«Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. (…) Vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos…» (Jn 14,16-18)
No somos huérfanos. Somos morada del Espíritu, Aquel que clama en nosotros: ¡Abba, Padre! (…) El Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. (Rm 8,15-16) No os dejaré huérfanos. Él es la memoria viva, actualizada, de la filiación en cada uno de nosotros.
El Espíritu es consolador y viene en auxilio de nuestra debilidad, no de una forma superficial, para evitarnos el dolor, no como una máscara espiritual, pero como Vida en la raíz de nuestra vida, como amor incondicional que nos fortalece para enfrentarnos a nuestra propia realidad. Y ésta es siempre la realidad más dura a que tenemos que enfrentarnos. La presencia del Espíritu nos convoca para la travesía de nuestra soledad, la verdad desnuda y sin velos que solo el desierto nos ofrece.
«La primera [de las dificultades de la soledad] debe ser señalada desde el comienzo: la desconcertante tarea de hacer frente a nuestro propio absurdo y aceptarlo. La angustia de comprender que debajo del modelo aparentemente lógico de una vida racional más o menos «bien organizada» yace un abismo de irracionalidad, confusión, insensatez y caos aparente. Esto es lo que inmediatamente impresiona a la persona que ha renunciado a la diversión. No puede ser de otra manera: pues al renunciar a la diversión, renuncia al placer aparentemente inofensivo de edificar una ilusión cerrada y autónoma sobre sí mismo y sobre su pequeño mundo. Acepta la dificultad de hacer frente a las mil cosas de su vida que son incomprensibles, en vez de limitarse a ignorarlas.
Dicho sea de paso, sólo cuando el aparente absurdo de la vida se afronta con toda sinceridad, la fe se hace realmente posible. De otra manera, la fe tiende a ser una especie de diversión, una distracción espiritual en la que se recogen las fórmulas convencionales, aceptadas, y se las dispone en los modelos mentales aprobados, sin preocuparse por indagar su significado ni preguntarse si tienen alguna consecuencia práctica en la vida de cada uno». (T. Merton)
La fe exige nuestra exposición, nuestra más radical exposición o, dicho de otra forma, la travesía de nuestra soledad. La fe nunca puede ser entendida como un manto, por más bello que sea, que oculta la vida del creyente o que disimula lo que experimentamos como el «absurdo de la vida».
La fe es habitar nuestro cuerpo, el cuerpo de nuestra comunidad, el momento histórico que nos toca vivir y, en ellos descubrir, en medio de todos los absurdos, una historia de amor: Dios con nosotros. No es una historia hecha de evidencias. Ninguna historia de amor lo es.
La entrada a la tierra de la soledad es una herida. El silencio deja esta herida al descubierto. No se puede madurar en el camino espiritual si antes haber vislumbrado la herida de la condición humana. Los que se sienten más débiles y heridos, que conocen bien la vulnerabilidad de la condición humana, son con frecuencia especialmente aptos para descubrir el silencio y percibir la plenitud y sanación que procura esta herida.
«La creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente. Pero no sólo ella; también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando porque Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo. (…) El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables.» (Rm 8,22.23.26)
Cuando atravesamos la propia soledad y somos vulnerables a la voz del silencio, sabemos que no somos huérfanos. Podemos ser habitados por muchos ruidos, guerras y confusión, pero los gemidos inefables del Espíritu que ora en nosotros son el torrente de gracia en la aridez de nuestra tierra. Nuestra experiencia de absurdo porta el rastro perfumado de la presencia divina.
«Nunca tendremos paz si prestamos oídos a la voz de ese yo fatuo que se engaña a sí mismo y nos dice que el conflicto ha dejado de existir. Tendremos paz cuando escuchemos la «danza de muerte» en nuestra sangre, no solo con ecuanimidad, sino con júbilo, porque en su interior oímos los ecos de la victoria del Salvador resucitado.» (T. Merton)
Gracias.
«La presencia del Espíritu nos convoca para la travesía de nuestra soledad, la verdad desnuda y sin velos que solo el desierto nos ofrece». QUE ASI SEA….
al exponernos nos volvemos vulnerables y dicha vulnerabilidad hàbita en la soledad de saberse al cobijo del manto que deja visible la invidibilidad de una fe que se nutre directamente del Espiritu del amor que se unifica en la danza de la vida al transcender la danza de la muerte.
me encantan los escritos escogidos para este blog, una labor de incalculable valor para quienes los compartimos.
gracias