Cuando nos enfrentamos a un texto evangélico como el de este domingo y muy comentado a lo largo de la historia del cristianismo, nunca se sabe por dónde tirar. No se trata del miedo a repetirse, sino que, la parábola (Mt 13,1-23) ya lleva incluida una explicación y no parece necesario añadir nada más. Pero también podemos caer en el error de que, como ya está todo dicho, nos dejemos llevar por la inercia que ahogaría toda la riqueza que la parábola lleva dentro de sí.
Hay toda una humanidad sedienta de verdad, de luz y de vida. Hay multitud de corazones hambrientos de una palabra que les oriente, que haga crecer en ellos la esperanza. Hay en nuestro mundo muchas heridas por curar. Hay mucho odio y resentimiento acumulado por tanta injusticia y corrupción. Y se nos pide una palabra. Como la gente que se amontonaba en torno a Jesús, gentes pobres, sin futuro, con tanta puertas cerradas, hoy nos encontramos con las mismas multitudes desorientadas, con los lacrimales secos de tanto llorar y sufrir. También tenemos gentes completamente insensibles a tanto dolor, ahogadas en una sociedad en donde los grandes grupos financieros y las multinacionales gastan ingentes cantidades de dinero para tenerlos amodorrados. Trabajan para que las personas no tengan tiempo para pensar, para hacer silencio, porque el gran enemigo de estos grupos de poder y sin entrañas, es la palabra que surge en el silencio y despierta el corazón y la conciencia de las personas. No hay nada más temible para los poderosos de este mundo que la palabra que, denuncia, libera las conciencias y salva de la esclavitud.
Para todos nosotros, como para Jesús de Nazaret, no es fácil llevar adelante el proyecto del Reino. Así como él se encontró enseguida con la crítica y el rechazo, a nosotros nos puede desalentar la gran indiferencia y frialdad que hay en nuestra sociedad con respecto a la Iglesia y a su mensaje. Y, es aquí, precisamente, en donde tenemos que hacer una profunda reflexión en las comunidades cristianas sobre la evangelización.
La utopía del Reino no puede morir en el corazón de las gentes. Sería como matar la vida, la obra y la ilusión de Jesús de Nazaret por la que vivió y murió. A nosotros lo que nos mata es la impaciencia. Queremos recoger el fruto enseguida. Nuestra misión no es recoger frutos de lo sembrado, tal vez sea eso lo que nos frustra. No, nuestra misión es sembrar. Esta es la grandeza y la enseñanza de esta parábola del Sembrador. No es una parábola sobre la cosecha sino sobre la siembra. Es el trabajo del que no se cansa ni se desespera, porque la palabra que sale de la boca de Dios no vuelve a él vacía sino que hace su voluntad y cumple su encargo de vivificar y hacer surgir vida donde todo parece que estaba perdido.
En la Iglesia no necesitamos cosechadores. Pretender recoger éxitos, conquistar la calle, dominar la sociedad, llenar las iglesias, no es precisamente el mensaje de esta parábola. Lo que necesitamos son hombres y mujeres que tengan conciencia de que su misión es sembrar la Palabra sin grandes alardes de sabiduría, algo muy querido por San Pablo, sino con la sencillez del que sabe ir haciendo el bien día a día sin angustiarse ni cansarse por un trabajo que, muchas veces, la mayoría, no va a ver su fruto. Los tiempos de Dios, tengámoslo en cuenta, no son los nuestros.
La parábola del Sembrador es una invitación a la esperanza. La simiente del Evangelio tiene una fuerza incontenible. Por muchos obstáculos y contrariedades que a lo largo de la historia tuvo en su camino, incluso dentro de las comunidades cristianas, la semilla terminará en una cosecha fecunda. Porque: «Viva es la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta la división entre el alma y el espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón. No hay criatura invisible para ella: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta» (Hb 4,12-13).
Nosotros somos la tierra. Una tierra que nace virgen y sobre la que va a caer todo el peso de la vida, cada uno en la sociedad en la que le ha tocado vivir y que está marcada por el peso de los años. Las cuatro imágenes de los distintos terrenos de los que habla la parábola, en realidad es uno solo, porque los cuatro están en nuestro interior, a veces uno, otras otro. Pero, al contrario de lo que nos pasa a nosotros, que con facilidad tenemos una mirada enferma, la mirada de Dios nunca se aparta de nuestra virginidad original. La vida nos puede llevar por caminos tortuosos, nos podemos convertir en terrenos pedregosos o en un bosque de zarzas o en un camino pisoteado que está imposibilitado para que algo nuevo surja en él. Nuestras actitudes internas son las que pueden hacer que algo muera o renazca de nuevo. Pero siempre quedará un lugar la esperanza: la Palabra no vuelve a Dios de vacío, siempre hace su trabajo, porque es la espada que penetra hasta lo más profundo de nuestra humanidad, es la que nos libera de los estragos de la vida. En ella, lo que nació virgen vuelve virgen a las manos de su Creador.
Gracias.
No sólo tenemos que oír, hace falta escuchar,no sólo tenemos que mirar ,hace falta ver. Cuando no vemos ni escuchamos la palabra de Dios esta cae en terreno valdío y no da fruto. Dices,hombres y mujeres que siembren en los corazones de tanta gente herida y sufriente esperanza,justicia y amor. Esa es la buena tierra para sembrar,esa si dará fruto,ahí si crecerá la palabra de Dios. Ser sembradores de esperanza. Buena tarea!. Contundente y preciosa homilía. Gracias por ella
Gracias.
Gracias.
Gracias por recordarnos y animarnos al buen hacer del cristiano. Solemos impacientarnos a menudo con la misma intransigencia que cualquiera….y no….casi siempre queremos frutos. Sería deseable aprender a sembrar y……esperar.
Muchísimas gracias! Yo me fui de la Iglesia escandalizada y asqueada, y sinceramente no creo que vuelva. Pero viendo el programa de tv y las entrevistas tengo que decir que me siento totalmente cerca de esas personas que comparten su vida. Es la primera vez que comprendo el lenguaje a personas dentro de la iglesia.