Somos de condición pecadora aunque la conducta sea intachable.
Conducta (nuestra conducta en la vida) es el modo como nos conducimos en ella. Lo hacemos siempre en circunstancias determinadas, que no dependen siempre (ni del todo) de nosotros: nos vienen dadas. Una desgracia familiar, ciertamente no la deseamos pero nos vemos metidos en ella, diríase que estamos conducidos por ella.
Esta conducta guarda relación con la autoestima personal en el marco de nuestras cualidades y del entorno en que nos movemos. De ahí que nos veamos inevitablemente en comparación con los demás. Eso no significa que debamos ser asociales exaltándonos o menospreciándolos. La humildad agradecida reconoce los propios límites de la persona, y la interdependencia con los otros muestra cuánto les debemos y cuánto podemos aportar. No hay lugar para sentirse orgullosamente especiales y sí hay mucho espacio para la servicialidad generosa y silenciosa.
Para conducirnos atinadamente en la vida, primero hemos de asumirla como viene y preguntarnos después desde la fe: “Qué quieres de mí, Señor, en esta circunstancia en que me encuentro”. Y, en respuesta coherente, actuar a la altura de la misma con la audacia requerida.
Es lógico y habitual que -mientras vivimos- estemos emitiendo un juicio que viene a reflejar lo contentos (o no tanto) que estamos en lo que somos y hacemos y la esperanza que alimentamos para un porvenir inminente o de mediano o largo alcance. Es lo que hemos visto en Pablo en la primera lectura de esta celebración (Tm 4,6-8. 16- 18): “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta. (…) El Señor me ayudó y me dio fuerzas (…) me libró de la boca del león. Él seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo”. Efectivamente, está a punto de ser sacrificado, y el momento de la partida es inminente.
La lectura evangélica de hoy (Lc 18, 9-14), en la parábola del fariseo y el publicano -personajes de relato-nos pone en guardia para no sentirnos demasiado seguros de nosotros mismos, erguidos en la vida por el hecho de que no cometemos robo alguno ni adulterio alguno, ni acciones injustas. Digamos que no nos sentamos excelentes, como fuera de serie, aparte de los demás (que eso viene a significar la palabra fariseo, separado). Y mucho menos que nos comparemos con los demás.
Existe la humildad y la excelencia relativas. Podemos ser inferiores en unas cosas y superiores en otras. El piloto y copiloto de un avión es superior, a la hora de gobernar la nave, a todos los pasajeros por muy excelentes que sea cada cual en su propia profesión.
Teniendo por delante nuestra conducta limpia, blanca como harina, procuremos no justificarnos no “enharinarnos”. Porque si esa actitud la llevamos a la oración -como hizo el fariseo de la parábola- podríamos estar orando vueltos hacia nosotros mismos y no a Dios, por más de que le dirijamos la palabra. Bonita manera de perder el tiempo y no salir enriquecidos por su santidad y justicia.
Si, por el contrario, la contemplación de nuestros fallos y defectos, nos mantiene en una serena y realista humildad, nos llevará a la compresión misericordiosa de nosotros mismos y de los demás. El publicano de la parábola, por más de que contemplara -compungido y cabizbajo- el panorama oscuro y desolador de su vida de pecado, “no se tiznó” en su negra conducta. Se puso de veras ante Dios: que lo justificó y santificó con su misericordia. Tiznarse y enharinarse es propio de quien se mira a sí mismo egocéntricamente. Para evitarlo es bueno tener presente que somos de condición pecadora, aunque no tengamos lista alguna de pecados llamativos. Ya le decía Felipe Neri a Jesús, con humildad ante la propia fragilidad: “Señor, ¡sostenme, que me hago turco!”
Si el excelente fariseo estuviera en la situación de tantos ladrones, adúlteros y obradores de iniquidad…, si estuviera al telonio de los impuestos como el publicano de atrás, ¡otro gallo cantaría!
El que tiene en cuenta su condición pecadora, no menosprecia a nadie. Por el contrario, es misericordioso y tiende su mano a quien pueda hacer algo de bien, lleno de misericordia.
Muy interesante reflexion , todo lo que no podemos controlar por nosotros mismos , por que se nos escapa de las manos como una desgracia familiar, accidente etc lo hemos de dejar en manos de Dios .
Es la única manera posible