El perdón: vida que fluye de corazón a corazón

«Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?» (Cf. Mt 18,21-35) Para contestar a esta pregunta de Pedro, Jesús le cuenta la parábola del rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Ante la dureza de corazón de un hombre perdonado que no perdona a su hermano, el señor de la parábola entra en cólera: «Siervo malvado… ¿no debías haber tenido compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?» Y mandó castigarlo hasta que pagase su deuda. «Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.» Las palabras tan duras de esta parábola nos dicen como la misericordia, que se manifiesta de forma privilegiada en el perdón, está en el corazón del evangelio. Quien no perdona vive encerrado en sí mismo, con un corazón amargado, no puede sentir la alegría de la vida, no está abierto al amor, es como un árbol que se va resecando. ¿Habrá castigo más grande?

Hay males sufridos que, por su propia naturaleza, son muy difíciles de perdonar, porque nos hacen sentir hasta dónde puede llegar la miseria humana. Se producen daños que nos parecen imperdonables, hasta que nos damos cuenta que, como seres humanos, podemos realizar las obras más bellas como también podemos realizar monstruosidades. Hay situaciones que requieren un largo camino interior de reconciliación con uno mismo. Sí, con uno mismo, porque perdonar al otro solo es posible desde el conocimiento propio y de la aceptación amorosa de la propia sombra.

La gran dificultad a la hora de perdonar no está en el otro, está en uno mismo. Tenemos mucha dificultad en perdonarnos. Podemos llevar años o una vida entera acusándonos a nosotros mismos por acontecimientos pasados, a veces lejanos en el tiempo. Incluso llevamos dentro una sensación de culpabilidad cuyo origen no siempre somos conscientes. Por ejemplo: una expectativa frustrada en la relación con nuestros padres, en nuestra más tierna infancia, puede anidarse dentro de nosotros bajo la forma de culpabilidad, lo que nos lleva a pensar reiteradamente: no soy suficientemente bueno, no soy merecedor… soy culpable. Las culpabilidades persistentes están conectadas con la auto-imagen de impecabilidad que no dejamos de intentar alcanzar. Algo así como: si no lo hago todo bien, no valgo nada, no soy digno de ser amado. Se trata de una creencia sostenida por nuestro ego, ¡nada más! Podemos desactivar esta trampa a través de un trabajo interior de observación, que es una efectiva oportunidad para profundizar en la relación amorosa con Dios, Aquel nos ama incondicionalmente.

Nadie puede acercarse con compasión a su hermano y perdonarle de corazón sin abrazar con amor su propia vida. ¿Qué mejor podremos ofrecer a nuestros hermanos, qué expresión más grande de amor sino reconciliarse consigo mismo? ¿Habrá gesto más grande de amor que dedicarse (posiblemente la vida entera) a ese labor invisible? En el abrazo progresivamente confiado a la propia vida vamos abrazando tantos hombres y mujeres a quien, de otro modo, difícilmente miraríamos o, si lo hiciéramos, lo haríamos desde el enfoque de un juicio severo. Reconciliados con nosotros mismos, ya no tenemos necesidad de exigir nada al otro. No somos mejores ni peores que los demás; compartimos grandezas y pobrezas. Nos reconocemos pobres y pecadores entre otros, pero perdonados. La exigencia se transforma en comprensión y aceptación. Surge la gratuidad. El perdón es del ámbito de la gratuidad: es vida que fluye de corazón a corazón.

La misericordia es el «corazón palpitante del evangelio» (Papa Francisco). «Misericordia quiero y no sacrificio; yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.» (Mt 9,13) – dice Jesús, contestando a la crítica de los fariseos por practicar una comensalidad abierta, sentándose a la mesa con publicanos y pecadores. Ante el hermano, sea quien sea, no hay ninguna ley que se sobreponga a la misericordia – esta es la gran buena noticia de Jesús, con el fin de transformar radicalmente las relaciones humanas: no hay salvación sin descubrir al otro como hermano.

La mesa compartida es el símbolo de la fraternidad, transpuesto sacramentalmente para la Eucaristía. No hay misericordia desde arriba o desde fuera. Solo hay misericordia de hermano para hermano, de igual para igual, conscientes de compartir la miseria y la gratuidad del amor. Compartir la mesa nos dice que vivimos todos del don, de la gracia de Dios, que ninguno es autosuficiente, que todos somos alimentados, como hermanos que comparten la misma condición. Sentarse a la mesa con otros es un acto de profunda verdad hacia uno mismo, hacia los demás y hacia Dios, porque nuestra verdad es vivir unos con otros, unos de los otros, y unos para los otros, bajo la mirada amorosa de Dios.

10 comentarios en “El perdón: vida que fluye de corazón a corazón

  1. Salvador dijo:

    Una pregunta:
    ¿El perdón es independiente del arrepentimiento del que te ha faltado?, ¿es lícito alejarse de las personas que te han hecho daño?

    • Monasterio de Sobrado dijo:

      Muchas gracias, Salvador, por tus preguntas.
      1. La actitud de la persona que nos ha hecho “daño” puede ayudar en nuestro proceso personal, pero este proceso es independiente de esa actitud, como puedes verificar por la reflexión presentada en el texto.
      2. Hay situaciones graves en que el alejamiento es incluso aconsejable, aunque sea por una cuestión de protección. Lo cual no impide el perdón. Hay que discernir cada situación.

  2. Gubi dijo:

    Maravilloso
    La bondad que envuelve el corazón está intimamente ligada a la capacidad de perdonar.
    Al perdonar de corazón nos enlazamos armonicamente de nuevo con la vida.

    • Monasterio de Sobrado dijo:

      Eloy, muchas gracias por tu pregunta.
      Cuando se usa la expresión “perdono pero no olvido”, muchas veces se está diciendo que permanece una “reserva”. Importante no es olvidar, incluso porque eso no depende de nosotros. Importante es que esa memoria esté sanada, que no queden resentimientos dentro de nosotros. Hay cosas que nunca se olvidan, pero que están completamente perdonadas, ya no nos hacen daño, están pacificadas en el corazón.

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