Ya desde antes de ingresar en la vida monástica me atrajo el ambiente de la misma, y pienso que debió ser su ambiente de tranquilidad, de silencio, de un ritmo de vida que iba en sintonía con mi manera de ser. Son indicios externos de los que se vale el Señor en una primera llamada. Esto creo que vale para cualquier otra elección determinante de nuestra vida: elección de determinados estudios, de la mujer, o del hombre, con quienes ir compartiendo el camino de la vida, especializarse en una profesión concreta…
Pero no es suficiente con esa «decisión primera», pues la vida nos va presentando otros matices, o desafiando con otras exigencias que requieren de cada uno de nosotros un suplemento de esfuerzo y de respuesta, de fidelidad a uno mismo y de decisión, en la línea del ritmo nuestra existencia, y que, por otra parte, va siendo un factor importante de nuestra maduración personal.
Por este camino vamos descubriendo en nuestra existencia retos nuevos. Y esto sucede en la vida de la persona, sea cual sea la faceta de su vida. Por tanto también en la vida monástica, que no es algo extraño a la vida misma. La vida monástica es simplemente una vida. Sobre todo vida humana. Profundamente humana.
Después de estar inmerso en ella unos 25 años he ido descubriendo nuevos valores muy interesantes y necesarios para la vida de la persona. Unos valores humanos y religiosos de los que tiene urgente necesidad la sociedad, la humanidad de hoy día: el ritmo de la vida misma, el valor del silencio, la vida comunitaria, el valor del trabajo, la necesidad de la plegaria, la aceptación del otro en sus diferencias, el ocio… son valores propios de la vida humana, por tanto no exclusivos de una vida monástica.
¿Acaso no estaréis de acuerdo en que estos valores concretos a los que aludo son algo imprescindible en la vida del hombre de hoy, en nuestro siglo XXI tan convulso?
Los monjes, añadiría, no somos especialistas en estos valores, -aunque sí que disponemos de un espacio y un tiempo privilegiado para vivirlos- y los vivimos, o, quizás mejor, habría que decir «intentamos vivirlos» sumidos en nuestra condición humana, por tanto con sus luces y con sus sombras, pero que incluso viviendo todos estos valores con defectos importantes, como humanos que somos, estamos proclamando que la humanidad tiene necesidad de ellos. Os recordamos los monjes, que es muy importante, esencial, el ritmo de tu vida.
En ello quiero detenerme: el ritmo de la vida misma. Hoy el ritmo de la vida no es humano. ¡El ritmo de las agendas!… ¡cuánto desafío a la paz!…
El hombre está hecho, estructurado como una obra bella, su cuerpo, es una máquina compleja, pero de una gran precisión; tiene, además, un componente espiritual que le constituye como el centro y la referencia de la belleza singular de la creación. Nos encontramos todos los seres humanos aquí en el seno de esta belleza para cuidarla, para gozar de ella, hacerla incluso más bella y eficaz. Y, a pesar de nuestra desidia, ¡somos capaces de ello! ¡Qué grande es el hombre! ¡Qué admirable su dignidad!…
Pero tenemos que empezar a vivir desde nosotros mismos. Yo diría que debemos vivir al ritmo de los latidos del corazón. Para mí, al ritmo de los latidos del corazón sería vivir desde el centro de la persona, y no desde la periferia. El hombre, con harta frecuencia, vive en la periferia de su persona, en la superficie…
Es en el corazón, centro vital de nuestra persona, donde empieza el «calor» de la existencia. Debemos vivir muy sensibles al calor de este espacio interior, de donde va emergiendo la vida personal de cada uno. No siempre es así: o nos aceleramos y perdemos la orientación, o perdemos energía y nos adormecemos…
Por un lado aquí tenemos una invitación a despertarnos interiormente, como sugiere san Pablo: conociendo las circunstancias, ya es hora de despertaros del sueño… la noche está avanzada, el día se echa encima, dejemos las actividades de las tinieblas, y actuemos con las armas de la luz (Rom 13,11).
La vida más que un problema a resolver, sería una experiencia a vivir. Pero es preciso despertar, y vivir con hondura dicha experiencia. El ritmo nos tiene que llevar a contemplar la vida. La vida misma tiene un ritmo humano. Es sumergirnos en el ritmo de esta vida profunda, bella, apasionadamente sugerente…
San Bernardo afirma, en uno de sus escritos, que mucho de lo que ha aprendido lo aprendió en los bosques, en la creación…. Y es que aquí se nos manifiesta la vida en el camino más sencillo y sugerente.
Amigos, amigas, tenemos que buscar otro ritmo. El verano, tiempo de cambios de residencia, de desplazamientos, de cambios en el trabajo…, es un tiempo propicio para bailar con otros ritmos. Tu corazón seguro que te pide un ritmo más lento, más humano. Este baile lo puedes aprender contemplando la belleza de la creación. Es la belleza y el latido de la obra de Dios.
José Alegre, ex-Abad de Poblet