El “Sermón de la montaña” es el gran discurso con el que Jesús inaugura su ministerio como el Profeta de Dios. Como un nuevo Moisés, expone desde lo alto de un monte la nueva ley de su Reino. Probablemente se trata de un conjunto de sentencias de Jesús pronunciadas en circunstancias diferentes, pero recogidas por el evangelista a modo de un largo discurso. Lo cierto es que en este “sermón” se ha visto siempre el mejor resumen de la enseñanza de Jesús, y que en él se contienen los pasajes más conocidos de la misma.
El sermón comienza por las «Bienaventuranzas». Ya en el Antiguo Testamento, tal como acabamos de escuchar en la primera lectura del profeta Sofonías, la pobreza, como signo de humildad, sinceridad y mansedumbre, era la característica fundamental del «resto de Israel» que debía recibir en su seno al Mesías. Todas las bienaventuranzas pueden resumirse en la primera: los pobres que se dejan guiar por el Espíritu de Dios y que, por ello, son incompatibles con la mentalidad del mundo. No es fácil siempre decir quienes son estos pobres, pero los encontramos en todo momento a nuestro alrededor. Es la gente buena. Es gente honesta, recta, trabajadora, que lleva bien su familia, que está siempre dispuesta a ayudar a los otros, honrada en su diario vivir. Se reconoce pronto: es acogedora, con una mirada risueña y parece como si tuviese la bondad escrita en su cara. Es gente en la que podemos confiar. Se encuentra no sólo entre los sencillos sino también en los estratos más sofisticados que a pesar de todo mantienen su humanidad esencial inmune a los simulacros de la sociedad de la imagen y de la representación. Por eso, la gente buena es más un estado del alma que una clase social, es una cualidad del corazón, que va más allá del plano económico, social e intelectual.
Los hombres hemos perdido la confianza en la vida y en el placer inocente de vivir. Nos hemos exilado de la Tierra y hemos roto los lazos de fraternidad que nos unían a la naturaleza. Lo que más teme el ser humano es a otro ser humano. Está a solas con su poder-dominación. Y cuanto más poder acumula más tensa se va poniendo su cara, más profundas se hacen las arrugas, más insegura parece su mirada. No sabemos hacia dónde vamos. Y nuestro corazón se vuelve cada vez más pesado.
Sin embargo, los pobres en lugar de un corazón pesado tienen un corazón leve, y viven ya los valores de la sencillez y de la humildad. La sencillez no es la espontaneidad natural del inocente. Es fruto de la madurez humana. Surge cuando alejamos lo que me separa respecto del otro y de la naturaleza, o sea, la voluntad de poseer y dominar. Eliminado ese obstáculo, descubrimos que todos somos hermanos y hermanas, de la estrella y de cada ser vivo. Humildad es colocarse en el mismo suelo donde están todos los seres y percibir el mismo humus del que todos vivimos.
Tendrás un corazón que no es pesado, leve, si descubres el verde en los jardines de las calles y la flor que allí sonríe. Si al mirar hacia arriba ves, más allá de los edificios, la nube que pasa. Si al encontrar al pobre consigues llenar tus ojos con su presencia y verlo como a un hermano. Si haces todo esto, sabrás lo que es vivir con un corazón bienaventurado. No serás amargo ni interesado. Comenzará contigo otro tipo de civilización. Y podrás dormir sin el peso de una piedra en el pecho, porque tendrás un corazón ensanchado.
Conocerás la dicha de los bienaventurados si entras en comunión cada vez más profunda con la realidad que te envuelve, si vas más allá de cualquier horizonte y haces la experiencia del misterio. Todo es misterio: las cosas, cada persona, su corazón… el universo entero. Tiene un corazón de pobre quien tiene la capacidad de conmoverse ante el misterio de todas las cosas. No es pensar las cosas, sino sentir las cosas tan profundamente, que llegamos a percibir el misterio fascinante que las habita. Nos permite vivir tal como escribió el poeta inglés William Blake: «ver un mundo en un grano de arena, un cielo estrellado en una flor silvestre, tener el infinito en la palma de su mano y la eternidad en una hora». Esta es la dicha de las bienaventuranzas: sumergirse en aquella Presencia bienhechora que nos llena de amor, de sentido y de alegría.
«La sencillez no es la espontaneidad natural del inocente. Es fruto de la madurez humana. Surge cuando alejamos lo que me separa respecto del otro y de la naturaleza, o sea, la voluntad de poseer y dominar».
Poderemos dizer que esta frase concentra o cerne desta reflexão dominical… Agradecidos estamos; dela faremos fazer bússola durante a esta semana, e que hoje iniciámos numa instituição de acolhimento de crianças e jovens, pertencentes a famílias desestruturadas. Naquelas crianças e jovens reconhecemos os mais pobres dos pobres, pela sua inocência e não responsabilidade pelo seu percurso de vida.
Me llena plenamente la humanidad misteriosa y grandiosa que desprende esta reflexión. Gracias
Bienaventurados los pobres.
Palabras que pueden dejar nuestro corazón leve, como un pajarito que volase, gozoso, muy alto, en la claridad de la mañana. Porque traen un algo del Sermón del Monte, de la cantarina, cristalina… y cálida fuente de la Verdad y la Dicha.
El Reino de Dios, que proclama Jesús en el monte, es ya el cumplimiento de aquel otro en el Sinaí por Moisés. Así, Jesús, es el que promete a los pobres, a los sufridos, a los que lloran, a los hambrientos y sedientos, a los pacificadores, no es única y exclusivamente la salvación en el mas allá, sino en el más acá de este mundo que comenzó con el Reino de Jesús, que al mismo tiempo, curaba a los enfermos, daba vista a los ciegos, saciaba a los hambrientos y resucitaba a los muertos. TODO ESTO ES LO QUE LLAMÓ JESÚS : SER FELICES .
Y lo seremos si lo compartimos con todos los que queremos pertenecer al reino aquí .