A todos nos conmueve la actitud del samaritano que se compadece, se acerca y cuida de un hombre caído en el camino, maltratado y herido. De tal forma es así que a esta parábola (Lc 10,25-37) la conocemos por la del buen samaritano. Todos deseamos ser buenos samaritanos. Y este deseo lo llevamos clavado en el corazón. Nosotros que estamos aquí y cada ser humano, creyentes y no creyentes. No es necesario que sea invocado el nombre de Dios para que salgan a la luz nuestras entrañas de misericordia. Cada ser humano, sin ninguna excepción, es, en su esencia, bondad y compasión.
Sin embargo, ningún de nosotros puede decir que nunca haya cerrado los ojos ante el sufrimiento de otro, que nunca haya mirado para el otro lado o que la indiferencia nunca haya anidado en su corazón. No pocas veces lo hemos vivido con sentimientos de culpabilidad. ¿Estaremos ante una cuestión ética? También, en la medida que la ética se fundamenta en la receptividad a la mirada del otro. Porque es así, en determinadas circunstancias somos incapaces de mirar al otro a los ojos. Desviar nuestros ojos de los ojos del otro denuncia una distancia que vivimos interiormente. En el ámbito de la relación, todas las distancias que creamos, todas las dificultades en el encuentro, tienen una única raíz: la distancia a la que vivimos de nuestro corazón. Esta es la razón profunda que, necesariamente, tiene consecuencias éticas.
Podemos pasarnos la vida entera desconectados del corazón y esclavizados por nuestros pensamientos, dominados por el miedo, en una actitud defensiva y controladora, juzgando a todo y a todos, como si la mente fuera nuestro piloto automático. Nuestras carencias, en vez de hacernos más humildes, cuando no las aceptamos, las transformamos en alimento de prepotencia y de arrogancia. Y vamos por la vida amargados, quejándonos de todo y de todos. Y si echamos una mano a alguien en dificultad, luego lo anotamos en nuestra contabilidad personal. Al menos nos sirve como alivio momentáneo para la culpa que inconscientemente llevamos dentro. Desgraciadamente podemos ser muy voluntaristas y parecer muy generosos viviendo encapsulados en nosotros mismos. Podemos tener los mejores y más eficaces planes para salvar el mundo, e implicarnos en ellos, y, a la vez, ser personas profundamente infelices.
¿Qué es lo que nos puede conectar con el corazón? Tan sencillamente – aunque al principio nos parezca muy difícil – dejarnos mirar y amar en nuestra desnudez. Aprendemos a amar cuando nos dejamos amar en estado de absoluta carencia. Esta es la clave que nos da acceso a nuestro corazón, rebosante de bondad y de compasión. El buen samaritano que llevamos dentro necesita de ser encontrado previamente por una mirada que nos diga: te quiero como eres, así, maltratado y herido por la vida. Hay mil formas de decir a otro: te quiero como eres. No nos quedemos esperando que nos lo digan de una forma perfecta, imaginada por nosotros, de acuerdo con la película que llevamos en la mente. No dejemos que nuestra mente imponga al otro un nivel para expresar su amor. Aprendamos a recibir con gratitud lo que nos parece pobre, sencillo, incluso fragmentario y, porque no, contradictorio. Es que Dios no es evidente, y su amor incondicional se manifiesta preferentemente bajo formas de gran pobreza. Basta acoger lo que nos parece insuficiente, como quien coge la punta de un hilo y seguirlo confiados. En un primer momento no vemos a donde vamos a llegar. No importa. Aceptar no ver es un paso decisivo para retirar poder a la mente. Cuando confiamos y no nos desanimamos con la primera adversidad, ya estamos saliendo de la capsula de nuestra mente; ya nos estamos acercando a nuestro corazón. Este es un ejercicio a lo cual continuamente estamos llamados a volver. Volver y volver, día tras día, sin cansarnos.
« ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de bandidos?» – pregunta Jesús al maestro de la ley. Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Nadie puede aproximarse de otro sin permitir que se aproximen de sí y que lo encuentren vulnerable y necesitado. No puede existir en nosotros lugar para el otro si nuestro corazón no está dilatado por la misericordia. Acércate a tu corazón y encontrarás en ti el espacio donde la fraternidad es posible, porque tu corazón es el testigo privilegiado del encuentro de la herida con la gracia. En tu corazón se celebra una continua liturgia pascual, proclamación jubilosa y silenciosa de que toda la Creación está siendo recapitulada en Cristo. Acércate a tu corazón y encontrarás a tu hermano ojos en los ojos, porque cada ser humano es bondad y compasión.
Que gran verdad la distancia entre nosotros y nuestro corazón.
Muchas gracias.
Sí que es verdad. Más de una vez estamos, ante el otro, lejos de él porque no somos en nuestro corazón. No entramos en él y no dejamos que nuestros seres cercanos y no penetren a través de nuestra vulnerabilidad. Solo Dios puede transformarnos en carne. Solo una atenta consciencia de seguir el camino del Evangelio puede salvarnos y ser prójimo para nuestros hermanos, » creyentes y no creyentes», amigos y enemigos. Entenderse y aceptarse es comprender al resto de la humanidad…al estilo inconfundible manifestado por Cristo. Nuestras heridas debemos dejarlas que sean transformadas por obra del Espíritu Santo y acercarnos a una terrenalidad desde la cual podamos orar al Padre por los demás .