En la madrugada del primer día de la semana, María la Magdalena va al sepulcro. Aun la oscuridad envuelve el paisaje y, sobre todo, su corazón. ¿Va a ver el sepulcro, a ungir con perfume el cadáver? El cuarto evangelio guarda silencio sobre sus intenciones, pero las deja translucir: no se resigna a la idea de la desaparición de aquel a quien tanto ha amado. Para su sorpresa la losa está quitada, el sepulcro está vacío. «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
El primer dato de la madrugada del primer día es un cuerpo ausente. Dios nos sustrae la posibilidad de transformar Jesús en un ídolo, en una reliquia que alimentaría nuestra devoción, pero que hipotecaría el futuro a la imitación o la repetición. No somos guardianes de un cadáver ni meros transmisores de una creencia. Es necesario vaciarnos de la banalidad de la representación para despertar en nosotros el deseo del Viviente.
«Me dice el corazón: “Busca su rostro”. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco; no me ocultes tu rostro.» (Sal 26,8-9) Y, ¿cómo buscarlo? «No se busca a Dios moviéndonos, sino deseándolo.» (San Bernardo) La búsqueda nos conduce al territorio ambiguo, pero irrenunciable, de nuestros deseos. La ausencia del cuerpo nos convoca para la escucha del cuerpo. La fe se aprehende y se vive en el cuerpo, el ser humano como ser en el mundo y para el mundo, en sus experiencias vitales. No es en las estrellas que hemos de descubrir los trazos de Dios, sino en nuestro cuerpo y en la corporeidad del mundo. Desde la primera madrugada de la Pascua vivimos en el ámbito de la auscultación, del silencio, de la hospitalidad de la Palabra incandescente («¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?») y de la sacramentalidad inscrita en la materia de lo cotidiano, simbolizada en el pan sobre la mesa. De la ausencia del cuerpo a la presencia en el cuerpo – este es el itinerario por donde nuestro deseo nos lleva en peregrinación. «La vida del Resucitado está escondida en nosotros, como levadura que fermenta el pan, y esa masa es el espesor de nuestra humanidad sufriente y jubilosa.» (J. A. Mourão)
El deseo puede conducirnos a la marginalidad – y hay tantas formas de marginalidad; la vida del monje es una de ellas – pero que nunca renunciemos a lo que somos en nombre de una socialización y de una paz convencionales. No hay ningún ídolo, por más sagrado que sea, que pueda apagar el fuego del deseo; necesitamos del espacio abierto de la indagación para que, por entre múltiples deseos, tantas veces por entre pasos errantes, pueda emerger en nosotros el deseo esencial. No hay ningún deseo que sea irrelevante. Todos piden nuestra escucha. Por de tras de un deseo desconcertante puede estar a punto de irrumpir una primavera.
«Lo que el hombre desea no puede cambiarse por ninguno de los valores objetivos que puedan adquirirse gestionando las propias pulsiones. El Otro del deseo no tiene precio, no pertenece al orden de lo representable, de lo mensurable, de lo comparable, tampoco pertenece al orden del tener; pertenece al orden del ser y de la falta de ser. Esa alteridad no tiene valor mercantil, tiene el rostro del Amor. Hay en nosotros un deseo de ser o de vivir que ningún alimento del mundo puede colmar.» (J. A. Mourão)
El aceite que alimenta la lámpara del deseo es la vigilia. Vigilemos y madruguemos, que el deseo en nosotros no se duerma. La madrugada es la hora del fulgor del corazón: la noche está a punto de terminar y todavía no ha llegado la clara mañana. Todo ser humano lleva dentro una madrugada: el deseo de un rostro, no el rostro de un cadáver, sino el rostro infigurable del Dios vivo. «Tu deseo es tu oración. Si tu deseo es continuo, continua será también tu oración.» – decía San Agustín. En nuestro deseo se albergan semillas de eternidad.
«Levántate, amada mía, preciosa mía, ven.
Que ya ha pasado del invierno,
han cesado las lluvias y se han ido.
Las flores aparecen en el campo,
ha llegado el tiempo de la poda;
y se oye en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.
Apuntan los brotes de la higuera,
las viñas en flor exhalan su fragancia.
¡Levántate, amada mía, preciosa mía, ven!» (Cant 2,10-13)
Que hermosa reflexion. Gracias por compartirla.
Felices Pascuas!!
Valientes palabras: El deseo puede conducirnos a la marginalidad – y hay tantas formas de marginalidad; la vida del monje es una de ellas – pero que nunca renunciemos a lo que somos en nombre de una socialización y de una paz convencionales. Gracias por compartirlas….
Bastante dificultad para estar en esta total sintonia. Pero gracias por mostrarnosla y que su profundidad nos anime a valorar lo verdaderamente esencial….
Gracias por esta reflexión y citas: «No se busca a Dios moviendose sino deseandolo»» …»Tu deseo es tu oración»
vaciarse de nosotros mismos, haciendo silencioso vacio donde descansar y reposar , al amparo y confianza de saberse enlazado en las manos de Èl, Resucitado.