascensión] (Hch 2,21; Rm 10,13; 1Co 6,11 y //), como en Pentecostés, los discípulos estaban reunidos (Hch 1,6; 2,1), dedicados a la oración y al discernimiento de todo lo que estaba sucediendo y experimentaban: la impactante fidelidad de Dios al ser humano que, desde el principio, lo deseó viviente (Gn 2,7). En estas reuniones también había mujeres, y en algunas de ellas la madre de Jesús y sus hermanos. Todos los reunidos, no sólo los Doce, experimentaron el impacto del Espíritu Santo, que actúa en y desde la comunidad, habilitándola para proclamar la palabra de Dios con valentía (Hch 4,31). Las comunidades emergentes, diversas, en torno a Jesús Resucitado son proféticas y sacerdotales, de manera que ya no es el oráculo o la visión de algunos elegidos ni el holocausto, como se destaca en la primera Alianza, sino que es la comunidad entera la destacada a proclamar las alabanzas y palabras del Señor (1P 2,9). El que realicemos sus obras y aun mayores, como nos adelanta el Señor (Jn 14,12), depende de nosotros, de nuestra entrega y compromiso, de que nos fiemos unos de otros, fortalecidos por su Espíritu que se palpa por la práctica de la justicia y la solidaridad.
¿Dónde se reunían? Todos los discípulos huyeron tras el prendimiento de Jesús (Mt 26,56; Mc 10,50). Quedarse en Jerusalén era peligroso (Mt 26,69ss //). Lo lógico [menos unos pocos, familiares del anfitrión donde se celebró la Cena de Pascua], es que regresaran a sus casas en Galilea. La razón por la que Lucas sitúa Pentecostés en Jerusalén, la Ciudad Santa, es teológica. María de Magdala y María la de Santiago, en su encuentro con el Resucitado, reciben la misión de ir a Galilea, donde residía el grueso de discípulos huidos: «allí me verán» (Mt 28,7.10), allí experimentarán la efusión del Espíritu, pues les urgía reunirse para desahogarse, comentar y reflexionar sobre todo lo acontecido en aquellos días (Lc 24,14), recordando lo que les había aseverado Jesús: «donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 1,23; 18,20; Ex 20,24). Las reuniones tuvieron que ser múltiples. El grupo discipular era considerable y de diversa índole. Hoy, ahora, sucede lo mismo cuando nos congregamos en Nombre del Señor. La señal inequívoca de que es así, de que el Espíritu del Señor actúa y agita, es la alegría (Jn 20,20; Rm 14,17; Gal 5,22) y el entusiasmo.
Lo que la liturgia desmembra para nuestro deleite celebrativo, es un acontecer permanente, único y múltiple a la vez, el Pentecostés de todos los días, ya que el Señor actúa donde se vibra al unísono con aquellos que hemos descalificado: los huidos. Francisco los llama descartados. La Resurrección de Jesús de Nazaret, su entronización, la efusión de su Espíritu, es llamado permanente que se evidencia en todos aquellos que luchan por mantenerse en pie, dinámica de resurrección. La muleta y el bálsamo que el Señor tiene es la comunidad cirenea, que levanta al aplastado y lo alivia anulando todo aquello que le ha privado de dignidad.
Es el Espíritu del Señor, el Pentecostés de todos los días, el que llama a una vida consagrada, es decir, entregada a lo sagrado y nada hay más sagrado que el ser humano. Esta consagración se realiza de muchas maneras, a discernir por quienes la viven, siempre en comunión ya sea en pareja, sin distinción de género o en comunidad sin etiquetas, porque lo que derrite a Dios es que nos ayudemos a ser felices unos a otros, arreciando el sentimiento de fraternidad, que es la única disciplina que libera y conduce a la salvación, es decir, a su florecimiento y fruto definitivos: la Resurrección, no la austeridad ni el ayuno. ¿Hemos olvidado que todos somos hermanos? (Mt 23,8). Estancar la vida consagrada a entrar en un convento o monasterio, es vivir con orejeras y llamarse andana.
Es el Espíritu del Señor, el Pentecostés de todos los días, el que nos anima a ser pobres (2Co 8,9), o sea, a compartir todo lo que somos y tenemos para enriquecernos unos a otros, erradicando así la pobreza, con esa honradez y sinceridad que nos hacen castos, es decir: limpios de corazón (Mt 5,8), sin reservas, como la ofrenda de Abel y Melquisedec.
Es el Espíritu Santo, el Pentecostés de todos los días, el que nos abre el oído para que seamos obedientes [ob-audire], es decir, para que escuchemos el clamor, el grito de los sometidos e injusticiados, como Él lo escuchó en el puñado de esclavos huidos (Ex 3,7), y el de Jesús de Nazaret, agonizando en la Cruz (Mc 15,37). La semejanza entre los esclavos huidos y la fuga despavorida de los discípulos es notoria y muy significativa.
Estamos reunidos en Nombre del Señor. Compartamos, sin temor, el gozo que brota, a borbotones, desde lo profundo de nuestros corazones. Sin tapujos. ¿O acaso hemos olvidado que Jesús de Nazaret, nos propone no ser dependientes de acontecimientos referenciales, sino protagonistas de los mismos?