El destino de Jesús de Nazaret cuando toma la decisión de subir a Jerusalén no lo podemos leer ni interpretar como un destino cruel impuesto por Dios. La decisión de Jesús nace de una obediencia y una fidelidad a la palabra, era como en todos los profetas, un fuego ardiente que lo quemaba por dentro y ese fuego sólo podía apagarlo traicionándose a sí mismo, a su proyecto del Reino, a los hombres y a Dios. Jesús no lo va a apagar porque el vino a traer fuego a la tierra y ese fuego deseaba que hubiese prendido.
Jesús trata de explicar a sus discípulos, los de todos los tiempos, que el seguimiento de su persona y el compromiso con los valores del Reino van a chocar frontalmente con los estamentos políticos y religiosos que hacen del poder y de la religión un modo de dominar y esclavizar al pueblo, tal como sucedía en su tiempo y de muchas maneras se prolonga a lo largo de la historia. Por eso Jesús no quiso que sus discípulos se quedasen con la confesión triunfante de Pedro: El Mesías, el Hijo de Dios vivo. Porque todo triunfalismo siempre nos va llevar por mal camino. Hay una segunda cara de la moneda, y, es que, confesar a Jesús como Hijo de Dios vivo, tiene por fuerza que llevarnos por el camino de la cruz, porque si su palabra vive en nosotros, esa palabra es una denuncia de toda injusticia, y no lo olvidemos: la columna vertebral del Reino de Dios es la Justicia.
Hay dos aspectos que tenemos que tener en cuenta en la vida cristiana con respecto a la actitud de Pedro: el primero, la ambición del poder, el temor del fracaso, el temor al sufrimiento, el temor a perder la vida; el segundo, el servicio diaconal, el ponerse a los pies de los hermanos. Por el primero le costó el reproche más duro que salió de la boca de Jesús: ¡Apártate de mí, Satanás! Y no olvidemos que Satanás era el padre de la mentira, y cuando dice mentira, dice lo que lleva dentro de sí (Jn 8,44). El segundo nos lleva al momento del lavatorio de los pies en la última cena. Jesús haciendo un servicio de esclavo nos enseña que el abajamiento tiene que ser la señal de identidad del discipulado. Pedro no lo admite. En ambos casos podemos resumir lo que Jesús le viene a decir a Pedro: Pedro, detrás de mí, el que marca el camino soy yo, y si no te gusta: ¡Carretera!
Quien pierde con Cristo, gana. Es la síntesis que podemos hacer de la invitación que Jesús le hace a su comunidad a través de los siglos. Nos guste o no, cuando Jesús le dice a la comunidad de discípulos que el seguimiento conlleva la negación de uno mismo y de llevar la cruz, nos está abriendo un camino nada fácil de transitar. En este pasaje evangélico tan singular, se interpretó, a mi modo de ver, erróneamente en las comunidades cristianas, cargando el acento en el sufrimiento y la renuncia a todo goce, como si el cristianismo tuviese que ser una comunidad de ascetas. Esto está en contradicción con la enseñanza de Jesús de Nazaret que quería que las gentes pudiesen gozar de una vida sana y feliz. Por eso sanaba las dolencias, compartía las comidas y las fiestas porque los hijos de Dios merecen ser felices. Y nunca hizo del sufrimiento el eje al rededor del cual tienen que girar las personas. Todo lo contrario, el echó sobre sus espaldas todo el sufrimiento y el dolor, acercándose a las gentes y compadeciéndose de ellas y tratando de paliar toda la injusticia que los poderosos echaban encima de ellas. Toda su vida fue una lucha constante por arrancar al ser humano de las duras cadenas y de los fardos pesados que se le echaban encima, liberarlos de una religión opresora que no los dejaba vivir, ser ellos mismos, sentirse hijos de un Dios que los amaba incondicionalmente, con misericordia infinita, enseñando que el amor a Dios y al prójimo es lo más grande que puede hacer una persona porque no hay nada más exigente que el amor gratuito de una vida que se pone al servicio de los hijos e hijas de Dios. Esto sí que es cargar con la cruz y negarse a sí mismo.
«Negarse a sí mismo» no es caer en un ascetismo absurdo de castigarse a uno mismo y, menos aún, anularse. Es mucho más sencillo que todo eso, mucho más profundo, tal vez por eso sea más difícil. Se trata de salir de uno mismo, de mi mundo, de mis cosas, de mi yo; abrir las puertas del corazón para que salga todo egoísmo, toda ambición y que los demás encuentren en el la Tienda del Encuentro en donde se celebra la fiesta de la vida. Liberarnos de nosotros mismos para vivir una adhesión a Jesucristo que nos va a hacer hombres y mujeres libres y que asumimos los riesgos que conlleva el seguimiento del Maestro y que nunca sabremos hacia qué caminos nos puede llevar. Intuimos que, además de la alegría interior de sentir su presencia viva en nosotros, sabemos que, lo mismo que Él fue incomprendido, rechazado, perseguido y crucificado, lo mismo nos ocurrirá o nos podría ocurrir a nosotros, porque: “El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn 15, 20).
No hay pérdida ni derrota en la Cruz de Cristo, sólo victoria, es la victoria del creyente, es la victoria del creyente contra los poderes de este mundo, porque no lo olvidemos nunca: Con Cristo quien pierde, gana. Esta es la grande y feliz paradoja.
Gracias.
Paradoja difícil de llevar a cabo. Cuesta mucho. Es verdad que. A veces creemos firmemente en esto pero otras cuanto nos cuesta….. Gracias por tan confortadora homilía. Siempre mos sorprende el Señor
Casi siempre parece nuevo. De nuevo gracias.