El evangelio es la revelación en la persona de Jesús de Nazaret de un Dios que es amor y que busca el corazón humano amándolo. Somos discípulos de Jesús porque hemos experimentado su amor, porque hemos sido encontrados por Él en nuestra carencia de amor. Simone Weil dice que «la plenitud del amor al prójimo estriba simplemente en ser capaz de preguntarle: “¿cuál es tu tormento?” (…) Para ello es suficiente, pero indispensable, saber dirigirle una cierta mirada. Esta mirada es, ante todo, atenta; una mirada en la que el alma se vacía de todo contenido propio para recibir al ser que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Sólo es capaz de ello quien es capaz de atención.» ¿Podremos nosotros ofrecer esta mirada sin experiencia previa del amor de Dios?
Intuyo que nuestra fe -comprendiéndola como respuesta a una llamada, enunciada en los evangelios por «Ven y sígueme»- vive ancorada en la resonancia de una voz que llevamos dentro: «¿Cuál es tu tormento?» Lo que deriva de esta pregunta es un secreto entre cada uno de nosotros y Jesús, una historia de intimidad, la fuerza para mantenernos de pie contra toda la previsibilidad y la insumisión ante toda la visión derrotista de la humanidad, hasta el punto de apostar firmemente por la fraternidad. ¿Seríamos nosotros discípulos de Jesús si no fuéramos gente atormentada en el amor? La compasión es la marca evangélica del amor. La pregunta «¿Cuál es tu tormento?» va socavando en nuestro cuerpo la morada de Jesús, y en Él nuestros ojos van aprendiendo movimientos demorados y profundos, atentos, no temiendo ser heridos por la realidad del otro, porque en nosotros el tormento dio paso a la compasión.
Los hermanos y hermanas son un don que recibimos, constitutivo de la Buena Noticia: Jesús nos revela el rostro de nuestro Padre común y, en relación inmediata, inaugura la fraternidad entre todos los seres humanos, no de una forma ideológica o abstracta sino en una comunidad de discípulos, una comunidad abierta e inclusiva, donde la vida se hace don por la vida del otro. La asignatura fundamental del discípulo de Jesús es el amor como vínculo característico de las relaciones fraternas: «Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros» (Jn 13,34) No un amor de tipo romántico: «es importante adquirir conciencia desde el principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios; y en segundo lugar, que esta realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico.» (Bonhoeffer) No, no se trata del primer impulso del deseo o de fruición sentimentalista. El encuentro auténtico con el otro es un camino de conversión del corazón, que pide apertura al don de Dios -fuente de todo amor- y una respuesta libre y decidida de nuestra parte, siempre sostenida por la gracia: permanecer en la adversidad, no vivir condicionado por la expectativa de la respuesta, aceptar progresivamente lo inesperado (luminoso y sombrío) que se va manifestando en nosotros y en los demás, y nunca desistir de ver más a lo hondo, y más: aceptar que es un camino hecho de muchos fallos, de mucha pobreza y de muchos recomienzos. Estamos hechos para el amor y, a la vez, necesitamos de la vida toda para aprender a amar.
Relaciones fraternas y comunión con Dios son realidades absolutamente inseparables. El amor es polifónico. El amor a Dios no responde a todas las dimensiones del corazón humano, ni siquiera del corazón del monje. Además, cuando el amor a Dios excluye otros amores es un signo claro de su inautenticidad. La conversión al amor de Dios no es fruto de sustracciones: «No es a través de la disminución de lo humano que en nosotros crece el divino. La verdad consiste justamente en lo contrario: más humanidad equivale a más divinidad.» (E. Ronchi) Lo que el amor de Dios realiza en el corazón humano es la anchura, una amplitud de espacio, una liberación de energías, capaz de amar más y mejor. Jesús nos propone un único amor, pero un amor que se vive en una circularidad donde se despliega «la polifonía de la vida» (Bonhoeffer): ama a Dios y ama a tu prójimo como a ti mismo (Cf. Mt 22,37-39). Estos tres rostros del amor no son rivales, no compiten entre ellos, todo lo contrario: son absolutamente interdependientes, de tal modo que la ausencia de una de estas expresiones pone en causa la verdad del amor.
«La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y revisar todas nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios. (…) Mientras menosprecie a una sola persona, desprecio también a Dios. (…) Mientras ignore o envidie a una sola persona, ignoro o envidio también a Dios. (…) Esta identificación de las relaciones entre los hombres y Dios es la única forma de saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida.» (F. Jalics)
Gracias por compartir el video…. Que Dios os bendiga.