Os recuerdo algunas de las frases que dice Gregorio Magno sobre la familiaridad que tenía Benito con Dios: “Solo, bajo las miradas del celestial espectador, habitó consigo; no apartaba los ojos de su espíritu de la luz de la contemplación; unirse a Dios con toda su alma; ser una sola cosa con el Señor; adherirse a Dios en espíritu”. Y la visión del mundo en un rayo de luz da ocasión a Gregorio para explayarse sobre la oración de Benito: “dilatado el espíritu del vidente, arrebatado en Dios, dilatado en Dios, arrebatado fuera de sí, ensanchado en Dios”.
En este día tan significativo, me parece importante actualizar este hondo anhelo de intimidad con Dios que tenía Benito, que tenemos también nosotros y que en su día nos condujo a esta casa. Esta intimidad –lo sabemos muy bien- es lo único que hace que la vida sea apasionadamente bella. Hemos sido creados por Dios para amar y así ser felices. Este anhelo es la esencia del espíritu humano y la meta de nuestros más nobles sueños. Implica el saber quiénes somos, hacia dónde vamos y cuáles son nuestros valores en la vida.
La intimidad con Dios es el estado de ánimo más gozoso que puede experimentar el ser humano. Por eso, cuando no la encontramos, hacemos cualquier esfuerzo para buscarla. Es el anhelo que está profundamente grabado en el fondo de nuestro ser.
La intimidad con nosotros mismos es la llave que abre nuevas puertas para relacionamos bien con los demás y con Dios. Consiste en conocerse mejor e implica la aceptación plena de uno mismo con el propio cuerpo, las emociones, los impulsos, pensamientos y deseos. Hace posible comenzar a compartir en ese mismo nivel de profundidad con otras personas. Nadie da lo que no tiene. Nadie puede tener relaciones profundas con otra persona si no las tiene consigo mismo. Desde la intimidad nos aceptamos como seres intrínsecamente buenos cuyo potencial es llegar a la unión de amor con Dios y a la concordia.
La verdadera intimidad con uno mismo lleva a la relación profunda y auténtica con los demás. Consiste en «conocer» y «ser conocido». Es necesaria la apertura, la buena voluntad, la honestidad, la confianza y el esfuerzo continuado. Se realiza a través de la comunicación profunda, libre de juicios. Si juzgamos las intenciones y las motivaciones del otro, no lograremos nunca la intimidad. También se da en la igualdad; ninguno puede sentirse superior al otro. Cuando se logra una relación de este tipo, las personas aprenden a conocerse, a confiar, a apoyarse y a amarse. El fruto es la seguridad, el gozo y la paz interior.
La intimidad es una experiencia trascendente que se expresa y llega a su plenitud en la relación con el otro. Podemos decir que es, en primer lugar, una experiencia espiritual pero también una experiencia emocional y puede ser una experiencia física. Sin embargo, sin lo espiritual no hay intimidad. La intimidad es como un árbol con raíces profundas que da magníficos frutos y tiene ramas frondosas. Es un árbol lleno de vida. Las personas que no tienen intimidad en sus relaciones viven existencias pobres, superficiales y raquíticas, algo así como los árboles que no tienen raíces profundas, ni frutos, ni hojas.
La experiencia de la intimidad con el otro nos permite amarnos y amar plenamente a los demás con todas las características que tiene un verdadero amor: paciencia, perdón, entrega total, compromiso, verdad, confianza, comprensión, alegría, etc.
Al ir creciendo en intimidad, al contemplar a Dios -que habita en la intimidad- quedamos radiantes y nos llenamos de fe, esperanza y amor y descubrimos su plan para nuestra vida. Cuando nos encontramos con Él nos hallamos también con nosotros mismos. Cuando somos fieles a esta relación, crecemos en familiaridad con Él y somos cada día más libres.
Que María la Virgen, la Regla de los Monjes anime hoy nuestro caminar, fortalezca nuestra esperanza y robustezca nuestro empeño de vivir en el amor mutuo.