
Sol por la paz | Marisa Candal
Las palabras de Jesús nos descolocan: “no he venido a traer paz, sino división”. ¿Qué alcance pueden tener estas palabras cuando una de las tareas por excelencia del ser humano es precisamente la de hacer la paz?
Quizás Jesús nos sugiere que no se trata de ser “pacíficos”, es decir, ser de “los que no se quieren meter en líos”. Hablamos indistintamente de ‘periodo de paz’ o ‘periodo de tranquilidad’. Pero, ¿son lo mismo? La tranquilidad es la ausencia de conflictos. Es la paz que reina en una ‘zona residencial’: allí no te cruzas con nadie. Lo único que perturba son los ladridos de los ‘fieles mastines’ al extraño que se acerca. Todo es tranquilidad, silencio. Pero con frecuencia los vecinos ni se conocen; eso sí, no se molestan. Así se provoca el aislamiento más estúpido y empobrecedor que podamos imaginar. Tranquilidad, dicen las malas lenguas, que viene de tranca; si nadie se mueve porque todos se sienten amenazados, todo esta tranquilo, estamos en paz. Es decir esta paz apunta a que yo no experimente ninguna amenaza, que nada me perturbe, que me sienta seguro. La paz que el mundo pide y exige, es ausencia de conflictos, porque esta ‘tranquilidad’ es un bien tan irrenunciable que hay derecho a imponerla.
La apuesta por edificar la paz, nos descubre una plenitud que nada tiene que ver con la huida de toda realidad no deseada. Está íntimamente vinculada al fuego. Es una paz que consiste en poder vivir la fraternidad mutua, no sólo que me sienta hermano de los demás, sino que los demás se sienten hermanos míos. Esto trae consigo la necesidad de superar conflictos y desavenencias para podernos encontrar. Es más bien la tarea de posibilitar el encuentro desde el conflicto, no la ausencia de conflicto, que no es lo mismo. No es el aislamiento. Eso será serenidad, silencio interior, ausencia de estrés, que nuestro psiquismo necesita buscar de vez en cuando, pero eso no es la paz que tenemos que hacer y que nos da Jesús. La de Jesús es una paz que ‘no nos va a dejar en paz’, que al tener que hacerla, va a llevar consigo conflicto.
La paz que Jesús trae es el “encuentro entre personas”, la convivencia. Hacer la paz, pero una paz que surge del entendimiento mutuo y el encuentro en libertad; una unión de personas. Y ¿no es esto lo que más echa de menos la humanidad, aunque sea, al mismo tiempo, lo que más dificulta?
No podemos idealizar nuestras posibilidades. Tenemos que aceptar, con toda la sencillez del mundo, que existen entre nosotros incompatibilidades. Esto tiene su importancia en nuestra cotidianeidad. A veces idealizamos la convivencia a base de voluntarismos e imponemos suplicios a buenas personas. Si reconociésemos incompatibilidades, todos podríamos seguir dando lo mejor de nosotros mismos sin hacer sufrir ni sufrir nosotros.
En la indiscutible unidad de un cuerpo hay variedad. La variedad del cuerpo es complejidad (es muy complicado, la cantidad de cosas que tienen que funcionar), pero una complejidad que se vive como riqueza. Si tú eres mano, debes seguir siéndolo, pero dejar que el otro sea ojo y el otro pie. Una variedad que no vivimos como contratiempo, sino como riqueza cargada de posibilidades. Es el gozo de la integridad (que no nos falte ningún miembro) y la complementariedad (la mano cuenta con el pie y con el ojo, etc.): afortunadamente no todos son brazos y manos.
¿Cuándo funciona bien el cuerpo?, ¿cuándo decimos que tenemos salud? Cuando no me entero que tengo ni estómago, ni riñones, ni muelas… Un organismo funciona cuando nada destaca ni se hace notar: como si no estuviese… Te enteras, para tu desgracia, que tienes muelas, cuando tienes un dolor de muelas. Es decir, el cuerpo que estamos llamados a formar funcionará cuando todos los miembros funcionen sin hacerse notar. ¿Cuantas personas han pasado por nuestras vidas sin destacar, sin ningún brillo, como si no hubiesen existido, pero ‘han sabido estar en su sitio’? Y ¡cómo las echamos de menos cuando ya no están! Lo más grande que se puede decir de uno de cara a posibilitar esta vivencia de cuerpo es que no se diga nada. ¿Qué alcance puede tener la queja tan corriente: “no me valoran”…? A veces queremos convertirnos en un “dolor de muelas”. Todas esas exigencias de ‘reconocimiento’, dificultan el funcionamiento del cuerpo y, en definitiva, cualquier misión.
Todos llevamos dentro nuestro Dictador y nuestro Inquisidor: las dos tentaciones estrellas del hombre: imponer la paz y la verdad. Si no tuviésemos todos esta ‘posibilidad’, no habrían surgido en la historia estos personajes. Ni la paz ni la verdad podemos imponerlas, porque dejan de serlo para el que las ‘soporta’.
La tarea de la paz nunca tiene asegurado su éxito, porque no se puede imponer. Por eso lo único que uno puede hacer es no desistir en la tarea, pero sin caer en la trampa de forzarla, porque entonces lo que hago es impedirla. Con harta frecuencia vemos que esa paz no se da, que resulta difícil, que es muy efímera o demasiado mundana. Y es, graciosamente, gracias a ello que nos vamos abandonando en Aquel que es Fuerza en nuestra debilidad, nos vamos sintiendo día a día más dependientes de la Gracia, experimentando que todo es Gracia, y viviendo felices porque cada día baja a nosotros Su Bondad haciendo prósperas, a su manera, las obras de nuestras manos.
Incompatibilidad con el prójimo… Ansias de notoriedad… Egocentrismo radical… Todo ello nos lleva a no utilizar bien los mecanismos de una convivencia fraterna. La Paz se construye día a día y pasa por un periodo inicial de renunciar a imponerse a los demás. Los grandes conflictos son causados por la suma de pequeñas desavenencias que parten del desamor hacia uno mismo y hacia las personas más cercanas. Dios es Grande… Dios está en cada uno de nosotros y nos recuerda que Amar es un Verbo que hay que conjugar a cada instante tanto en los buenos momentos como en las dificultades,. Resolver crisis es una manera de ahondar en la Concordia de la humanidad.