Dios no habita en los templos religiosos levantados por las manos de los hombres para que fuesen el lugar de su gloria y de su morada. Los templos, los grades templos religiosos, grandiosos y artísticos, no hablan de la gloria de Dios sino del poder y de la soberbia humana. Dios nunca tuvo necesidad de templos. «El Altísimo no habita en edificios hechos por manos de hombres», le dice Esteban al Sanedrín.
Un día un sacerdote rural llamado Juan entró en crisis. Descubrió que el Templo no era el lugar de la presencia y del encuentro, que estaba profanado por la mentira y la corrupción, que era, lo que más tarde Jesús de Nazaret llamaría «una cueva de bandidos». Juan se alejó del Templo de Jerusalén a la soledad del desierto para purificar su hombre interior. Es el lugar por excelencia para el encuentro, es donde la presencia del Altísimo vive y siente con los buscadores de la justicia, de la verdad y de la paz. Sabe que solamente Dios puede desenmascarar nuestro autoengaño y arrancarnos de nuestra mentira. Porque la mirada que más fuerza ejerce es aquella que sin decirte nada te lo muestra todo. Así es la mirada de Dios, silenciosa, pero que asombra y anonada.
Al retiro del desierto, no le llegaban a Juan las intrigas de los grandes y poderosos y puede abandonarse a Aquel que hace del desierto el lugar del encuentro, el lugar donde Dios habla al corazón, donde prepara a la persona para desposarla con el misterio de la vida, abrazarla y amarla tal como Dios se la entrega para que pueda devolverla a sus hermanos en toda su pureza y con todas las posibilidades de hacer algo nuevo con la vida que lleva dentro de sí. Juan toma conciencia de que un nuevo tiempo está brotando, que es el momento de preparar el corazón del pueblo, que está cercano el día en que Dios va a vivir entre los hombres y que es necesario purificar el hombre interior, nuestra mente y nuestros ojos para descubrir, ver y sentir al que vive entre nosotros en el silencio de las pequeñas cosas que engrandecen la vida de cada día.
José Antonio Pagola dice con mucho acierto que: «Dentro de cada uno de nosotros hay un mundo inexplorado que muchos hombres y mujeres no llegan ni tan siquiera a sospechar. Viven sólo desde fuera. Ignoran lo que se esconde en el fondo de su ser. No es el mundo de los sentimientos y de los afectos. No es el campo de la psicología o la psiquiatría. Es un país más profundo y misterioso. Se llama interioridad». Cuanta verdad hay en estas palabras, porque dentro de nosotros está Aquel que nos llevará a descubrirnos sin miedo. Él es nuestra verdad, nuestra libertad, nuestro orgullo de ser hombres y mujeres libres. Es el que hace que sintamos la fuerza del amor, que le perdamos el miedo al misterio de su presencia en el corazón de las cosas, en el corazón del mundo.
Ir al desierto no es huir del mundo. Necesitamos la soledad para recuperar el sentido del misterio, para tener una perspectiva de las cosas desde la iluminación interior que nace en nosotros, poco a poco, en la medida en que dejamos a Dios ser Dios en nuestras vidas y a su amado Hijo Jesucristo, como el único que nos revela el verdadero ser de Dios en la historia de la humanidad antes de que fuese profanado por el poder religioso.
La invitación que nos hace Juan Bautista a «preparar los caminos del Señor», significa que no nos quedamos en la periferia de las cosas, si no que vamos al mismísimo corazón de la fe, donde está el manantial de agua pura, donde podemos beber la verdadera palabra de vida, procurando lo esencial, acogiendo a Dios en su desnudez, liberado de los harapos que los hombres religiosos le echamos encima a lo largo de la historia. Y para vivir esta experiencia de desposeimiento y de encuentro, necesitamos salir de la agitación, de las prisas y el exceso de actividad que impiden al ser humano escucharse por dentro, mirarse, porque quien no escucha y ve a Dios dentro de sí, ¿cómo lo va a sentir en la vida, en la naturaleza, en las personas?
Dichoso el día en que seamos capaces de decirle a nuestro Dios que: «Tan enamorado estoy de ti, que incluso cuando no te siento, mis brazos te rodean». Y, lo más grande y terrible, lo que nos anonada es que, cuando amamos estamos en peligro, entramos en el terreno de la vulnerabilidad, entramos en la noche misteriosa en la que se nos enseña que amar significa morir a todo lo que niega la presencia del Amor en nuestra historia personal, en la historia de nuestra comunidad y en la historia de la humanidad de la que Simone Weil decía que era «Un tejido de bajezas y crueldades donde de tarde en tarde brillan gotas de pureza».
Ser de Dios hasta la muerte significa que somos hijos de una alegre esperanza, como cantábamos en las primeras vísperas del domingo pasado. Que creemos en la posibilidad de un mundo nuevo, que cada gota de sudor, cada lágrima derramada, cada esfuerzo por mejorar nuestro mundo, nace de ese sentimiento, de esa necesidad de ser uno mismo el que se adentra enamorado en la noche misteriosa del desierto y ve el cielo, sin contaminación lumínica, lleno de un mundo de estrellas, incapaz de abarcarlas con la mirada, pero sí con el corazón. Esa noche santa en la que comprendamos lo grande y misterioso que es el amor de Dios que no cesa de brillar en nuestra historia como gotas de pureza.
Juan Bautista nos prepara para un encuentro con Aquel que viene en el silencio. No hay grandes teofanías que anuncien su presencia. No es un fuego de fundidor, ni lejía de batanero. Es la presencia silenciosa del Santo escondida en lo que nos es familiar y querido; sólo tenemos que abrir los ojos de nuestro corazón para verlo en toda su gloria en nuestro templo interior donde Él se complace en habitar y hacer la fiesta de la vida.
Gracias por esta reflexión que tanto bien me ha hecho y que tanta verdad encierra. gracias.
Solo personas como tú que formas parte de esa comunidad de Sobrado hace posible , con este comentario, que nos paremos a «ver· el sentido profundo del Adviento (Advenimiento) Gracias.
«Ser de Dios hasta la muerte significa que somos hijos de una alegre esperanza…» Sim, no desacerto do viver buscamos «la presencia silenciosa del Santo escondida en lo que nos es familiar y querido». E, pouco a pouco, o nosso coração se encaminha no terreno da vigilância dos que vivem no único templo: o sermos de Deus, em Deus!
Gratos pelas vossas reflexões que tanto nos animam… A Enrique Mirones o agradecimento pela singela e profunda «Vixilancia».
Nos hacen falta gotas de pureza…….pero nos queda la eseranza. Que bien….
Dichoso el día!» Tan enamorada estoy de ti,que incluso cuando no te siento,mis brazos te rodean.
La frase hace respirar hondo!.
Somos hijos de Dios,carne de Dios y,creo que habrá un mundo nuevo y podré adentrarme en la noche misteriosa del desierto y ver el cielo poblado de estrellas y comprender el amor de Dios por mi. Abriré los ojos de mi corazón y le veré y sentiré en toda su gloria.
Profunda y bellísima homilía.
Muchas gracias!