Nos hallamos en el Domingo XI del Tiempo Ordinario del ciclo C. La proclamación evangélica de Lc (7,36–8,3) nos ha presentado una deliciosa escena. En acción, tres personajes: dos de ellos son acreedores del tercero, digamos prestamistas pues son los que han prestado atenciones a Jesús (Se trata del fariseo Simón y de una mujer innominada pero bien conocida en la ciudad: “pecadora” le llama el evangelio, nosotros, si no estuviéramos en una celebración litúrgica, utilizaríamos otra palabra. Queda en claro que era una bien conocida meretriz.) El tercero es el deudor agradecido a ambos, Jesús. Y esta es la cuestión: con quién debe ser más expresivo a la hora de manifestarles su afecto. Es el protagonista y la cuestión parece estar en si es profeta o no, pues no parece conocer o adivinar quién es la mujer innominada.
Fijémonos en las atenciones prestadas a Jesús: El fariseo Simón, correcto él y cortés ha ido insistiendo en que Jesús se hospede en su casa. Su insistencia (“le rogaba”) ya es muy buena señal. Pero, todo hay que decirlo, no ha abundado en atenciones: no ha habido lavatorio de los pies ni perfume en la cabeza. Ha habido eso sí, buena comida, buena acogida. Y puestos a valorar, Jesús lo tasa en 50 denarios: no está nada mal, es la cantidad equivalente a cincuenta días de salario laboral. Jesús lo tiene en cuenta y le queda agradecido, no es un reproche comparativo con respecto a lo que hará para con él la meretriz.
Ésta, nuestro segundo personaje, irrumpe en la casa. Los banquetes, ya lo sabéis, eran abiertos: se podía entrar, si no como comensales sí como oyentes y espectadores. Por eso Jesús los aprovechaba como momentos de predicación y de parábolas del Reino. Entra la pecadora. Algo le ha pasado en sus adentros con respecto a Jesús. Tal vez nunca ha visto a alguien que hable así, que llegue al corazón, que libere el corazón y el amor. Se siente atraída y rompe el obstáculo del decoro yendo directa a los pies de Jesús sin sandalias, que -recostado y apoyado en el codo izquierdo- los deja libres para el amor de la que, por lo que Jesús conoce y ve, deja de ser meretriz para ser la llena del amor del admirado Jesús. Los besa y, como lo hace con gran arrepentimiento y fe, llora. Llora abundantemente. Para enjugarlos no tiene más remedio que acudir a la cabellera como improvisada toalla. El perfume que trae sería más bien indicado para la cabeza. Pero no quiere distraer al distinguido comensal ni cortar la conversación de los comensales. Lo hace muy correctamente, con sobrada experiencia, pero sobre todo con mucho amor, con todo el corazón: Estimemos su acción en 500 denarios, es decir en diez veces más el valor del correcto y cortés anfitrión.
Y nuestro Simón contempla la actuación de la meretriz desconcertado. ¿No sabe Jesús quién es esa mujer que así le está tocando? De entre los presentes era harto conocida. Quizá han acudido a su casa de citas. Simón está en un lío: con olfato muy fino, había percibido que Jesús era profeta. La naturalidad con que se deja besar y acariciar por esa mujer le lleva a pensar que tal vez no lo es. Y es Jesús el que conoce lo que piensa el fariseo e irrumpe ahora en la duda quemante y silenciosa.
– Simón, tengo algo que decirte.
– Puedes decirlo, responde el anfitrión.
Y ya sabemos la parábola del acreedor y de los dos deudores… En la pregunta que le hace a Simón y en la razón que da hay una inconsecuencia, anotada desde antiguo por los comentaristas: Cuál de los dos le amará más. En el ejemplo, el amor es efecto de la condonación de la deuda. En la razón que da Jesús, en cambio, el amor es causa del perdón: Mujer tus muchos pecados te son perdonados porque has amado mucho.
Amó más la mujer en comparación con Simón. Fue más expresiva, “escandalosamente” expresiva. Por eso Jesús, que nos perdona todo a todos, es más expresivo con la muestra mayor de amor que hayamos puesto.
Dios Amor, que nos ha creado y redimido por amor, quiere que veamos nuestra condición pecadora desde el amor que nos tiene. Así lo hizo el apasionado y taimado David a quien se le habían ido los ojos tras Betsabé que se estaba bañando, e hizo todo lo posible para que Urías, el esposo, se ausentara. No lo consiguió. Entonces mandó ponerlo en lo más recio de la batalla para hacerlo perecer. Será el profeta Natán quien lo ponga ante el Amor de Dios: “Te indignas por el que ha robado a su pastor la corderilla mimada. Pues, mira, ese has sido tú”. David contempla, entonces, su pecado desde el amor que Dios le tiene y El Señor le perdona en su mismo reconocimiento. Reconocerse pecador es entrar en ese instante mismo en el perdón de Dios.
Pongamos, pues, mucho amor: la medida del amor es el tamaño del perdón. Así, lo hacemos deudor y perdonador espléndido a Él que ya está pensando en el banquete de fiesta… aunque levante rumores.