Dios en Jesús se nos hizo tan cercano, humano y presente, que después de su Resurrección y Ascensión a los cielos, ha querido quedarse con nosotros hasta el fin del mundo. Se hace presente en la vida. Todo es ocasión para su manifestación amorosa. Dios no sabe qué hacer para decirnos que nos ama, y de qué manera nos ama. Todo le parece poco. Es como si la vocación divina de Dios consistiese en manifestarnos lo mucho que nos quiere.
El cuerpo y la sangre de Cristo son precisamente esto: la manifestación palpable de este amor infinito de Dios que nos ha demostrado su amor incondicional hasta el extremo, y un extremo que no tiene límites. El pan y el vino, alimentos básicos en los pueblos del Mediterráneo, de la cultura en la que Jesús nació y vivió, se obtienen a partir de los granos de trigo y de uva, que brotan de la tierra por la acción del sol y de la lluvia, como espigas y racimos. Son regalo de la naturaleza y fruto del trabajo humano. Los granos son triturados y las uvas prensadas. El pan y el vino son símbolos de lo sólido y lo líquido, del cuerpo y la sangre, de la naturaleza y la historia, de la cultura y el culto, de la dispersión y la unidad, del trabajo y la fiesta, de la subsistencia y la inspiración, de lo masculino y lo femenino, y del hambre y de la sed de los pobres. Representan el conjunto del universo. Desde las espigas y las uvas, pasando por la harina y el mosto, hasta llegar al pan y al vino, se ha dado un proceso largo y complejo de moler y prensar, cocer y fermentar, comer y beber.
El pan y el vino, además de satisfacer la necesidad fisiológica del hambre y de nutrirnos corporalmente, por la bendición y por la presencia actualizada del Espíritu nos procuran el alimento espiritual. Para los judíos, el hombre y la mujer son su cuerpo y su sangre. Es, por lo tanto, Jesús el que está presente en su cuerpo y en su sangre, en el pan y en el vino bendecido y consagrado por el Espíritu que ha sido invocado en la comunidad creyente. El Espíritu Santo no se derrama solamente sobre las ofrendas presentadas, sino también sobre la comunidad reunida en el nombre del Señor para ser transformada en carne de Dios, en carne de comunión. Este mismo Espíritu es el que nos regala, la mirada inocente que nos permite contemplar la creación, la historia y los seres humanos penetrados de Dios, habitando en Dios. Anhelamos presencias que dilaten nuestros horizontes, alegren nuestras penas, pongan esperanza en nuestra negatividad y realismo en nuestras vidas.
Jesús es el Pan de la Vida que se parte y se reparte. Ser pan puede ser bonito, pero no es fácil hacerse pan. Hacerse pan significa: que uno ya no vive para sí mismo sino para los demás; que ya no posee nada, ni cosas, ni tiempo, ni talentos… todo lo propio es “de y para los demás”; significa que uno se hace disponible a tiempo completo; que tiene que tener paciencia y mansedumbre, como el pan que se deja amasar, cocer, partir; que se va haciendo humilde como el pan, que no está en la lista de los platos exquisitos, sino que está ahí siempre para acompañar; que debe cultivar la ternura y la bondad, porque así es el pan: tierno y bueno; que debe vivir siempre en el Amor más grande: capaz de morir para dar vida como el pan.
Cuando uno se deja amasar por las contrariedades, los trabajos y el servicio a todos; cuando se deja cocer por el fuego del Amor del Espíritu, entonces es cuando puede ofrecerse a todos los que tienen hambre. Dios quiere que todos comamos y que se reparta la comida, que haya solidaridad en los alimentos y bienes de este mundo. Los tiempos mesiánicos se caracterizarán por el banquete de los pobres y la abundancia de la comida y la calidad de la bebida. Jesús que es “el pan de vida”, sacia a las multitudes hambrientas multiplicando el pan y el vino. Dios entra en la vida de los hombres bajo el signo del pan -Jesús nace en Belén, que es la casa del pan– y Dios permanece para siempre en la vida de los hombres desde que Jesús, al atardecer de su vida, toma en sus manos el pan al abandonar este mundo. Él es también el vino nuevo que alegra el corazón del hombre. Jesús se queda con nosotros sin hacer alarde alguno de ostentación; permanece anonadado, confundido con la masa. Quiere que preparemos su Banquete Universal en este Gran Sacramento que es el mundo. Por eso, año tras año, atraviesa los dinteles de nuestras puertas para compartir con nosotros el don de su Presencia. Escoge siempre la sala grande, donde quepamos todos, ancianos y niños, hombres y mujeres, pobres y ricos…, en una fiesta sin fin que nunca acabará.
Dios es nuestra surpresa de cada dia puesta en nuestra mesa